Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza
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Según Kelsen, el Derecho es norma. Una norma es un contenido de sentido (Sinngehalt), el contenido de sentido de actos o de estados mentales intencionalmente dirigidos hacia ciertos objetos o estados de cosas (comportamientos ajenos). En cuanto contenido de sentido, el Derecho no es ni un fenómeno psíquico ni, en general, un fenómeno físico, sino algo ideal a ser investigado en su existencia específica, que Kelsen denomina (¡qué casualidad!) “validez”36. La tesis antipsicologista, según la cual ningún conjunto de hechos mentales o físicos está en capacidad de dar cuenta de la verdad o de la corrección de nuestras opiniones o de nuestras inferencias, se traduce, en la teoría pura del Derecho, en la tesis según la cual, desde el punto de vista de un tratamiento científico, aquello que interesa no es la eficacia del Derecho sino su “validez”37. En la Teoría pura del Derecho subsiste, entre conocimiento científico del Derecho en cuanto tal (ciencia jurídica en sentido estricto y Teoría del Derecho), de un lado, e investigación sociológica sobre comportamientos o estados mentales determinados por el Derecho, del otro, la misma relación que, en el cuadro general de la polémica antipsicologista, subsiste entre lógica, matemática y epistemología, de un lado, y sociología o psicología de los procesos cognitivos, del otro.
No se trata solamente de una cuestión de carácter histórico o filológico. La tesis según la cual el Derecho, en cuanto norma, es un contenido de sentido, desempeña un rol decisvo en la articulación de un aspecto particular y, a su vez, de crucial importancia de la Teoría pura del Derecho: la idea de que el Derecho constituye algo impersonal, anónimo, “des-psicologizado”, y que en ello reside su específica “autoridad”38. Me explico.
La Teoría Pura del Derecho ofrece una visión particular de una imagen antigua y muy influyente del Derecho. Según esta imagen, el Derecho goza de una relativa independencia o autonomía (sea conceptual, sea normativa) respecto a las preferencias, las intenciones, la voluntad, las decisiones, las creencias —sean ellas actuales o posibles— de quienes están sujetos a él, y en ello reside su carácter de objetividad.
Estando a este modo de ver las cosas, el Derecho no puede ser reducido a un conjunto cualquiera de preferencias, intenciones, decisiones o creencias, más o menos arbitrarias (ni a algún conjunto de acciones explicadas por aquél).
El Derecho es, más bien, algo impersonal o anónimo: un conjunto de normas existentes, no como fenómenos físicos o psíquicos, sino que “valen” en cuanto tales (y que, sin embargo, no son verdades morales).
Desde este punto de vista, la teoría pura del Derecho puede ser entendida como el fruto de una particular operación teórica, consistente en trasplantar, sobre el terreno de la teoría del Derecho, la polémica contra el psicologismo, de tal modo que provea una interpretación satisfactoria de la específica objetividad del Derecho, es decir, consistente en utilizar la estrategia argumentativa propia del antipsicologismo con el objetivo de reivindicar la independencia del Derecho, como tal, respecto a la esfera de los fenómenos naturales.
¿Cómo puede el Derecho, en cuanto tal, “valer” con relativa independencia de preferencias, intenciones, decisiones y opiniones humanas? ¿Cómo puede el Derecho no reducirse a un conjunto de voluntades y creencias, de por sí más o menos arbitrarias? Simple, responde Kelsen: el Derecho es norma; una norma es un contenido de sentido; y —he aquí el argumento antipsicologista— un contenido de sentido no se reduce a los —ni su objetividad es explicable en términos de— actos o estados mentales (preferencias, intenciones, voliciones, decisiones, creencias) de los que constituye, precisamente, el contenido.
En otros términos, la polémica contra el psicologismo enseña, como fuera visto (supra, “3.3.”), que los contenidos de actos o estados mentales tienen un particular tipo de existencia (existencia ideal, inexistencia intencional); gozan, en contraposición a los fenómenos psíquicos, de una peculiar objetividad (la objetividad del “pensamiento”, o del “noema”), y tienen una identidad independiente de las actitudes y de las creencias humanas. El Derecho —he aquí la operación teórica kelseniana— es un contenido de sentido. Por tanto, también el Derecho, del mismo modo que las leyes de la lógica o de las entidades matemáticas, es algo impersonal y anónimo, una entidad (ni física ni psicológica, sino) ideal: algo objetivo o “válido”, independientemente de nuestros efectivos procesos mentales (sean éstos volitivos o cognitivos)39.
A mi parecer, este es el bagaje de la tesis según la cual el objeto de la teoría del razonamiento jurídico debe ser el razonamiento entendido en sentido lógico, no psicológico. Quienes, después de Kelsen, han creído poder encontrar en el análisis del lenguaje —el lenguaje del Derecho— la clave de una teoría del Derecho empíricamente respetable también han sido víctimas, del mismo modo que la filosofía analítica en general, de la ilusión de la solidez de las entidades lingüísticas (supra “3.2.”). También desde este punto de vista subsiste un perfecto paralelismo entre el íter seguido por la Teoría del Derecho y el seguido por la filosofía general.
En torno a la mitad del siglo XX, los filósofos han considerado disponer, en el lenguaje, de un objeto —un campo de fenómenos— con una apariencia perceptible, proveyendo así credenciales de respetabilidad espistemológica a los objetos (leyes de la lógica, objetos intencionales en general) que el antipsicologismo había distinguido cuidadosamente de los fenómenos mentales (o, en general, de los fenómenos físicos). De este modo, la filosofía del lenguaje devino en la reina de las disciplinas filosóficas. Ya no habría, finalmente, necesidad de empalagarse en disquisiciones sobre el estatus ontológico de “pensamientos” o “noemas”. Habría sido suficiente examinar atentamente un objeto del mundo externo, el lenguaje, precisamente. Del mismo modo, ocuparse del razonamiento jurídico habría significado —no ya tratar de entrar en la mente de los jueces o de otros operadores jurídicos sino— observar y describir entidades observables, sus discursos.
3.5. El retorno del psicologismo
Pero los discursos —lo hemos visto (supra “3.2.”)— no son en absoluto “entidades observables”, fenómenos empíricamente respetables, en la línea de los cánones de esta extraña e inestable forma de empirismo —por cierto, no más de cuanto lo son los actos y procesos mentales—.
Como se sabe, desde los años 80 del siglo XX la filosofía del lenguaje ha sido desbancada de su primado. La filosofía de la mente ha devenido en la nueva reina de las disciplinas filosóficas. De las entidades lingüísticas a los fenómenos mentales, es decir, el recorrido inverso en relación con el delineado en los apartados precedentes. Pero lo crucial es que las tesis y los argumentos del antipsicologismo han sido cuestionados. El consenso antipsicologista está venido a menos.
Entre los filósofos, el rol decisivo ha sido el de W. V. O. Quine. Quine elabora, en directa y consciente antítesis respecto del antipsicologismo, el proyecto de “naturalización” de la epistemología: la investigación epistemológica debe ser entendida como “contenida en las ciencias naturales” y, precisamente, como un “capítulo de la psicología”40.
Sobre la estela de Quine, “naturalización” se ha convertido, para muchos estudiosos de la filosofía, en una consigna. No solamente en lo que respecta a la epistemología sino en los ámbitos más diversos, desde la filosofía de la mente hasta la metaética. El naturalismo —y, con él, el rechazo de las tesis y de los argumentos antipsicologistas41— es un rasgo distintivo de buena parte del panorama filosófico contemporáneo42.
El retorno del psicologismo concierne no solamente, como se acaba de decir, a la primera de las dos líneas de desarrollo del antipsicologismo: la epistemología. Concierne también a la segunda línea: la intencionalidad.
El argumento es, a grandes rasgos, el siguiente: la noción de intencionalidad sobre la cual se asienta el antipsicologismo de inicios del siglo XX (supra “3.3.”) es misteriosa; si de verdad la mente humana tiene la capacidad de “dirigirse hacia” objetos,