Guía literaria de Londres. Varios autores
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Desde el Rincón de los Poetas continué mi paseo hacia la parte de la abadía que contiene los sepulcros de los reyes. Caminé entre lo que fueron capillas, ahora ocupadas por las tumbas y monumentos de los grandes. A cada paso me topaba con un nombre ilustre o reconocía un apellido de una familia célebre. El ojo, al adentrarse en aquellas oscuras cámaras mortuorias, capta siluetas de extrañas efigies: algunas arrodilladas en nichos, como rezando; otras estiradas sobre las tumbas, con las manos piadosamente unidas; guerreros vestidos con armadura como si reposaran tras la batalla; prelados, con báculos y mitras, y nobles vestidos con togas y coronas, tendidos como en capilla ardiente. Al contemplar esta escena, tan extrañamente poblada y, sin embargo, en la que todas las siluetas están quietas y en silencio, parece como si estuviéramos caminando por una mansión de aquella ciudad de fantasía en la que todos los seres se habían convertido de súbito en piedra.
Me detuve a contemplar una tumba sobre la que había una efigie de un caballero vestido con armadura completa. En un brazo sostenía un gran escudo; las manos las tenía unidas ante el pecho en actitud de súplica; el morrión le cubría casi por completo el rostro y tenía las piernas cruzadas indicando que había participado en la guerra santa. Era la tumba de un cruzado; de uno de aquellos entusiastas militares que de forma tan extraña mezclaban la religión y el romanticismo, y cuyas hazañas son el vínculo que conecta la realidad y la ficción, la historia y la fantasía. Hay algo extrañamente pintoresco en las tumbas de estos aventureros, decoradas con toscos escudos de armas y esculturas góticas. Se condicen con las anticuadas capillas en las que se suelen hallar; y, al pensar en ellas, la imaginación se dispara con las asociaciones legendarias, las románticas ficciones, la caballerosa pompa y el boato con que la poesía ha bañado las guerras por el señorío sobre el Sepulcro de Cristo. Son reliquias de tiempos irremediablemente pasados, de seres cuya existencia se ha olvidado, de costumbres y modales con los que ya no tenemos ninguna afinidad. Son como objetos de alguna tierra extraña y distante de la que nada sabemos a ciencia cierta, y sobre la cual todas nuestras concepciones son vagas y aventuradas. Hay algo solemne y horrible en extremo en las efigies de las tumbas góticas, tendidas como en el sueño de la muerte o en la súplica de la hora postrera. Causan sobre mí una impresión mucho más fuerte que las posturas atléticas, los gestos exagerados y los grupos alegóricos que tanto abundan en los monumentos modernos. Me sorprende también lo mucho que superan las inscripciones de los antiguos sepulcros a las actuales. En otros tiempos se conocía la manera de decir las cosas con sencillez y al mismo tiempo con orgullo: no conozco ningún epitafio que proyecte mejor la valía de una familia y el honor de su linaje que uno de una familia de nobles que afirma que «todos los hermanos fueron valientes y todas las hermanas, virtuosas».
Mientras se camina bajo aquellas sombrías bóvedas y silenciosos pasillos, estudiando los registros de los muertos, el sonido de la bulliciosa existencia exterior alcanza solo muy ocasionalmente el oído —el traqueteo de los carruajes que pasan; el murmullo de la multitud o quizá alguna suave risa de placer—. Cuando esos ruidos se abren paso, el contraste con el reposo semejante a la muerte que lo envuelve todo es sorprendente. El oír cómo las oleadas de la vida cotidiana se apremian a romper contra los mismos muros de aquel sepulcro induce un ánimo extraño.
Continué de tumba en tumba y de capilla en capilla. El día se apagaba gradualmente; el sonido de pasos dentro de la abadía se hizo menos y menos frecuente; la campana llamaba con su voz dulce a las oraciones vespertinas y, a lo lejos, vi a los miembros del coro, vestidos con sus sobrepellizas blancas, cruzar la nave en dirección al coro. Me detuve frente a la entrada de la capilla de Enrique VII. Un tramo de escaleras conduce hasta ella, a través de un arco profundo y oscuro y, sin embargo, majestuoso. Las grandes puertas de bronce, rica y delicadamente talladas, giran pesadamente sobre sus bisagras, como si se negaran con orgullo a admitir los pies de los mortales comunes en el más precioso de los sepulcros.
Interior de la capilla de Enrique VII en la abadía de Westminster, según un grabado de 1879. En la capilla están enterrados, además del propio Enrique VII y otros monarcas ingleses, las reinas María I e Isabel I que, enfrentadas en vida, comparten reposo eterno a pocos metros una de otra. La capilla, de estilo gótico, cuenta con espectacular tracería en el techo.
Al entrar, la suntuosidad de la arquitectura abruma al ojo, que contempla anonadado la elaborada belleza de los detalles escultóricos. Las mismas paredes se han convertido todas ellas en ornamento, recubiertas de tracería y de nichos que albergan estatuas de santos y mártires. Pareciera que el cincel le hubiera robado con su arte a la piedra el peso y la densidad, haciéndola flotar en lo alto como por arte de magia, y que hubiera tallado la tracería del techo con el intrincado detalle y la etérea seguridad de una tela de araña.
En los lados de la capilla está la noble sillería de los caballeros de la orden del Baño, bellamente tallada en roble, aunque con todos los grotescos adornos de la arquitectura gótica. En el pináculo de cada una de las altas sillas están tallados los yelmos y divisas de los caballeros, con sus bufandas y espadas, y sobre ellos están suspendidas sus banderas con su escudo de armas estampado, cuyo esplendor color oro, púrpura y carmesí se contrapone al gris de la piedra de la tracería del techo. En medio de este gran mausoleo se erige el sepulcro de su fundador. Su estatua, junto con la de su reina, está tendida sobre una suntuosa tumba, toda ella rodeada de un exquisito e imponente enrejado.
Hay cierta tristeza en toda esta magnificencia, en esta extraña mezcla de tumbas y trofeos, en la presencia de estos emblemas de la ambición más viva y desbocada junto a mementos que muestran el polvo en que nos convertiremos y el olvido que a todos, más tarde o más temprano, nos aguarda. Nada impregna la mente de mayor sensación de soledad que caminar por un lugar silencioso y desierto otrora abarrotado y festivo. Al mirar la sillería vacante de caballeros y escuderos, y al posar la mirada en las filas de polvorientas pero hermosas banderas, mi imaginación creó una escena en la que aquella sala estaba iluminada por los más valientes y más bellos, refulgentes con el esplendor de su enjoyado rango militar, mientras la multitud los admiraba entre murmullos. Todo eso había desaparecido; el silencio de la muerte se había aposentado en el lugar, interrumpido solo por algún ocasional canto de varios pájaros que habían conseguido abrirse paso hasta el interior de la capilla y habían formado sus nidos entre sus frisos y sus pendones —signo inequívoco de abandono y soledad—. Cuando leo los nombres inscritos en las banderas veo que son de hombres que viajaron hasta los confines del mundo; algunos surcaron mares lejanos; otros guerrearon en tierras distantes; otros se mezclaron en las afanosas intrigas de las cortes y los gobiernos: todos buscaban conseguir una distinción más en esta mansión de vanos honores, la melancólica recompensa de un monumento.
Dos pequeños pasillos a ambos lados de esta capilla presentan una conmovedora prueba de la igualdad ante la muerte, que pone al opresor al mismo nivel que el oprimido y mezcla el polvo de los más enconados enemigos. En uno de los pasillos está el sepulcro de la orgullosa Isabel, en el otro el de su víctima, la adorable y desgraciada María. No hay hora del día en que no se pronuncie alguna frase de piedad por el destino de esta última, que se mezcla con la indignación hacia su opresora. Las paredes del sepulcro de Isabel resuenan continuamente con el eco de los suspiros de simpatía de los que visitan la tumba de su rival.
Una peculiar melancolía reina sobre el pasillo en el que está enterrada María. La luz pugna por atravesar los ventanales cubiertos de polvo. La mayor parte del lugar está envuelto en sombras y las paredes están manchadas y marcadas por el tiempo y el clima. Una figura en mármol de María está tendida sobre la tumba, alrededor de la