Guía literaria de Londres. Varios autores
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El sonido de los pasos había cesado en la abadía. Ahora solo oía, de forma esporádica, la voz lejana del sacerdote oficiando el servicio vespertino y las suaves respuestas del coro; estas cesaron por unos instantes y todo quedó en silencio. La quietud, la soledad y la oscuridad que me rodeaban conferían a la abadía un interés más profundo y solemne.
Pues en la tumba silenciosa no hay conversación
ni se oyen alegres los pasos de los amigos
ni las voces de los amantes
ni el consejo cuidadoso del padre. No se oye nada,
pues nada es sino olvido
polvo y una infinita tiniebla.
De repente las notas profundas del órgano estallaron sobre el oído, desgranándose cada vez con mayor y redoblada intensidad y desencadenando, por así decirlo, grandes nubes de sonido. ¡Qué bien concuerda su volumen y grandiosidad con este magnífico edificio! ¡Con qué pompa recorren sus grandes bóvedas y respiran su horrible armonía a través de estas catacumbas, haciendo hablar a los silenciosos sepulcros! Y ahora se elevan en triunfante aclamación, ascendiendo cada vez más en una torre de notas concordantes, amontonando sonidos sobre otros sonidos. Y en este instante se detienen, y las suaves voces del coro rompen en una melodía que es como una brisa suave que asciende gorjeando hasta el techo y parece sonar por estas grandiosas bóvedas como si fuera un viento venido del cielo. De nuevo el repique del órgano descarga su sobrecogedor trueno, comprimiendo el aire hasta volverlo música y desplegándolo sobre el alma. ¡Qué cadencias continuadas! ¡Qué solemnes y arrebatadores acordes! Se torna cada vez más denso y poderoso, llena la vasta pila y parece estremecer a los mismos muros, el oído se aturde, los sentidos se ven desbordados. ¡Y ahora está tocando con júbilo absoluto, elevándose desde la tierra hasta el cielo, y parece que el alma entra en rapto y flota hacia las alturas empujada por esa creciente marea de armonía!
Grabado de Wenceslav Hollar hacia 1650 que representa la antigua abadía de Westminster y los antiguos edificios del parlamento. Nótese la ausencia de las dos características torres cuadradas de la abadía, que se construirían entre 1722 y 1745.
Abadía de Westminster, pintada por Thomas H. Shepherd (1792-1864). Nótese al fondo que todavía aparecen los antiguos edificios del parlamento que fueron destruidos en un incendio en 1834.
Panorámica aérea actual que muestra la abadía, el palacio de Westminster reconstruido, que sigue albergando el Parlamento, el Támesis y la noria gigante llamada London Eye, construida en 1999 para celebrar la llegada del nuevo milenio.
Me quedé sentado durante un tiempo perdido en ese tipo de ensoñación que a veces inspira la música: las sombras del crepúsculo se alargaban a mi alrededor, las tumbas empezaron a parecer cada vez más lúgubres y el distante reloj dio fe de que el día se desvanecía lentamente.
Me levanté, dispuesto a salir de la abadía. Al descender el tramo de escaleras que llevaba a la nave principal atrajo mi atención la tumba de Eduardo el Confesor, así que ascendí la pequeña escalera que lleva hasta ella para desde allí contemplar aquel páramo de tumbas. El sepulcro está elevado sobre una especie de plataforma y cerca de él están los de varios reyes y reinas. Desde su eminencia, el ojo abarca desde pilares y trofeos funerarios hasta capillas y cámaras, abarrotadas de tumbas, en las que guerreros, prelados, cortesanos y estadistas yacen descomponiéndose en sus «lechos oscuros». Cerca de mí estaba el gran trono de coronación, toscamente tallado en roble, según el gusto bárbaro de una remota época gótica. La escena parecía casi artificial, como un escenario de teatro diseñado para producir el efecto deseado en el espectador. Aquí se encontraba el principio y el fin del poder y la pompa humanos; aquí, literalmente, solo había un paso del trono al sepulcro. ¿No se siente uno tentado de pensar que todos aquellos recuerdos se han reunido para que sirvan de lección a los grandes y poderosos, para mostrarles, incluso en el momento de exaltación más suprema, el olvido y deshonor al que llegarán? ¿Lo pronto que esa corona que ciñe sus sienes desaparecerá y tendrá que yacer entre el polvo y la desdicha de la tumba, y que caminen sobre él hasta los más viles de la multitud? Pues, aunque parezca extraño, ni la tumba es ya santuario seguro. En algunas naturalezas existe una levedad aberrante que les permite jugar con cosas que son terribles y sagradas; y hay mentes abyectas que se deleitan cobrando venganza en los difuntos ilustres el innoble homenaje y la servil docilidad que muestran ante los vivos. El ataúd de Eduardo el Confesor había sido abierto y sus restos desposeídos de sus ornamentos fúnebres; a la imperiosa Isabel le han robado su cetro y la efigie de Enrique V está descabezada. No hay una sola tumba real que no sea prueba de lo falso y pasajero que es el homenaje de la humanidad. Algunas han sido saqueadas, otras mutiladas; algunas cubiertas de obscenidades e insultos… ¡Todas han sido en mayor o menor grado deshonradas!
Los últimos rayos de sol penetraban tenuemente por las multicolores vidrieras de las altas bóvedas. La parte más baja de la abadía ya estaba envuelta en la oscuridad crepuscular. La luz se retiró poco a poco de las capillas y las naves. Las figuras de los reyes se sumergieron en las sombras y las estatuas de mármol de las tumbas asumieron formas extrañas en la dudosa luz; la brisa de la tarde corría por las naves como el frío aliento del ultramundo e incluso los lejanos pasos de un sacristán pasando por el Rincón de los Poetas tenían algo de extraño y amenazador. Rehíce lentamente mis pasos y, al salir por el portal del claustro, la puerta, que se cerró a mis espaldas con un sonido desgarrador, llenó de ecos el edificio entero.
La abadía de Westminster se salvó de la disolución y destrucción de los monasterios ordenada por Enrique VIII a pesar de ser la segunda más rica de Inglaterra, solo por detrás de la abadía de Glastonbury. El pedigrí literario de la abadía, no obstante, va mucho más allá de su célebre Rincón de los Poetas, donde descansan muchos de los grandes de las letras británicas, pues hasta el siglo xix fue el tercer centro universitario del país tras Oxford y Cambridge y en ella se tradujo el primer tercio de la Biblia del rey Jaime y la segunda mitad del Nuevo Testamento.
Una generación de catedrales
De Charing Cross a San Pablo
Justin McCarthy
Nacionalista irlandés, Justin McCarthy (1830-1912) fue historiador, novelista y miembro del parlamento del, entonces, Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. Desde 1860 residió en Londres, ciudad que conoció a fondo y sobre la que escribió a menudo.
¡Qué hábito tan natural es dotar de características de ser vivo o incluso humanas a algún objeto inanimado o estructura que a uno le resulta familiar y querido! No es sorprendente que en la época de las Dríadas la gente atribuyera vida, carácter y simpatías humanas a los árboles, fuentes y ríos que conocían y amaban desde hacía tiempo. Casi todos acabamos haciendo algo parecido con los edificios que conocemos desde niños y que, en cierto sentido, han pasado a formar parte de nuestra existencia. Yo siempre he atribuido a la catedral de San Pablo naturaleza y carácter humanos. No puedo explicar bien qué tempranas asociaciones y casualidades han hecho que San Pablo sea una influencia viva mucho mayor y más noble para mí que la abadía de Westminster, pero así es, y siento como si San Pablo