La conquista de la actualidad. Steven Johnson

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La  conquista de la actualidad - Steven  Johnson

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observando la maravillosa expansión azul congelada de su estanque en Massachusetts. Tudor había crecido admirando el mismo escenario. Como todo adinerado joven de Boston, su familia había disfrutado durante años del agua congelada del estanque de su finca en Rockwood –no solo por su estética, sino también por su perdurable capacidad de mantener las cosas frías–. Al igual que muchas familias pudientes de los climas norteños, los Tudor almacenaban bloques de hielo del lago congelado en una suerte de almacenes de hielo, unos cien kilos de cubos de hielo que se mantenían maravillosamente congelados hasta los meses de verano, donde comenzaba un nuevo ritual: cincelar los bloques para refrescar las bebidas, preparar helado o enfriar el baño durante una ola de calor.

      La idea de que un bloque de hielo sobreviva intacto durante meses sin el beneficio de la refrigeración artificial parece algo imposible de imaginar en la modernidad. Estamos acostumbrados al hielo preservado indefinidamente gracias a las tecnologías frigoríficas del mundo actual. Pero el hielo en estado salvaje es otro tema –más allá de los glaciares, asumimos que un bloque de hielo no puede sobrevivir más de una hora al calor estival, y mucho menos meses–. Pero Tudor sabía por experiencia personal que un bloque de hielo podía sobrevivir hasta el verano si se mantenía lejos del sol –o, por lo menos, hasta fines de la primavera en Nueva Inglaterra–. Y ese conocimiento plantó la semilla de una idea, un plan que le costaría su cordura, su fortuna y su libertad, antes de convertirlo en un hombre inmensamente rico.

      A los diecisiete años, el padre de Tudor lo envió a un viaje por el Caribe, para que acompañara a su hermano mayor John, quien sufría de un problema en la rodilla que lo había dejado inválido. Se creía que los climas más cálidos podían mejorar la salud de John, pero en verdad tuvieron un efecto opuesto: al llegar a La Habana, los hermanos Tudor se vieron apabullados por el clima húmedo. Pronto partieron rumbo al norte, con escalas en Savannah y Charleston, pero el calor del verano no los dejaba en paz y John pronto contrajo una enfermedad (que probablemente fuera tuberculosis). Murió seis meses más tarde, a la edad de veinte años.

      Como intervención médica, la aventura en el Caribe de los hermanos Tudor fue un completo desastre. Pero mientras sufría la inevitable humedad de los trópicos en la vestimenta de gala del siglo xix, un caballero le sugirió al joven Frederic Tudor una idea radical –y hasta algo ridícula–: si pudiera transportar hielo de alguna manera del norte hacia las Indias Occidentales, habría un inmenso mercado de comercialización. La historia del mercado global ha demostrado claramente que podían amasarse grandes fortunas transportando un bien ubicuo en un ambiente hacia otro lugar donde este era escaso. Para el joven Tudor, el hielo parecía encajar perfectamente en esta ecuación: casi sin valor en Boston, sería invaluable en La Habana.

      Frederic Tudor.

      • • •

      El mercado del hielo no era más que una corazonada, pero por algún motivo Tudor la mantuvo en su mente no solo durante el luto que siguió a la muerte de su hermano, sino también durante sus años sin rumbo como un joven privilegiado en la sociedad de Boston. En algún momento de este período, dos años después de la muerte de su hermano, compartió su disparatado plan con su hermano William y su futuro cuñado, el aún más acaudalado Robert Gardiner. Unos meses después de la boda de su hermana, Tudor comenzó a tomar notas en un diario. Como portada, dibujó un boceto del edificio de Rockwood que durante años le había permitido a su familia escapar al calor del sol estival. Lo llamó “Ice House Diary” (del inglés, “El diario del almacén de hielo”). La primera entrada decía lo siguiente: “Plan etc., para transportar hielo a los climas tropicales. Boston, 1 de agosto de 1805. En el día de hoy, William y yo decidimos reunir todas nuestras pertenencias y embarcarnos en el proyecto de llevar hielo a las Indias Occidentales el próximo invierno”.

      La entrada era típica del comportamiento de Tudor: enérgico, confiado, casi cómicamente ambicioso (aparentemente, su hermano William estaba menos convencido de lo promisorio de este plan). La confianza de Tudor en este emprendimiento derivaba del valor que el hielo tendría al llegar a los trópicos: “En un país donde en algunas estaciones del año el calor es prácticamente insoportable –escribió en una entrada posterior– y donde a veces el agua, la necesidad básica de la vida, solo puede consumirse en estado tibio, el hielo debe considerarse como un bien superior a muchos otros lujos”. El mercado del hielo estaba destinado a dotar a los hermanos Tudor de fortunas mucho más grandes de las que alguien podría imaginar. Sin embargo, parece haberle prestado menos atención a los desafíos propios del transporte del hielo. En concordancia con el período, los Tudor confiaban en las historias –seguramente apócrifas– de que se había enviado un cargamento de helado casi intacto desde Inglaterra hasta Trinidad como evidencia prima facie de que su plan debería funcionar. Al leer el “Ice House Diary”, podemos escuchar la voz de un hombre enceguecido por su propia convicción, negado a escuchar cualquier tipo de duda o argumentos en su contra.

      Sin importar cuán engañado pueda haber estado Frederic, tenía algo a su favor: contaba con los medios para poner su plan en marcha. Tenía el dinero suficiente como para contratar un barco y un suministro interminable de hielo, fabricado por la Madre Naturaleza cada invierno. De esta forma, en noviembre de 1805, Tudor envió a su hermano y a su primo a Martinica como equipo de avanzada, con instrucciones para negociar los derechos exclusivos del hielo, que enviarían muchos meses más tarde. Mientras esperaba novedades de sus enviados, Tudor compró un bergantín llamado Favorite por $4.750 y comenzó a preparar el hielo para la travesía. En febrero, Tudor partió del puerto de Boston hacia las Indias Occidentales, con el Favorite cargado de hielo de Rockwood. El plan de Tudor era lo bastante atrevido como para atraer la atención de la prensa, aunque el tono utilizado dejaba algo que desear. “No es ninguna broma –decía el Boston Gazette–, un navío cargado con 80 toneladas de hielo ha partido desde este puerto hacia Martinica. Esperamos que no resulte ser otra especulación sin fundamentos”.

      La burla del Gazette terminaría siendo bien fundada, aunque no por los motivos que uno hubiera esperado. A pesar de varias demoras relacionadas con el clima, el hielo sobrevivió bastante bien la travesía. El problema resultó ser algo que Tudor nunca había contemplado. Los residentes de Martinica no tenían ningún interés en este exótico bien congelado. Simplemente no sabían qué hacer con él.

      En el mundo moderno, tomamos por sentado que durante un día cualquiera nos veremos expuestos a distintas temperaturas. Disfrutamos de nuestro café caliente por la mañana y del helado como postre en la cena. Los que vivimos en climas con veranos cálidos, esperamos un constante ir y venir entre las oficinas con aire acondicionado y la humedad brutal al aire libre; en aquellos sitios donde predomina el invierno, nos abrigamos y nos aventuramos hacia las heladas calles, para luego subir el termostato cuando regresamos al hogar. Pero la gran mayoría de los hombres que vivían en climas ecuatoriales en el siglo xix nunca habían experimentado algo frío. La idea del agua helada debería sonar tan fantasiosa para los residentes de Martinica como el iPhone.

      Las misteriosas y casi mágicas propiedades del hielo aparecerían más tarde en una de las más maravillosas líneas de apertura de la literatura del siglo xx en la obra de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Buendía recuerda una serie de carpas que instalaba un grupo de gitanos desarrapados, donde en cada una podía apreciarse una extraordinaria nueva tecnología. Los gitanos solían exhibir lingotes magnéticos, telescopios y microscopios, pero ninguno de estos logros de la ingeniería impresionaba tanto a los residentes del imaginario pueblo de Macondo, en América del Sur, como un simple bloque de hielo.

      No obstante, en ocasiones, la mera novedad de un objeto puede hacer que sea difícil discernir su utilidad. Este fue el primer error de Tudor. Había imaginado que la novedad del hielo sería un punto a su favor y que los bloques

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