El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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querés ser senador y votar contra los derechos de miles de personas como vos, escondiendo quién sos, merecés que te saquen del armario. Porque si bien un hombre rico y poderoso también sufre la homofobia –el senador estaba en el armario por eso–, su posición de privilegio lo coloca en un lugar más confortable que el de aquellos a quienes les está negando la protección del Estado. Del mismo modo, si sos obispo y subes al púlpito a decir que la homosexualidad es un pecado abominable, pero te acostás con taxi boys, jodete si terminas en YouTube. Si te gusta fumarte un porro en tu tranquila burbuja de persona blanca y rica a la que nunca va a parar la policía, pero después hacés discursos contra la legalización de la marihuana, no podés hablar de tu derecho a la intimidad si te sacan una foto fumando y la ponen en Facebook. A vos no te van a meter preso ni vas a ser víctima del gatillo fácil por un porro, pero a miles de chicos pobres sí les pasa, por tu culpa.

      La gente a la que –para mantener tu espacio de poder– insultás y le sacás derechos tiene derecho a defenderse. Lo que le hizo el joven Dustin Smith al senador Boehning, en el fondo, fue eso: legítima defensa.

      Yo hubiese hecho lo mismo.

      –¿Sos gay? –le preguntó Jorge Lanata a Julio Bocca, poco después del cambio de milenio, en el programa nocturno de entrevistas La Luna.

      El bailarín dudó unos instantes y finalmente dijo:

      –Todavía no. Soy las dos cosas.

      –¿Sos bisexual? –insistió Lanata.

      –Sí.

      Quizá sin querer, con esas palabras, Bocca hizo mucho más que una declaración sobre sí mismo. “Todavía no” puede ser una forma de hablar de una indefinición, un tránsito, un lugar al que finalmente se llega. Muchos héteros y muchos gays piensan que la bisexualidad es eso: más que una orientación o una identidad con derecho propio en el universo de la sexualidad, una fase, un período de experimentación, un todavía. En el caso de las mujeres, ser bi es visto como sinónimo de promiscuidad, de “chica fiestera” que siempre estará disponible para un ménage à trois con cualquier pareja hétero que quiera experimentar, como si ser bisexual fuera sinónimo de querer siempre las dos cosas al mismo tiempo.

      Cuando la ley de matrimonio igualitario se debatía en el Senado argentino, aquella senadora del Opus Dei que lloró al final preguntaba, enorgulleciéndose de su ignorancia, si en el caso de los bisexuales, se les permitiría ser bígamos, casándose con un hombre y una mujer. Como si el tipo hétero al que le gustan las rubias y las morochas precisara ser bígamo para ser feliz.

      En el caso de los varones, la dificultad para entender de qué se trata es mayor que en el de las mujeres: los bi son vistos como gays que no lo asumen, reprimidos, en duda, cobardes.

      Al final, tendrán que decidirse.

      No digo que eso no exista en algunos casos, pero no se trata, en esos casos, de bisexuales. Muchos gays, cuando comienzan a descubrirse, prefieren decirse “bi” para preservar algo de lo que los demás esperan de ellos, o inclusive ellos mismos, porque la homosexualidad masculina toca una fibra sensible de nuestra cultura machista: la creencia de que ser gay es dejar de ser hombre. Después de un tiempo en el purgatorio, algunos se asumen como gays. Y están los que, a pesar de tener relaciones sexuales con hombres con frecuencia, no se reconocen ni siquiera bi. Eu sou homem, mas também curto uma parada entre machos, dicen en Brasil; la afirmación “soy hombre” parece querer decir “soy hétero aunque coja con tipos”. Para algunos, ser sólo activo es una protección de su masculinidad, una forma de permitirse el sexo con hombres sin dejar de ser hétero: en busca de experiencias, casados de trampa, borrachos en el túnel de Amerika, liberales pero no putos.

      “Para mí, en mi ciudad hay muchos bisexuales. Yo diría que son la mayoría de la población masculina”, me dijo un amigo, Cristian, hace unos años. En su barrio del conurbano bonaerense, lejos de las discos gay de Palermo y de la esquina de Santa Fe y Pueyrredón, los chongos dejaban a su chica en casa y salían en busca de una compañía que les hiciera lo que ella no hacía. “Algunos vienen con la excusa de que la novia no se la chupa, pero una vez acá, se acuestan conmigo, se desnudan, me besan en la boca, me acarician la pija. Alguno me pidió que lo penetrara. En esos momentos, en las noches frías de invierno, se olvidan de que son heterosexuales”, decía Cristian.

      –¿Y al otro día, cuando te los cruzás por el barrio?

      –De día, cuando la carroza se vuelve a transformar en calabaza, puede ser que pasen al lado tuyo y ni te miren. Hay uno que me saluda, con discreción, aunque esté con la familia o los amigos. Si está solo, quizá se queda a conversar un rato.

      En las páginas de contactos para hombres que buscan hombres y en las aplicaciones para celulares como Grindr, Hornet y otras similares, la palabra “casado” debe ser una de las que más se repite como parte del apodo de muchos usuarios, junto con otras como “sigilo”, “brother”, “con novia”. En todo caso, “casado” parece ser una identidad y un objeto de deseo –los videos de straight boys seducidos por homosexuales son un lugar común del porno gay–, aunque no todos los casados lo aclaran y alguno que dice serlo puede mentir, porque esas son las reglas del mundo virtual, donde nadie es quien dice ser. Otro lugar que frecuentan los tipos con esposa o novia son los saunas gay, los cines porno y los dark rooms de discos gay o “hétero friendly”, donde pueden tener sexo rápido y sin compromiso ni visibilidad.

      Si hay un territorio porteño que pone en duda los límites de las identidades sexuales, ese lugar es Amerika, la disco gay más grande y conocida de Buenos Aires. Lejos de ser un gueto homosexual, reúne cada fin de semana a unos y otros. Hay chicos buscando chicas, chicos buscando chicos, chicas buscando chicas o chicos, chicos buscando chicas trans, y algunos que, cuando ya buscaron y no encontraron, poco les importa qué. “La diferencia entre un paqui [heterosexual] y un puto, en Amerika, son dos botellas de cerveza”, dice Nicolás. En el túnel, un espacio oscuro donde los límites se aflojan y todos hacen o miran a los que hacen, algunos chicos entran buscando chicas, no encuentran y, una vez que están ahí, cualquier cariño es bienvenido.

      – “No te confundas, que a mí me gustan las mujeres”, me dijo un chongo una vez, con cara de “si te acercás, te rompo los dientes”. Le contesté con buena onda, hablamos, se dio cuenta de que no iba a violarlo y, como tratando de explicarme, me dijo: “Aunque tuviera muchas ganas de coger, no se me pararía con un tipo”. Entonces le hice una apuesta. Gané y terminamos pasándola muy bien –cuenta Nicolás.

      Los chongos, en Amerika, como los vecinos de Cristian, no se consideran bisexuales. Dicen que son “machos” y les gustan las chicas, pero a veces cruzan la frontera, a veces más de lo que imaginaban. “La diferencia entre un chongo activo y uno pasivo es otra botella de cerveza”, insiste Nicolás. El alcohol siempre podrá ser la excusa cuando salga el sol.

      Esos casos, sin embargo, acaban muchas veces dando lugar a generalizaciones equivocadas. “El bisexual clásico es el hombre casado o con novia que tiene prácticas sexuales con otros tipos, a veces con taxis o inclusive con otros hombres casados. No se siente gay, ni siquiera bisexual. Dice que es hétero, pero que lo calientan los hombres. También está el fenómeno swinger, donde algunos, en el intercambio con otra pareja, comparten todo”, me respondió hace unos años el sexólogo Adrián Sapetti. Pero esa definición, aunque hable de algo que realmente existe, toma un fenómeno presente en la sexualidad masculina y lo transforma en regla para entender casos muy diferentes. También están los que dicen que, en el fondo, “todos somos bisexuales”, otra generalización absurda: muchos hombres y muchas mujeres que jamás sintieron atracción sexual por personas del mismo sexo (o por personas del sexo opuesto) saben que eso tampoco es verdad. De un lado o del

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