Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville

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Buscando a Jake y otros relatos - China Miéville

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muy graciosos, trepando por el laberinto, profundamente concentrados. Riendo sin parar. A veces se hacen llorar entre ellos, desde luego, pero lo normal es que paren en cuestión de segundos. Eso es algo que siempre me descoloca: están berreando, y de pronto se distraen y echan a correr la mar de felices.

      A veces juegan en grupo, pero da la impresión de que siempre hay uno que está solo. Feliz y contento, arrojando bolas sobre las bolas, dejándolas caer por los huecos del laberinto, sumergiéndose en ellas como un pato. Feliz, pero jugando solo.

      Sandra dejó el trabajo. Habían transcurrido ya casi dos semanas desde aquella bronca, pero continuaba afectada. No me lo podía creer. Le saqué a colación el asunto y noté cómo se le volvían a humedecer los ojos. Estaba tratando de decirle que el hombre se había pasado de la raya, que no había sido culpa de ella, pero no me escuchaba.

      —No es por él —dijo Sandra—. No lo entiendes. Ya no puedo estar ahí dentro.

      Sentí pena por ella, pero su reacción era exagerada. Totalmente desproporcionada. Me contó que desde el día en que el chiquillo se había llevado aquel disgusto ella estaba en continua tensión en el parque de bolas. Se pasaba todo el tiempo tratando de vigilar a todos los niños a un mismo tiempo. Estaba obsesionada con contarlos una y otra vez.

      —Siempre parece como si hubiese demasiados —continuó—. Los cuento y hay seis, y los vuelvo a contar y hay seis, pero siempre parece haber demasiados.

      A lo mejor podía haber pedido quedarse y trabajar solo en la sala principal de la guardería, encargándose de las etiquetas con los nombres, de controlar los niños que entraban y salían, de cambiar las cintas de vídeo; pero ni siquiera quería hacer eso. A los críos les encantaba ese parque de bolas. No paraban de hablar de él, me dijo. Habrían estado dándole la lata todo el tiempo pidiendo poder entrar.

      Son chiquillos, y a veces se produce algún accidente. Cuando eso ocurre, alguien tiene que retirar con una pala todas las bolas para limpiar el suelo, y luego sumergirlas en agua con un poco de lejía.

      En ese aspecto llevábamos una mala racha. Casi cada día, un niño u otro parecía hacerse pis encima, y continuamente nos tocaba vaciar el recinto para limpiar los charquitos.

      —He tenido a todos los dichosos críos jugando conmigo, hasta el último segundo, solo para asegurarme de que no fuésemos a tener problemas —me contó uno de los monitores—. Pero después de que se marcharan… se notaba el olor. Justo al lado de la casita de las narices, donde juraría que ninguno de esos cabroncetes ha estado.

      Se llamaba Matthew. Dejó el trabajo un mes después de Sandra. Yo estaba pasmado. Me refiero a que eran de esas personas a las que se les nota que los niños les encantan. Incluso aunque les toque limpiar vómitos, babas y demás. Su trabajo era muy duro, como demostraba su marcha. Cuando se fue, a Matthew se lo veía enfermo de verdad, con el rostro macilento.

      Le pregunté qué pasaba, pero no me supo decir. No estoy seguro de que él lo supiese siquiera.

      Tienes que estar vigilando a los niños de continuo. Yo sería incapaz de encargarme de ese trabajo. No aguantaría el estrés. Los niños son muy revoltosos, y son tan pequeños… Estaría aterrorizado todo el tiempo, temiendo perderlos, temiendo hacerles daño.

      Tras todo esto, el clima reinante en la zona infantil no era bueno. Habíamos perdido dos empleados. Ni que decir tiene que la rotación de personal en el resto del establecimiento es vertiginosa, pero en el servicio de guardería la situación acostumbra a ser algo mejor. Tienes que estar cualificado para trabajar ahí, parque de bolas incluido. Reinaba la sensación de que esos dos abandonos eran una mala señal.

      Yo era consciente de que deseaba cuidar a los niños que estaban en la tienda. Cuando hacía mis rondas me parecía que estaban por todas partes. Tenía la sensación de que debía estar preparado para intervenir y salvarlos en cualquier momento. Dondequiera que mirase veía chiquillos, tan felices como de costumbre, retozando por las habitaciones de mentira y saltando en las literas, o sentados en pupitres equipados a la perfección. Pero ahora el rostro se me crispaba al verlos corretear a mi alrededor; y todo nuestro mobiliario, que cumple o incluso supera los estándares internacionales de seguridad más exigentes, parecía estar al acecho a la espera de una ocasión en la que hacerles daño. Veía cabezas heridas en las esquinas de todas las mesitas de café y quemaduras en todas las lámparas.

      Empecé a pasar por el parque de bolas más de lo habitual. En el interior siempre había algún muchacho o muchacha con pinta de agobiado tratando de agrupar a los niños, que corrían por entre una marea de plástico brillante que rebotaba de aquí para allá con ruido sordo cuando se lanzaban al interior de la casita o cuando amontonaban bolas sobre el tejado. Los chiquillos solían girar sobre sí mismos hasta marearse, entre risas.

      No les sentaba bien. Disfrutaban de lo lindo cuando estaban dentro, pero salían de lo más exhaustos, malhumorados y llorosos. Y empezaban con esos gimoteos típicos de los críos. Se aferraban al jersey de sus padres, sollozando, cuando llegaba la hora de marcharse. No querían separarse de sus amigos.

      Algunos niños volvían semana tras semana. A mí me daba la impresión de que a los padres ya no les quedaba nada por comprar. Al cabo de un rato hacían una adquisición simbólica, como por ejemplo un paquete de velitas, y se quedaban sentados en la cafetería, tomándose un té y contemplando por la ventana los grises pasos elevados, mientras sus hijos recibían su dosis de parque de bolas. Estas visitas no parecían ser demasiado felices.

      Nosotros nos contagiamos de ese estado de ánimo. El ambiente en la tienda no era bueno. Había quien opinaba que el parque de bolas daba demasiados problemas y debía cerrarse. Sin embargo, la dirección dejó bien claro que eso no iba a suceder.

      No hay quien se libre de los turnos de noche.

      Aquella noche éramos tres, y cada uno nos hicimos cargo de una zona distinta. Periódicamente, cada cual se daba una vuelta por su territorio y, en el entretanto, nos sentábamos juntos en la cafetería a oscuras o en la sala de personal, y charlábamos y jugábamos a las cartas, mientras la tele sin volumen resplandecía ofreciendo todo tipo de basura.

      Mi ruta me llevó al exterior, por el estacionamiento delantero, recorriendo arriba y abajo el asfalto con mi linterna, con la gigantesca tienda a mi espalda, rodeada por arbustos negros y susurrantes y, al otro lado de las barreras, las carreteras, y los coches nocturnos alejándose de mí.

      Y me llevó hasta el interior de nuevo, a través de dormitorios, pasando junto a marcos de madera y paredes de pega. La iluminación era tenue, con luces a media potencia en todas esas salas inmensas llenas de lavabos sin tuberías y camas en las que jamás había dormido nadie. Si me quedaba inmóvil no había nada, ni movimiento ni ruido.

      En una ocasión me puse de acuerdo con los otros guardas del turno y traje a mi novia a la tienda. Deambulamos de la mano siguiendo la luz de una linterna por todas esas habitaciones de mentira semejantes a decorados. Jugamos a casitas como niños, interpretando pequeños momentos del día: ella saliendo de la ducha y envolviéndose en la toalla que yo le ofrecía, el reparto del periódico en la barra para desayunar de la cocina… Luego buscamos la cama más grande y cara, con un colchón especial cuyo corte transversal se podía ver a su lado.

      Al cabo de un rato, ella me pidió parar. Le pregunté qué pasaba, pero parecía enfadada y no quiso decírmelo. La acompañé hasta el exterior abriendo las puertas con mi tarjeta magnética, hasta su coche, que estaba solo en el aparcamiento, y la contemplé alejarse conduciendo. Para salir de la tienda hay un sistema de largas rampas y rotondas de sentido único que ella siguió aunque no hubiese hecho falta, así que tardó un buen

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