Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville

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Buscando a Jake y otros relatos - China Miéville

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no las construyeron bien, y sí, vais a tener humedad, pero no hay motivos de alarma. Ningún problema. Los muros son sólidos».

      Le da una palmada a la columna que tiene a su lado y siente que vibra hasta el agua que hay debajo de ella, a través del panal de su base erosionada, hacia el cimiento donde los hombres muertos murmuran.

      En la pesadilla, se arrodilla delante de un muro de carne desgarrada. Ahora le llega hasta el pecho. El cimiento está creciendo. No es nada sin una pared, un templo.

      Se despierta llorando y trastabilla hacia el sótano. El cimiento le susurra y ahora está por encima del nivel del suelo; se extiende hasta el interior de las paredes.

      Al hombre le quedan semanas de espera por delante. El cimiento crece. Es lento, pero crece. Crece hacia arriba y se mete en las paredes, también abajo, expandiéndose hacia el interior de la tierra, expandiendo su base, apuntalándose más y más.

      Tres meses después de que visitara el edificio de muchos pisos, lo ve en las noticias locales. Parece una persona que ha sufrido una apoplejía; tiene un lado flácido, trémulo. Su esquina sur se ha hundido y ha quedado aprisionada sobre sí misma, abriendo sus carnes y mostrando medias habitaciones desoladas que se tambalean al filo del aire. Sacan a hombres y mujeres en camillas.

      Flotan figuras por la pantalla. Muchos muertos. Seis son niños. El hombre sube el volumen para sofocar los susurros del cimiento. Rompe a llorar y el llanto se convierte en sollozo. Se abraza, canturrea su tristeza; se sostiene la cara con las manos.

      «Esto es lo que queríais», dice. «Hemos saldado las cuentas. Por favor, dejadme en paz. Ya está hecho».

      Se tumba en el sótano y llora sobre la tierra, el cimiento está debajo de él alzando la mirada desde sus azarosas poses de gárgola. Le cae polvo de sus ojos muertos al parpadear y observa. Esa mirada le quema.

      «Tenéis algo de comer», susurra. «Dios, por favor. Ya está hecho, está hecho. Dejadme en paz. Ya tenéis qué comer. He pagado. Os he dado algo»

      En el sueño de niebla tóxica, sigue caminando y oye las llamadas de estática de camaradas solos y perdidos. El cimiento se extiende a través de dunas aplanadas. El cimiento susurra con su voz estrangulada como lo ha hecho desde aquel primer día.

      Él ayudó a construir el cimiento. Hace mucho tiempo. Entre dos países extranjeros, donde reinaba el caos en las fronteras. Había hecho lo que debía hacerse. Primero de Infantería (mecanizada). En los últimos días de febrero, hace diez años. Sus oponentes llamados a filas, agazapados en las trincheras en el desierto, con su instrumental sobresaliendo por las alambradas, marchaban disparando.

      Llegaron un hombre y su brigada. Apisonaron enérgicamente los componentes, mezclaron el cemento durante media hora de embestidas, los obuses y los cohetes mezclaron gravilla y lo que pudieran apilar en las zanjas de hombres sepultados, como si fueran mortero y masilla, apelmazándolo todo hasta convertirlo en una base roja y densa. Los tanques llegaron desplazándose como si fueran de juguete, los soportes de las armas rotando en silencio. Hicieron su trabajo por otros medios. Las palas montadas en su parte delantera trazaban líneas cavando en la tierra. Con rutinaria eficiencia, desviaban la arena caliente a las trincheras, echándola sobre el contenido, el mantillo y la sopa revuelta, y los hombres que corrían y trataban de disparar, o de rendirse, o gritar hasta que el polvo del desierto les entraba a borbotones, los revestía y hacía su trabajo, se encauzaba hacia ellos de modo que se sofocaban los sonidos y ellos se revolvían, después se ralentizaban y se paralizaban, los apiñaban a miles junto a sus amigos y los trozos de sus amigos, en sus agujeros y en miles de líneas excavadas.

      Detrás de los tanques con sus accesorios de tractor, los M2 Bradley cubrían las líneas de arena recién apilada donde unas protrusiones mostraban la construcción sin terminar, con brazos y piernas de hombres abajo, algunos aún retorciéndose como insectos. Los Bradley disparaban con sus armas de calibre 7.62 mm, asegurándose de compactar bien todo el material de la parte superior, de meter cualquier cosa que pudiera salirse, de que quedase bien aplanado.

      Y entonces él llegó por detrás, con las EBC. Excavadoras blindadas de combate, niveladoras sobre cuya piel picoteaban los últimos disparos de las armas ligeras. Había terminado el trabajo. Había alisado todo con la pala. Todo el detrito desorganizado del trabajo de construcción, los palos y los trozos de madera, los rifles obstruidos por la arena como palos, los brazos y las piernas, las cabezas acribilladas de arena que habían dado vueltas despacio con el movimiento de la arena y que ahora sobresalían. Había aplanado todas las protuberancias del suelo, aplisonándolos junto a la arena y aplanando más arena que los atravesaba y los dejaba en su sitio.

      El veinticinco de febrero de 1991, había ayudado a construir el cimiento. Y al mirar hacia los acres extendidos y nivelados, el desierto impecable, limpio a esas horas, había oído aquellos espantosos sonidos. De forma súbita, con espanto, había visto a través de la arena y la tierra caliente, roja y compacta, en sus ordenadas trincheras que formaban ángulos como paredes, se intersecaban y se distribuían y se extendían durante kilómetros, como los planos no de una casa ni de un palacio, sino de una ciudad. Había visto a los hombres convertidos en argamasa, y cómo ellos lo miraban.

      El cimiento se extendía por debajo de todo. Le hablaba. No guardaría silencio. Ni en su sueño ni fuera.

      Pensaba que lo dejaría atrás, en el desierto, en aquella zona anormalmente llana. Pensó que los susurros se disiparían a lo largo de los miles de kilómetros. Había vuelto a casa. Y entonces el sueño empezó. El purgatorio de fuegos de los pozos petroleros, de cielo ensangrentado y dunas, donde sus camaradas muertos estaban perdidos, asalvajados a causa de la soledad. Los otros, el cimiento, los demás muertos, eran miles. Eran infinitos.

      —mañana de bondad, le susurraban en sus achicharradas voces muertas. Mañana de luz

      —alabado sea dios

      —así nos hiciste

      —tenemos calor y estamos solos. tenemos hambre. solo comemos arena. estamos llenos de ella. llenos pero hambrientos. solo comemos arena

      Los había oído cada noche y trató de olvidarlo, trató de olvidar lo que había visto. Pero cavó un poco en su patio para levantar un cimiento para su casa, y encontró a uno esperando. Su mujer lo había oído gritar, corrió y lo vio escarbar en el agujero, manchándose los dedos de sangre para salir de él. Cava lo bastante hondo, le dijo a ella después, aunque ella no lo entendió, ya está ahí.

      Un año después de haberlo construido y haberlo visto, había llegado hasta el cimiento de nuevo. La ciudad, a su alrededor, estaba construida sobre ese muro de los muertos. Trincheras llenas de huesos se extendían debajo del mar y unían su hogar con el desierto.

      Haría cualquier cosa para no oírlos. Rogó a los muertos, les sostuvo la mirada. Rezó por tener su silencio. Ellos esperaron. Pensó en el peso que soportaban, escuchó su hambre, al final resolvió lo que debían querer.

      «Aquí tenéis algo», grita, y llora de nuevo, después de años de búsqueda. Imagina las familias en el apartamento cayendo para descansar con el cimiento. «Aquí tenéis algo; ya puede acabar. Dejadlo ya. No, dejadme en paz».

      Duerme allá donde cae, en el suelo del sótano, recorrido por arañas. Va hacia el desierto onírico. Camina por su arena. Oye el aullido de los soldados perdidos. El cimiento se alza a lo largo de incontables metros, kilómetros. Se ha convertido en una torre en el cielo carbonizado. Está hecha del mismo material, de muertos, que solo mueven bocas y ojos. Escupen nubecitas de arena cuando hablan. Está de pie en la sombra de la torre que le hicieron construir, sus paredes son jirones caqui,

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