Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville
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No quiero comprar nada, dije. Estoy buscando a alguien. Te describí.
Mira a tu alrededor, tío, dijo. Vacío de la hostia. ¿Qué quieres de mí? No he visto ni a tu amigo ni a nadie.
Me puse histérico al momento. Me tragué el deseo de correr hacia todas las esquinas de la tienda y tirar pilas de libros, gritando tu nombre, para ver dónde te escondías. Mientras forcejeaba con las palabras, el viejo sintió alguna clase de desdeñosa compasión por mí y suspiró.
Un tipo parecido al que me has descrito se ha pasado el día entrando y saliendo de aquí. La última vez hace un par de horas. Si vuelve otra vez se puede ir a tomar por culo, está cerrado.
¿Cómo relatas lo increíble? Parece raro lo que nos resulta increíble.
Había aprendido, muy rápido, que las reglas de la ciudad habían implosionado, que la lógica se había desmoronado, que Londres era una cosa rota y ensangrentada. Acepté aquello con torpor, tan solo estaba un poco asombrado. Pero casi vomito por la incredulidad y el alivio que sentí al salir de aquella tienda y ver que esperabas fuera.
Estabas debajo del alero del quiosco, medio en sombras, una silueta inconfundible.
Si lo pienso un momento me parece todo tan prosaico, tan obvio, el que me estuvieses esperando allí. Cuando te vi, en cambio, fue como un milagro.
¿Temblaste de alivio al verme?
¿Podías creer lo que veías?
Es difícil recordar eso, ahora mismo, cuando estoy aquí en la azotea rodeado por esas cosas hambrientas que aletean y no se pueden ver, sin ti.
Nos encontramos en la oscuridad que se derramaba por la parte delantera de la fachada del edificio. Te abracé con fuerza.
Tío… dije.
¡Eh!, respondiste.
Nos quedamos ahí de pie como idiotas, en silencio durante un rato.
¿Entiendes lo que ha pasado?, pregunté.
Negaste con la cabeza, te encogiste de hombros y moviste los brazos confusamente para abarcar todo cuanto nos rodeaba.
No quiero irme a casa, dijiste. Sentí cómo se iba. Estaba en la tienda y estaba mirando este librito extraño y sentí algo enorme… esfumarse sin más.
Estaba dormido en un tren. Me desperté y lo vi así.
¿Y ahora qué?
Pensé que tú sabrías decírmelo. ¿No os dieron… libros de normas o algo? Pensé que se me castigaba por estar dormido, que por eso no me enteraba de nada.
No, tío. Ya sabes, un huevo de gente ha desaparecido, así sin más. Te lo juro. Cuando estaba en la tienda había mirado hacia arriba justo antes de… Y había otras cuatro personas más allí. Y entonces, justo después, miré y estábamos solo ese otro tío, el dependiente, y yo.
El sonrisas, dije. El alegre.
Sí.
Nos quedamos en silencio de nuevo.
Así es como termina el mundo, dijiste.
No con una explosión, proseguí, sino con un…
Pensamos.
¿Con una prolongada exhalación?, sugeriste.
Te conté que estaba caminando a casa, hacia Kilburn, justo al otro lado de la ciudad. Ven conmigo, dije. Quédate en mi casa.
Se te veía indeciso.
Estúpido, estúpido, estúpido, estoy seguro de que fue culpa mía. La vieja discusión de siempre, esa de que no venías a verme mucho, que no te quedabas más tiempo, traducida al nuevo idioma del mundo. Antes de la caída habrías hecho sonidos desesperados aduciendo tener que ir a otra parte, insinuar enigmáticamente compromisos que no podías explicar, y te irías. Pero en este tiempo nuevo aquellas excusas se volvieron absurdas. Y la energía que le dedicabas a las evasivas estaba canalizada en otra parte, en la ciudad, que estaba hambrienta como un recién nacido, que te absorbía la ansiedad, que asimilaba tus incipientes deseos y los satisfacía.
Al menos vente conmigo hasta Kilburn, dije. Podemos preparar lo que sea que vayamos a hacer cuando estemos allí.
Sí, claro, tío, solo quiero…
No logré descifrar eso que querías hacer.
Estabas distraído, no dejabas de mirar por encima de mi hombro hacia algo, y yo me apresuraba a mirar mi alrededor para ver qué es lo que te estaba intrigando. Había una sensación de interrupciones, aunque la noche estaba en silencio como siempre, y yo no paraba de mirar hacia atrás para verte, y tiré de ti para que vinieras conmigo y decías «claro tío claro, solo un segundo, quiero ver algo», y empezaste a cruzar la calle con los ojos fijos en algo que no estaba en mi campo de visión, y me estaba enfadando y te me soltaste porque oí un sonido encima de la cresta del puente del ferrocarril, uno que venía del este. Oía sonidos de cascos de caballo.
Tenía el brazo estirado, todavía, pero ya no te estaba tocando, y giré la cabeza en dirección al sonido, con la mirada fija en la cúspide de la colina. El tiempo se elongó. La oscuridad de justo encima de la acera se partió por una endiablada astilla que crecía y crecía a la vez que algo largo, fino y afilado aparecía sobre la colina. Rajó la noche en un ángulo agudo. Lo agarraba con fuerza un puño cerrado y enguantado que surgió de debajo. Era una espada, un espléndido sable ceremonial. La espada vino con un hombre tras de sí, uno con un extraño casco, con una larga pica plateada que le adornaba la cabeza y una pluma blanca ondeando tras su estela.
Cabalgaba en frenético galope, pero no sentí ningún apremio cuando irrumpió ante mi vista, y dispuse de todo el tiempo necesario para verlo, para estudiar sus ropas, su arma, su rostro, para reconocerlo.
Era uno de los jinetes que están fuera del palacio… ¿Los llaman la caballería de la guardia real? Con el penacho saliendo de la cimera de sus yelmos en un cono impecable, las botas como espejos y sus apáticos caballos. Son legendarios por su inmovilidad. Los turistas juegan a mirarlos fijamente, a burlarse de ellos y acariciar las narices de sus monturas mientras ni un parpadeo de emoción humana mancha su deber.
Cuando la cabeza del hombre sobresalió por la cima de la colina, vi que su rostro estaba fruncido y arrugado mostrando una sorprendente mueca de guerrero, como el gruñido de un perro en pleno ataque, una necia expresión de valentía como la que estuvo pintada en los rostros de la Brigada Ligera.
Llevaba la chaqueta roja desabrochada, titilando como una llama. Estaba casi de pie, apoyado sobre los estribos, encorvado, cogiendo las riendas con su mano izquierda, y sosteniendo con la derecha esa hermosa espada que me escupía luz en la cara. Su caballo ascendió hasta hacerse visible, con enormes venas bajo la piel blanca y ojos desorbitados con una ansiosa mirada equina, con baba chorreando desde detrás de los dientes y los cascos martilleando el asfalto desierto del puente del ferrocarril de Willesden.
El soldado guardaba silencio aunque su boca estaba abierta como si