Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville
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Estaba siendo muy inexacto. No se le puede culpar. Fue un apocalipsis muy inexacto.
En el tiempo que pasó desde que cerré los ojos en el tren y los abrí de nuevo, algún principio organizador había fracasado.
Siempre he imaginado el suceso en términos muy literales. Siempre he concebido un edificio vasto e imposible, una central eléctrica espiritual con un núcleo inestable excretando la energía y la conectividad del mundo. Siempre he evocado los engranajes de esa impensable maquinaria sobrecalentándose, una masa crítica siendo alcanzada… los mecanismos flaqueando y trabándose al estallar el núcleo en silencio, escupiendo su combustible venenoso por toda la ciudad y más allá.
En Bhopal, la planta de Union Carbide vomitó una bilis mortificante y asesina. En Chernóbil, los efectos fueron un terrorismo celular más insidioso.
Y ahora Kilburn estalla en confusa entropía.
Lo sé, Jake, lo sé, no puedes reprimir una sonrisa, ¿verdad? De lo alucinante y lo terrible a lo ridículo. Aquí no hay muros con cadáveres apilados hasta arriba. Rara vez se derrama sangre cuando los habitantes de Londres desaparecen. Pero la ciudad se está desinflando, Jake, y Kilburn es el epicentro de ese vaciado.
Dejé al guardia solo con su confusión.
Tengo que encontrar a Jake, pensé.
Probablemente estés sonriendo al leer esto, menospreciándote como haces siempre, pero te juro que es verdad. Estabas en la ciudad cuando ocurrió, lo viste. Piénsalo, Jake. Yo estaba dormido, en tránsito, ni aquí ni allí. No conocía esta ciudad, nunca había estado aquí antes. Pero tú la habías visto nacer.
No me quedaba nadie más en la ciudad. Podías ser mi guía, o al menos podíamos estar perdidos juntos.
El cielo estaba completamente muerto. Parecía hecho de papel negro mate y pegado sobre las siluetas de las torres. Todas las palomas se habían ido. No lo supimos entonces, pero esas cosas invisibles y aleteantes habían nacido con una explosión, ya adultas y voraces. En las primeras horas surcaron los cielos sin ser apenas presas de nada.
Las farolas todavía funcionaban, igual que ahora, pero de todos modos tampoco había nada profundo en aquella oscuridad. Deambulé nervioso, encontré una cabina de teléfono. No parecía querer mi dinero, pero me dejó hacer la llamada igualmente.
Contestó tu madre.
Hola, dijo. Sonaba apática y perpleja.
Me quedé en silencio demasiado tiempo. Estaba buscando a ciegas cuál era el nuevo protocolo apropiado para los nuevos tiempos. Era un completo ignorante de las normas sociales, y tartamudeé mientras ponderaba si decir algo del cambio.
¿Está Jake ahí? Dije al fin, ridículo y banal.
Se ha ido, dijo. No está aquí. Se marchó esta mañana a comprar y no ha vuelto.
Entonces se puso tu hermano y habló con brusquedad. Fue a no sé qué librería, dijo, y supe dónde estabas.
Era la librería que encontramos a la derecha cuando sales de la estación Willesden Green, donde la cuesta de la calle en pendiente empieza a empinarse. Es barata y tiene un inventario caprichoso. Nos sedujo por la inmaculada edición de del escaparate, y nos divirtió la yuxtaposición de Kierkegaard y Paul Daniels.
Si hubiera podido elegir dónde estar cuando Londres perdió potencia, habría sido en esa zona, allí donde la ciudad recibe al cielo, en la cima de una colina, rodeada de calles bajas que dejan escapar los sonidos hacia las nubes. Kilburn, zona de impacto, justo encima del delgado baluarte de callejuelas. Quizá tuviste un presentimiento aquella mañana, Jake, y cuando ocurrió el colapso estabas preparado, esperando en aquella atalaya perfecta.
Aquí en la azotea está oscuro. Lleva un tiempo oscuro. Pero veo lo suficiente como para escribir, gracias a la luz desviada de las farolas y quizá de la luna también. El aire se siente cada vez más racheado por el paso de esas cosas hambrientas e invisibles, pero no tengo miedo.
Puedo oír cómo luchan, se posan y se cortejan en la torre del Gaumont, proyectándose sobre las casas y las tiendas de mis vecinos. Hace poco se sintió un chisporroteo y resquebrajamiento seco, y un zumbido sordo y constante sustenta ahora los demás sonidos nocturnos.
Estoy muy familiarizado con ese sonido. El murmullo del neón.
El Gaumont State me hace llegar su mensaje como un estruendo a través de la corta y desierta distancia que lo separa de la acera.
Me reclama por encima del sinsentido orgánico de los folletos y los constantes susurros de la basura nueva agitada por el viento.
Lo he oído todo antes, lo he leído antes. Me estoy tomando mi cochino tiempo con esta carta. Luego veré qué es lo que se me está pidiendo.
Fui en metro hasta Willesden.
Doy un respingo ahora que pienso en ello, me lo sacudo de encima. No tenía forma de saberlo. Entonces era más seguro, de todos modos, en aquellos primeros días.
En los meses posteriores me colé muchas veces en las estaciones de metro para investigar por mí mismo los rumores que corrían entre susurros. He visto trenes pasar con rostros aullantes pegados a las ventanas, demasiado rápido para ver con claridad, algo parecido a perros, he visto trenes arder con luz fría, trenes largos y lentos vacíos salvo por una mujer que parecía muerta mirándome fijamente a los ojos, camino a Dios sabe dónde.
Por entonces no tenía un aspecto semejante, ni por asomo tan sobrecogedor. Hacía demasiado frío y había demasiado silencio, recuerdo. Y no estoy seguro de que el tren tuviera un conductor. Pero me dejó ir. Llegué a Willesden y cuando salí a aquella estación al aire libre pude sentir que había cambiado algo en el mundo. Bajo la piel de la noche se estaba formando lentamente una epifanía, supuraba por los poros de la ciudad, se derramaba sobre mí lentamente.
Subí por las escaleras y abandoné aquel inframundo.
Cuando Orfeo volvió la vista atrás, Jake, no fue por estupidez. Los mitos son calumniadores. No fue el miedo repentino de que ella no estuviera allí lo que le hizo girar la cabeza. Fue la luz amenazante que venía de arriba. ¿Y si ahí fuera no era lo mismo? Es tan humano, girarse y llamar la atención de tu acompañante en el viaje de vuelta, compartir ese momento en el que temes que todo cuanto conoces haya cambiado.
A mí espalda no había nadie a quien mirar, y todo cuanto conocía había cambiado. Abrir las puertas que daban a la calle fue lo más valiente que he hecho nunca.
Me quedé en el puente sobre las vías. Me golpeó el viento. Al otro lado de la calle delante de mí, saliendo de debajo del puente, debajo de mis pies, se extendía y se alejaba el elegante desfiladero curvado que contenía las vías, bordeado por laderas empinadas llenas de matorrales, arbustos rechonchos y malas hierbas que se erguían petulantes en el pedregal.
Apenas se oían sonidos. Apenas veía unas pocas estrellas. Sentía como si todo el cielo se desplazara rápidamente por encima de mí.
La tienda estaba a oscuras pero tenía la puerta abierta. Fue un alivio entrar en un sitio donde el aire estuviera en calma.
Está cerrado, coño, dijo