Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville
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8 Miéville atribuye el concepto de ‘imagos” a Borges, cuyo cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (El jardín de los senderos que se bifurcan) incluye la frase: “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.” En Borges igual a sí mismo, entrevista de María Esther Vázquez, (JORGE LUIS BORGES, Veinticinco de Agosto 1983 y otros cuentos, Siruela, Buenos Aires, 1983, pp. 80-81), el argentino reconoce que su terror a los espejos procede de su infancia.
9 MIÉVILLE, CHINA (2009): «Weird Fiction». The Routledge Companion to Science Fiction. New York, Routledge.
10 SUVIN, DARKO (1984): Metamorfosis de la ciencia ficción. (Sobre la poética y la historia de un género literario). México, Edvisión.
11 Revista SuperSonic #7.
12 Revista SuperSonic #4.
13 CRONENBERG, DAVID (1983): Videodrome. Universal Pictures.
14 WILLIAMS, MARK P.(2010): «Weird of Globalization: Esemplastic power in the short fiction of China Miéville». The Irish Journal of Gothic and Horror Studies Issue #8.
A Jake
Agradecimientos
AGRADECIMIENTOS
Mi más sincero agradecimiento a Emma Bircham, Mic Cheetham, Simon Kavanagh, Peter Lavery, Claudia Lightfoot, Colleen Lindsay, Jemina Miéville, Jake Pilikian, Rebecca Saunders, Max Schaefer, Chris Schluep, Liam Sharp and Jesse Soodalter.
Mi más profundo agradecimiento a todos los editores que encargaron y/o publicaron algunos de estos relatos: Benjamin Adams, Michael Chabon, Pete Crowther, Eli Horowitz, Ian Irvine, Maxim Jakubowski, Pete Morgan, Bradford Morrow, John Pelan, Mark Roberts, Nicholas Royle, Peter Straub, Jeff VanderMeer and Tony White.
Me gustaría señalar que el detalle histórico en el relato «Cimiento» es veraz y está documentado. El ejército de los Estados Unidos enterró vivos a los soldados iraquíes, usando tanques con palas instaladas. Entre otras muchas fuentes, ver el artículo de Patrick Sloyan “How the Mass Slaughter of a Group of Iraqis Went Unreported”, Guardian, 14 de febrero de 2003.
Buscando a Jake
No sé cómo te perdí. Recuerdo aquel largo tiempo buscándote, frenético y con ganas de vomitar... Me sentía bastante acelerado debido a la ansiedad. Y entonces te encontré, así que salió bien. Solo que te perdí de nuevo. Y no logro entender cómo ocurrió.
Estoy aquí sentado en esta azotea que seguro que recuerdas, observando la peligrosa ciudad. Desde mi azotea, recuerda, se ve un paisaje insulso. No hay parques que rompan la monotonía urbana, ni torres que destaquen una mierda. Solo un interminable y aburrido entramado de ladrillo y cemento, un caos anodino de callejuelas que se entrelazan alargándose hasta el infinito detrás de mi casa. Cuando me mudé aquí por primera vez me sentí decepcionado; no vi lo que había en aquel paisaje. No hasta la noche de Guy Fawkes.
Acababa de sentir un golpe de aire frío y un sonido de tela mojada agitada por el viento. No vi nada, por supuesto, pero sé que un madrugador pasó volando cerca de mí. Veo cómo crece el anochecer detrás de las torres de gas.
Esa noche, el cinco de noviembre, subí y contemplé cómo unos fuegos artificiales baratos rugían subiendo hacia el cielo. Estallaron justo a la altura de mis ojos y recorrí sus trayectorias a la inversa para localizar los jardincillos y balconcitos desde los que despegaban los cohetes. No había forma de seguirlos de tantísimos que eran. Así que me quedé allí sentado, en medio de explosiones de rojo y oro, mirándolo todo boquiabierto. Aquella ciudad descolorida y gris, a la que no había prestado atención durante días, escupió todo ese poderío, aquella hermosa y tremenda energía.
En ese momento me cautivó. Jamás olvidé aquel despliegue ni volví a dejarme engañar por la quiescencia de las calles que veía desde la ventana de mi dormitorio. Eran peligrosas. Siguen siendo peligrosas.
Pero, claro, ahora es un peligro diferente. Todo ha cambiado. Trastabillé, tropecé contigo, te volví a perder, y estoy atrapado encima de estas aceras sin que nadie pueda ayudarme.
Oigo los siseos y suaves farfulleos del viento. Se están posando cerca de aquí, y con la creciente oscuridad se agitan y se despiertan.
Nunca te dejabas caer mucho por aquí. Allí estaba yo, en mi nuevo piso, encima de las casas de apuestas, ferreterías baratas y ultramarinos de Kilburn High Road. Era un lugar barato y lleno de vida. Yo estaba como un cerdo en una charca. Feliz como una perdiz. Comía en el indio del barrio, iba a trabajar y apoyaba tímidamente a la diminuta y angosta librería independiente, a pesar de sus patéticas existencias. Y hablábamos por teléfono, y tú incluso te pasaste por casa, unas pocas veces. Lo que siempre estaba genial.
Yo sé que nunca iba a la tuya. Vivías en el puto Barnet. Yo soy un simple mortal.
¿Tú en qué andabas metido, a todo esto? ¿Cómo podía yo sentir tanto apego, querer tanto a alguien, y saber tan poco de su vida? Tú llegabas al noroeste de Londres como transportado por el viento con tus bolsas de plástico, sin dar detalles de dónde habías estado, ni a dónde ibas, con quién estabas, qué hacías. Sigo sin entender de dónde sacabas el dinero para satisfacer tus caprichos de música y libros. Sigo sin saber qué pasó con aquella mujer con la que tuviste esa relación tan chunga.
Siempre me gustó lo poco que nuestras vidas amorosas afectaban a nuestra relación. Pasábamos el día jugando a las máquinas recreativas y rajando sobre esa peli o aquella otra, o de un tebeo, disco, libro y, tan solo de pasada, cuando te preparabas para irte, sacábamos a relucir lo mal que lo estábamos pasando por el desamor, o la beatífica perfección de nuestras nuevas parejas.
Pero siempre te tenía a mano. Igual no hablábamos durante semanas, pero bastaba una sola llamada de teléfono.
Eso ya no servirá. Ya no me atrevo a tocar el teléfono. Durante mucho tiempo no hubo tono de llamada, solo bruscas interferencias de estática, como si mi teléfono estuviese buscando señales. O como si las estuviese interceptando.
La última vez que levanté el auricular algo me susurró a través de los cables, me hizo una pregunta en tono reverencial, en un idioma que no comprendía, plagado de sonidos sibilantes y dentales. Colgué con cuidado y no lo he vuelto a descolgar.
Así que aprendí a contemplar el paisaje desde mi azotea en medio del estridente brillo de los fuegos artificiales, para guardarle la reverencia que merecía. Ese paisaje ya ha desaparecido. Ha cambiado. Tiene la misma topografía, es punto por punto la misma de siempre, pero se ha vaciado y llenado con algo nuevo. Esas avenidas principales no son menos hermosas, pero todo ha cambiado.