Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville

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Buscando a Jake y otros relatos - China Miéville

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hacia Dollis Hill, dejando atrás el restaurante japonés, la tienda de discos, el vendedor de bicicletas y el reparador de aspiradoras.

      El soldado pasó velozmente por mi lado, espléndido, estúpido y extraviado. Pasó cabalgando entre nosotros, Jake, tan cerca que me cayeron gotas de sudor.

      Lo imagino de servicio al caer el cataclismo, sintiendo el cambio en el orden de las cosas y sabiendo que la reina a la que había jurado proteger se había vuelto irrelevante, que su pompa no significaba nada en la ciudad decadente, que había sido entrenado en lo absurdo y lo inútil, y decidiendo que sería un soldado, por una vez. Lo veo haciendo chocar sus talones y pasando por las confusas calles del centro de Londres a medio galope, cogiendo velocidad a medida que crece la ira alimentada a causa de su cese, dándole libertad a su caballo, dejándolo correr, notándolo cohibido debido a los nuevos y extraños residentes de los cielos, hasta que arranca a cabalgar con ímpetu y saca el arma para demostrar que es capaz de combatir, y se adentra como un rayo en las llanuras del noroeste de Londres, para desaparecer o morir.

      Observé su tránsito, estupefacto y asombrado.

      Y cuando me di la vuelta, por supuesto, Jake, cuando me di la vuelta, habías desaparecido.

      Las búsquedas frenéticas, los gritos y la tristeza te las puedes imaginar. Ya me queda poca dignidad de por sí. Todo duró mucho tiempo, aunque mientras levantaba la cabeza hacia tu ausencia supe que no te encontraría.

      Al final encontré el camino a Kilburn, y al pasar por el Gaumont State alcé la mirada y vi el mensaje de neón, chillón, banal y aterrador. El mensaje que ahí sigue, la petición a la que, esta noche, después de muchos meses, creo que al fin accederé.

      No sé dónde fuiste, cómo desapareciste. No sé cómo te perdí. Pero después de mucho buscar un escondite, aquel mensaje en la fachada del Gaumont no puede ser una coincidencia. Aunque puede, claro, ser equívoco. Puede ser un juego. Puede ser una trampa.

      Pero estoy harto de esperar, ¿sabes? Harto de hacerme preguntas. Así que deja que te cuente lo que voy a hacer. Voy a terminar esta carta, me queda poco, y la voy a meter en un sobre en el que escribiré tu nombre. Le pondré un sello (tampoco sobra), y me aventuraré por las calles (sí, aunque sea plena noche) y la meteré en el buzón.

      A partir de ahí no sé qué pasará. No conozco las reglas de este lugar. Puede que la carta sea devorada por alguna presencia dentro del buzón, puede que me la escupa de vuelta, o que sea copiada un centenar de veces y aparezca pegada en los escaparates de todos los almacenes de Londres. Yo espero que encuentre su camino hacia ti. Quizá aparezca en tu bolsillo, en la puerta de tu casa, donde sea que estés ahora. Si es que estás en alguna parte, quiero decir.

      Es una vana esperanza. Lo admito. Claro que lo admito.

      Pero te tenía, y te perdí de nuevo. Estoy señalando tu desaparición. Y señalando la mía.

      Porque, ¿sabes, Jake?, luego voy a recorrer la corta distancia entre Kilburn High Road y el Gaumont State, y voy a leer su solicitud, su mandato, y esta vez creo que obedeceré.

      El Gaumont State es una baliza, un faro, una advertencia que se nos escapó. Rasga las nubes impasible mientras la ciudad se hunde entre las rocas. Sus sucios muros color crema están embadurnados con cientos de marcas; humanas, animales, meteorológicas y de otros tipos. En su torre cuadrada y achaparrada yace el enorme nido de trapos, huesos o cabello donde las cosas voladoras riñen e incuban. El Gaumont State ejerce su propia gravedad sobre la ciudad transformada. Sospecho que ahora todas las brújulas apuntan a él. Sospecho que en la magnífica entrada, enmarcada por las amplias escaleras, algo está esperando. El Gaumont State es el generador de la sucia entropía que ha tomado Londres. Sospecho que hay muchas cosas fascinantes en el interior.

      Voy a permitir que me atraiga.

      Esos dos letreros de rojo rosado que proclamaron el renacimiento del Gaumont como un templo de juegos baratos han cambiado. Son selectivos. Ignoran determinadas letras, y lo han hecho siempre desde aquella noche. Pero ahora desprecian la B inicial. El rótulo de la izquierda ilumina solo la segunda y la tercera letra, el de la derecha solo la cuarta y la quinta. Los rótulos parpadean en antifase, turnándose para irradiar su estridente desafío.

      IN…

      GO…

      IN.

      GO IN.

      GO IN.

      Entra.

      De acuerdo. Está bien. Entraré. Arreglaré mi casa, echaré la carta y me pondré delante de ese edificio, mirando con ojos entornados el cristal ahora opaco que guarda sus secretos, y entraré.

      No creo de verdad que estés ahí dentro, Jake, si es que estás leyendo esto. En realidad ya no creo eso. Sé que eso no es posible. Pero no lo puedo dejar estar. No puedo dejar piedra sin remover.

      Qué solo me siento, joder…

      Subiré por esas espléndidas escaleras, si es que llego tan lejos. Cruzaré sus magníficos y amplios pasillos, serpentearé entre los túneles hasta el gran salón que sospecho que estará brillando con suma intensidad. Si es que llego tan lejos.

      Puede ser que te encuentre. Que encuentre algo, que algo me encuentre a mí.

      Sé que no volveré a casa, estoy convencido.

      Entraré. La ciudad no me necesita por ahí mientras se cae. Iba a catalogar sus secretos, pero eso solo era en mi provecho, no en el de la ciudad, y esto me parece igual de bien.

      Entraré.

      Nos vemos pronto, espero, Jake. Espero.

      Con todo mi amor,

      1 En inglés, significa matar y quemar, de ahí que el nombre de Kilburn se considere una advertencia. N de la T.

      Cimiento

      Observa a ese hombre que viene y habla a los edificios. Da vueltas alrededor de las casas, con la mirada levantada desde las aceras y los jardines de cemento, examinando los soportes que se meten en la tierra. Entra en todas las habitaciones, da golpecitos en las ventanas y menea los cristales mal encajados, toca la escayola con un dedo, se mete en los áticos. En los sótanos escucha los soportes, y durante todo ese tiempo susurra.

      Los edificios le devuelven los susurros, dice. Trabaja en las casitas de arenisca de Manhattan, en edificios de viviendas, bancos y almacenes de toda la ciudad. Le dicen a dónde conducen sus fallas. Cuando ha acabado, te explica por qué se está extendiendo la grieta, por qué la pared está húmeda, dónde está la erosión, cuál es el coste de arreglarlo o de dejar que se pudra. Nunca se equivoca.

      ¿Es un agrimensor? ¿Un ingeniero civil? No tiene títulos enmarcados, sino un voluminoso dosier de referencias, diez años de reputación. Hay recortes de periódico sobre él por todos Estados Unidos. Lo llaman «el que susurra a las casas». Lleva años siendo un fenómeno.

      Cuando habla lo hace con una firme y enorme sonrisa. Tiene que impulsar las palabras a través de ella, así que salen deformes y bruscas. Hace lo posible para no levantar la voz por encima de los sonidos que sabe que no oyes.

      «Sí,

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