Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville

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Buscando a Jake y otros relatos - China Miéville

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le echa un vistazo rápido a la tierra, una y otra vez, a la base sumergida del edificio. Cuando baja al sótano está nervioso. Habla más rápido. El edificio le habla más alto, y cuando vuelve a subir está sudando por debajo de su sonrisa.

      Cuando conduce mira a cada lado de la calzada tremenda e infinitamente sobresaltado, fijándose en todos los cimientos. Cerca de las obras, mira fijamente a las excavadoras. Observa su arrastrarse como si fueran alguna clase de carnívoro.

      Cada noche sueña que está en un lugar donde el aire se agria en sus pulmones y el cielo es un lodo tóxico de nubes negras y rojinegras que vomita la tierra, donde el suelo se seca hasta convertirse en polvo y unos chicos perdidos titubean, con la piel cayéndoseles a pedazos, y no lo ven ni a él ni a los otros, aunque pasan cerca aullando sin palabras o en un idioma de jerga trasnochada, acrónimos y abreviaturas que alguna vez tuvieron significado y ahora son gruñidos de cerdo.

      Vive en una casa pequeña donde acaba la ciudad, donde ya hace tiempo empezó a construir una habitación adicional, hasta que los cimientos gritaron demasiado alto. Una década después tan solo queda un agujero que atraviesa las estrías de tierra, junto a unas tuberías y un foso, a la espera de paredes. No lo llenará. Dejó de cavar cuando un líquido espeso, oscuro y manchadizo brotó desde abajo de su solar suburbano, aferrándose a su pala, mucilaginoso, invisible para todos menos para él. El cimiento le habló entonces.

      En su sueño oye que los cimientos le hablan con voz múltiple, murmurantes. Y cuando lo ve al fin, el cimiento en la tierra compacta y caliente, se despierta con arcadas y necesita un tiempo antes de saber que está en la cama, en su casa, y que el cimiento sigue hablando.

      —nos quedamos

      —tenemos hambre

      Cada mañana se despide dándole un beso a la foto de su familia. Se marcharon hace unos años, asustados de él. Recompone el rostro mientras el cimiento le revela secretos.

      En un bloque de apartamentos del centro de la ciudad, los residentes quieren saber qué ocurre con la grieta que atraviesa dos de sus plantas. El hombre la mide y pega la oreja en la pared. Oye ecos de voces que llegan desde abajo, viajando, alzándose desde los huesos del edificio. Cuando no puede posponerlo más, desciende hasta el sótano.

      Las paredes son grises y están manchadas de humedad, pintadas con un pequeño grafiti. El cimiento le está hablando con claridad. Le dice que está hambriento y hueco. Su voz es la voz de muchos, una voz reseca, hablando al unísono.

      Ve el cimiento. Ve a través del suelo y de la tierra, donde se insertan las vigas, y más allá de ellas, hacia el cimiento.

      Una pila de hombres muertos. Un apuntalamiento, una estructura de cuerpos enredados y sus partes apretadas, cuerpos amontonados que se convierten en arquitectura, con los huesos rotos para que encajen, atrapados, encajonados en poses retorcidas, con las pieles quemadas y los jirones de sus ropas prensados como si estuvieran pegados y recortados en un cristal, discurriendo por debajo de los muros del edificio, dos metros por debajo del suelo, un riachuelo perfecto a rebosar de humanos, vertido como cemento que apuntala los soportes y los muros.

      El cimiento lo observa con todos sus ojos, y los hombres hablan a la vez.

      —no podemos respirar

      No hay pánico en sus voces, nada salvo la desesperanzada paciencia de los muertos.

      —no podemos respirar y os apuntalamos y comemos solo arena

      Les susurra para que nadie más pueda oírlo.

      «Escuchadme», dice. Lo observan a través de la tierra. «Contadme», dice. «Habladme del muro. Está construido sobre vosotros. Os pesa. Contadme lo que sentís».

      —es pesado, dicen, solo comemos arena, pero al final el hombre convence a los muertos para que salgan de su solipsismo durante unos pocos momentos y ellos levantan la mirada y cierran los ojos, todos a un tiempo, y emiten un zumbido, y le cuentan, es viejo, este muro fue construido sobre nosotros, y hay podredumbre a media altura en el lateral, y hay una grieta que se extenderá y los flancos se hundirán.

      El cimiento le cuenta todo sobre el muro y, por un momento, los ojos del hombre se abren de par en par, pero entonces entiende que no, que no hay peligro. Sin tratar, el muro tan solo se combará y hará la casa más fea. Nada se vendrá abajo. Al oír eso se relaja y se pone de pie, y se aparta del cimiento que lo deja marchar. «No tenéis que preocuparos por eso», les dice a la comisión de residentes. «Quizá solo repararlo, aplanarlo un poco, nada más».

      Y en un centro comercial de la periferia no hay nada que frene la expansión hacia el terreno baldío, y en una casa pintoresca las escaleras ya no tienen arreglo, y la torre del reloj se ha construido con tornillos deficientes, y el techo de una vivienda necesita aislamiento contra la humedad. El muro enterrado de los muertos le cuenta todas esas cosas.

      Cada casa está construida sobre ellos. Todo conforma un solo cimiento que sustenta la ciudad. Cada muro se apoya sobre los cadáveres que le susurran con la misma voz, las mismas caras, telas desgarradas y sangre reseca desde hace mucho tiempo, cuerpos destrozados cuyas partes han sido utilizadas para llenar los espacios entre los cuerpos, extremidades y cabezas colocados ordenadamente entre hombres hinchados por el gas que escupen polvo por sus cavidades, los muertos completos y los fragmentados, concatenados.

      Cada casa en cada calle. Él escucha a los edificios, al cimiento que los une.

      En su pesadilla camina pesadamente por un terreno que se traga sus pies. Hombres desaparecidos caminan con el paso arrastrado, dando vueltas en interminables y ansiosos círculos, y él pasa de largo. Un denso líquido viscoso le lame los pies justo desde debajo del polvo. Oye el cimiento. Se da la vuelta y ahí está. Es más alto. Ha traspasado el suelo. Un muro de ladrillos hechos de hombres muertos que le llega hasta a los muslos, con los bordes y la parte superior bastante lisos. Incrustado por miles de ojos y bocas que se mueven mientras se acerca, vertiendo legañas y piel y arena.

      —no acabamos, tenemos hambre, calor, estamos solos.

      Se está construyendo algo sobre el cimiento.

      Han sido años de edificación ruin, las pequeñas estratagemas de los promotores, la avidez de la gente por mejorar sus casas. Él se empecina en que el cimiento se lo cuente. Cuando no hay problemas, informa de ello, o cuando es solo un asunto menor. Cuando los problemas son tan serios que la construcción será paralizada pronto, también lo dice.

      Lleva casi una década escuchando edificios. Le ha llevado mucho tiempo encontrar lo que ha estado buscando.

      El bloque tiene varias plantas, fue construido hace treinta años con cemento de mala calidad y acero barato por contratistas y políticos que se hicieron ricos gracias a las deficiencias. Los fósiles de esa corrupción se ven por todos lados. En su mayor parte, el desmoronamiento es gradual; puertas que se atascan, ascensores que fallan, subsidencia, a lo largo de los años. Escuchando al cimiento, el hombre sabe que aquí se trata de algo distinto.

      Se asusta. Se queda sin aliento. Murmura al muro enterrado de los muertos, les ruega que se asienten...

      El cimiento está sobre tierras pantanosas, los muertos pueden notar cómo rezuma el lodo. Las paredes del sótano están derrumbándose. Los soportes están veteados, infinitesimalmente, de agua. No tardará mucho. El edificio se caerá.

      «¿Estás seguro?», susurra de nuevo, y el cimiento le observa con sus infinitos ojos hemorrágicos y espesos por el polvo y dice sí. Temblando, se levanta y se dirige

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