Corrientes pedagógicas contemporáneas. Juan Carlos Pablo Ballesteros
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La teoría pedagógica de John Dewey
Para Dewey toda actividad es una experiencia en la medida en que el hombre tenga conciencia de ella, es decir, cuando su acción sobre la realidad retorna a él para modificar su conducta. Por eso llama experiencia a toda actividad que se continúa en sus consecuencias, que se manifiestan en los cambios que se producen en el sujeto. Es así como la experiencia en sí misma consiste concretamente en las relaciones activas que tienen los hombres entre sí, y las que tienen los hombres con las cosas que los rodean.
Para comprender correctamente esto es necesario tener en cuenta que Dewey destaca dos aspectos, o principios, que determinan a la experiencia como tal: el principio de continuidad y el de interacción, que no se pueden separar uno del otro, ya que su unión activa, recíproca, da la medida de la significación y el valor de la experiencia.
El principio de continuidad significa que toda experiencia recoge algo de lo que ha pasado antes y modifica de alguna manera la cualidad de la experiencia subsiguiente. El principio de interacción señala el encuentro de las condiciones objetivas y subjetivas que intervienen.
Estos dos principios permiten distinguir cuáles son las experiencias educativas de las que no lo son: «Una experiencia es antieducativa cuando tiene por efecto detener o perturbar el desarrollo de ulteriores experiencias», escribe Dewey en Experiencia y educación.38 Por eso define a la educación en términos de experiencia; la educación, escribe en Democracia y educación, es «…aquella reconstrucción o reorganización de la experiencia que da sentido a la experiencia y que aumenta la capacidad para dirigir el curso de la experiencia subsiguiente».39 Reitera esta concepción en Mi credo pedagógico, donde escribe que la educación ha de ser concebida como una reconstrucción continua de la experiencia, y el proceso y el objetivo de la educación son una y la misma cosa.40 Se afirma así la primacía del valor utilitario, con prescindencia de toda norma o cualificación moral. Con esta concepción Dewey se opone tanto a la llamada educación progresiva, que hacía de la actividad libre y del cultivo de la individualidad el centro de sus consideraciones, como a la educación tradicional, que defendía, según la valoración de Dewey en Democracia y educación, una escuela transmisiva que pretendía la conformidad con conocimientos y normas que han sido elaborados en el pasado. Como una síntesis —en sentido hegeliano— Dewey convierte a la experiencia en el centro de su concepción sobre la educación, pensando al individuo como un ser total e integrado a su medio social y natural. Por eso el tipo de educación que adquiere el ser inmaduro se realiza controlando el ambiente en que actúa. Todo medio ambiente es causal en lo que concierne a su efecto educativo, por lo que puede afirmarse que la escuela tiene tres funciones suficientemente específicas. La primera es ofrecer un ambiente simplificado, seleccionando los rasgos que son más fundamentales y capaces de hacer reaccionar a los jóvenes. Luego establece un orden progresivo, utilizando los factores primeramente adquiridos como medios para obtener una visión de los más complicados. Su segunda función de la escuela como ambiente escolar es eliminar, hasta donde sea posible, los aspectos perjudiciales del medio ambiente existente para que no influyan sobre los hábitos mentales que el niño está adquiriendo. Consecuentemente, la tercera función del ambiente escolar es contrarrestar diversos elementos del ambiente social y tratar que cada individuo tenga la oportunidad de librarse de las limitaciones del medio social en que ha nacido y pueda así ponerse en contacto vivo con un ambiente más amplio. Entiende Dewey que el deseo de todo padre norteamericano ha sido que sus hijos tengan más facilidades en la vida que ellos. Ese deseo es inherente a ese sistema social con su fe en las posibilidades del hombre común. Es precisamente en la educación, considera Dewey, donde debemos esforzarnos en poner en práctica lo que el historiador James Truslow Adams llamó el «gran sueño americano» (the American Dream): la visión de una vida más larga y más plena del hombre ordinario, de iguales oportunidades para todos para hacer de sí mismos todo lo que son capaces de llegar a ser.41
Dewey sostiene que no se puede establecer una jerarquía de valores entre los estudios, ya que cada uno tiene una función única e irreemplazable en la experiencia en la medida en que indica un enriquecimiento característico de la vida. Entiende que la educación no es un medio para vivir, sino que es idéntica a una vida fructífera, por lo que el único valor último que puede establecerse es precisamente el proceso mismo de vivir.42 Pero no es un fin para el cual los diversos estudios y actividades son medios subordinados. Éstos no son más que las diversas partes del todo del cual son integrantes. De allí que sostenga que los educadores «han de estar en guardia» contra los fines que se alegan como generales y últimos. Esto nos hace retroceder a considerar el enseñar y el aprender como meros medios que prepararían para llegar a un fin desconectado de los medios, ya que ningún estudio o disciplina son educativos si no tienen un valor propio inmediato.
El fin debe ser siempre una consecuencia de las condiciones existentes y nunca puede estar fuera de nuestras actividades, como si fuese proporcionado por alguna fuente exterior. La idea de un fin externo al proceso educativo mismo lleva a la separación de los medios respecto al fin. Esto se contrapone con su concepción de que un fin se desarrolla dentro de una actividad como plan de su dirección, siendo entonces siempre a la vez fin y medio y su distinción es solamente una cuestión de conveniencia. Todo fin llega a ser un medio de llevar más allá la actividad tan pronto como se ha alcanzado. Lo llamamos fin, escribe Dewey en Democracia y educación, cuando señala la dirección futura de la actividad a que estamos dedicados; lo llamamos medio cuando indica la dirección presente. Por eso escribe: «En nuestra indagación acerca de los fines de la educación no nos interesa por tanto encontrar un fin fuera del proceso educativo al cual esté subordinada la educación. Nos lo prohíbe toda nuestra concepción. Nos preocupa más bien el contraste que existe cuando los fines se hallan dentro del proceso en que operan y cuando se implantan desde fuera».43 Según esto es un error —bastante reiterado— sostener que la educación para Dewey no tiene fines. Los tiene, con la condición de que una vez alcanzados se transforman en medios para alcanzar otros fines. Lo que Dewey rechaza es un fin último y universal de la educación, un fin que no resulte del proceso educativo mismo, que siempre debe estar orientado al presente que constituye su medio social. Por eso la idea de la «reconstrucción» está presente en su concepción tanto en el ámbito filosófico como pedagógico, a punto tal que podría afirmarse que la filosofía puede definirse como la teoría general de la educación, puesto que ambas son instancias de la situación del hombre de su época, que lo arroja al mundo de la producción al que debe encontrarle sentido a través de la comprensión de que el valor social de su trabajo implica un replanteo no solamente especulativo, sino también soluciones concretas.
Todo lo anterior indica la connotación marcadamente social que tiene la educación para Dewey. No se trata ya de preparar para un futuro ignoto sino de vivir el presente de una manera cada vez más socializada. Por eso considera que la escuela debe transformarse en una comunidad en miniatura, donde el alumno «aprende haciendo» y no recibe la ciencia hecha sino que la va gestando a través de su propio esfuerzo, creando los modos de vida propios de la sociedad democrática. La democracia es entendida por Dewey como un ideal ético más que como una forma de gobierno, en el que se destaca el grado en que los