Análisis del discurso en las disputas públicas. Giohanny Olave

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Análisis del discurso en las disputas públicas - Giohanny Olave

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una renovación de la dialéctica que incluya la voluntad individual como la principal variable de la ecuación, de manera que no eluda la condición humana, tal como la entiende el filósofo alemán, inclinada hacia los vicios naturales del hombre; el listado se despliega ampliamente a lo largo de la obra: maldad, vanidad, charlatanería, improbidad, astucia, deslealtad y prepotencia, todas innatas. Dado que en Schopenhauer la voluntad y el deseo se confunden y equiparan, la búsqueda de satisfacción individual no tiene finalidad ética ni ideal trascendental alguno (el «querer» humano no tiene nunca fin); todos pretenden poseer y someter todo para sí mismos, a través de cualquier medio (Muñoz-Alonso, 1989, págs. 22-23).

      La discusión, por supuesto, no escapa de ese dominio volitivo, preso del egoísmo natural del hombre. Como propone Pedroso (2016), la dialéctica de Schopenhauer no es marginal a su visión de conjunto en esta filosofía del pesimismo, de la tragedia humana y de la resignación20, como suele interpretársele, pues se trata de una de las formas de expresión o de manifestación que encuentra la voluntad para someter al conocimiento racional. Este último, naturalmente al servicio de la voluntad, sucumbe ante la necesidad de realización del deseo y desplaza el interés en la verdad objetiva por el placer de la victoria sobre el otro. La crítica a la dialéctica racional y normativa de Aristóteles, así como a la esperanza de la superación de las contradicciones en el idealismo hegeliano, se basa en la profunda desconfianza de Schopenhauer sobre el hombre mismo, de la cual deriva su sospecha sobre la desviación del intelecto hacia la elaboración de estratagemas, cuando tiene que buscar la verdad en medio de una disputa; de ahí que la discusión no pueda ser el terreno del encuentro de la verdad, sino el del sometimiento del otro a través de ardides y apariencias. Esta desconfianza es extensiva al género humano, pero se centra más en el individuo y en el pobre dominio que tiene de sí mismo, excepto cuando se trata del genio artístico o del asceta, quienes tratan de someter la voluntad negándose como individuos en la universalidad del hecho estético o en la renuncia al deseo. En ambos casos se llega a la pura nada, sustrato de la anulación de la voluntad y, por tanto, abdicación de toda lucha cuyo fin sea la victoria suprema, en función de otra lucha más severa: vencerse a sí mismo.

      El combate entre los hombres, entonces, como parte del camino casi irrenunciable de la voluntad, reproduce el combate de las cosas de la naturaleza en el universo, que están en lucha para nada. Las pasiones y violencias desplegadas en las disputas humanas no hacen más que reproducir el absurdo esencial de la lucha en el universo, cuyo móvil ignora el hombre, pero cuyas impresiones y sentimientos atizan su violencia. El espectáculo natural de la disputa es ejemplificado así por Schopenhauer:

      Cuando se corta en dos a la hormiga bulldog de Australia, se desencadena una lucha entre la cabeza y la cola; aquella empieza a morder a esta, que se defiende valerosamente con el aguijón contra los mordiscos de la otra; el combate puede durar una media hora hasta la muerte completa (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, i, 27, pág. 202).

      El conflicto que mueve a la naturaleza es del mismo tenor que aquel que mueve al hombre contra sus congéneres: una lucha sin vencedores. Tanto en el insecto como en el hombre, la voluntad de vivir implica la voluntad de matar (Philonenko, 1989, pág. 143), aun cuando la muerte del otro signifique también el final de uno mismo. ¿Tiene sentido alguno, entonces, la victoria? La respuesta de Schopenhauer es negativa, en tanto que la única fuente y motor de ese deseo es la voluntad, para la cual toda lucha debe ser ganada, aun si eso exige ganarla en el nivel del simulacro. La razón humana termina doblegada al servicio de la voluntad y, para obtenerla y retenerla, se hará cualquier cosa que desborde la razón misma. El papel de la verdad, aquí, es absolutamente lateral: «Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo general no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis, como a la astucia y habilidad con que la defendió» (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 49).

      Pero el problema de la incertidumbre sobre la verdad provoca una vacilación en Schopenahuer: ¿es su maldad innata o su intelecto limitado lo que lleva al hombre a combatir verbalmente de manera tramposa? El filósofo a veces parece excusar las estratagemas en razón de la ignorancia humana, también innata, de la que no sería culpable; aquella que lo ubica en diferentes grados de incerteza sobre la verdad cuando tiene que disputarla:

      Con frecuencia, al comienzo de la discusión estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber existido una adecuada para defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que acuda a nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario y [...] durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquel, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad [...] De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas, o cuando menos, tentados a ello con gran facilidad (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 48).

      En su reflexión Sobre la controversia (Parerga y Paralipómena, 2007, 2, 26, págs. 98-99), Schopenhauer insistirá en que la incerteza «obligará casi necesariamente a pequeños engaños en la discusión, ya que, de momento, uno no lucha por la verdad sino por su tesis [...] [como] consecuencia de la incertidumbre de la verdad y de la deficiencia del intelecto humano». No obstante, advierte el filósofo, el riesgo es persistir en el combate por la defensa de convicciones erradas, que llevan a la búsqueda de estratagemas desleales para no ser vencido; la frontera entre estas acciones es absolutamente borrosa, por lo cual Schopenhauer no puede más que encogerse de hombros: «Que a cada uno le ampare en esto su genio particular y que luego no tenga que avergonzarse» (Parerga y Paralipómena, 2007, 2, 26, pág. 99).

      La encrucijada que propone la búsqueda del conocimiento en la dialéctica es una suerte de contraposición insalvable entre el amor a la verdad y el amor a la victoria. El primero es objetivo, externo y desindividualiza al hombre; el segundo, en cambio, es voluntad pura, interna, que reafirma su egoísmo singular. El imperativo de la lucha verbal conduce siempre a la improbidad y a la autoafirmación, pues la concesión de la verdad siempre queda bajo la sospecha de haber renunciado a ella a cambio del error, por no ser capaz de defenderla (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 49, nota 3). La retención obstinada de la razón responde precisamente a la convicción de que el otro, en todo caso, intentará retenerla también y no renunciará a ella; la desconfianza de Schopenhauer en el hombre que disputa no es más que la observación detenida de la sospecha recíproca entre los contendientes; mientras que la lógica no tiene que vérselas con esa reciprocidad problemática:

      … la dialéctica, en cambio, tendría que ver con la comunicación de dos seres racionales que piensan consecuentemente, lo que da ocasión a que, en cuanto estos no coincidan como si de dos relojes sincronizados se tratara, surja una discusión, es decir, una contienda intelectual. En tanto que razón pura, los dos individuos deberían concordar. Sus divergencias surgen de las diferencias constituyentes de toda individualidad; son, pues, un elemento empírico (Schopenhauer, Pliegos anexos, 2007, pág. 86,).

      Así, cualquier contacto de dos individualidades puede inclinarse fácilmente, por efecto de cada voluntad de autoafirmación, hacia una relación erística en la que el objetivo es ganar a cualquier precio. «Razón pura», en el fragmento, se opone a «individualidad» y es naturalizada como parte de la condición humana, en contraste con la imagen de los «dos relojes sincronizados», cuya programación y exactitud escapan de su naturaleza. Schopenhauer cree que el paso del combate verbal al corporal es un efecto natural del agotamiento de las argucias a medida que la disputa se va profundizando; la lucha cuerpo a cuerpo no es más que el recurso subsiguiente con el cual los disputadores tratan de «compensar de una o de otra manera sus sentimientos de inferioridad [...], en donde esperan tener más posibilidades de éxito» (Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, 2007, 2, 26:92). En otro pasaje de Sobre la controversia, la metáfora de la lucha cuerpo a cuerpo es refinada a través de la analogía con la esgrima:

      Dichos

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