Análisis del discurso en las disputas públicas. Giohanny Olave

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Análisis del discurso en las disputas públicas - Giohanny Olave

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dos figuras de manera separada. A propósito de esta posible disputa, Villar (2015) propone que la construcción de la figura del sofista erístico en Platón tuvo el objetivo de eludir los reproches de Isócrates contra la dialéctica y desmarcarse así de los megáricos, específicamente frente a las tesis de la imposibilidad de mentir y la unidad de la virtud. Para no ser tachados de simples polemistas, Platón introduce las críticas de Isócrates al final del Eutidemo, a través de un juego ingenioso: sin mencionar su nombre propio, pero aludiéndolo claramente, hace asistir a Isócrates al diálogo entre Sócrates y los ancianos Dionisidoro y Eutidemo. Como espectador anónimo, el Isócrates platónico reprocha el interés de Sócrates por los erísticos:

      ¡Era tan absurdo su propósito de querer entregarse a personas que no dan ninguna importancia a lo que dicen y que se aferran a cualquier palabra! Y pensar que esos dos, como te decía antes, están entre los más influyentes de hoy en día. Pero lo cierto es [...] que tanto el asunto mismo, como los hombres que se dedican a él son unos nulos y ridículos (Platón, Eutidemo, 305a, págs. 4-9).

      Como el Isócrates real, el simulado por Platón no ve diferencia entre dialécticos y erísticos, a quienes juzga de charlatanes que se empeñan en discutir sobre trivialidades (Eutidemo, 304e, págs. 5-6). Ahora bien, después de impostar su voz, Platón va a ser implacable en la refutación: primero, lo descalifica como interlocutor válido, al poner en evidencia que el crítico anónimo «no se ha presentado jamás frente a un tribunal» (305c, págs. 1-2) y solo es «un autor de discursos con los que los oradores compiten» (305b, págs. 10-11), es decir, desconoce que sea maestro, político y mucho menos, filósofo:

      Piensan, pues, que si logran desacreditar a estos [a los filósofos dialécticos], haciéndoles fama de que nada valen, habrían conquistado inmediatamente y sin disputa, en opinión de todos, la palma de la victoria en lo que hace a su reputación como sabios [...] Se consideran, en efecto, sabios, y es muy natural que así sea, pues se tienen por personas moderadamente dedicadas a la filosofía, y moderadamente a la política, conforme a un modo de razonar bastante verosímil: juzgan que participan de ambas en la medida necesaria y que gozan de los frutos del saber manteniéndose al margen de peligros y conflictos (Platón, Eutidemo, 305d-e).

      De modo, pues, que si la filosofía es un bien e, igualmente, la acción política lo es, y cada una tiende a un fin diverso, estos hombres, encontrándose en el medio y participando de ambos, no están diciendo nada –pues son inferiores a ambos– (Platón, Eutidemo, 306b).

      Platón invierte el contraargumento isocrático sobre la inutilidad de la erística, al acusar al logógrafo de eludir la disputa vía la desacreditación de la dialéctica. En otras palabras, Platón imposta a Isócrates para «desacreditar al desacreditador» y así reprocharle su sabiduría simulada. En este punto, el Isócrates platónico no es más que un sofista, porque se muestra a sí mismo como sabio, sin serlo realmente. Hay que reparar aquí una mitigación de la crítica platónica a la erística, justificada para el filósofo que quiere alcanzar reputación como sabio («la palma de la victoria»); la elusión de la lucha verbal, en este sentido, parece más grave o menos digna que la lucha verbal misma, pues es presentada como una estratagema para simular la sabiduría. Pero el (contra)reproche definitivo reside en la acusación de ser «intermedio» (Platón, Eutidemo, 305c, pág. 7) entre el filósofo y el político, pues esa posición cómoda libraría a Isócrates de lidiar con los conflictos derivados del compromiso completo con alguno de los dos roles. La respuesta a este reproche no es menos interesante:

      ¿Por qué admirarse de esto, cuando algunos de los que se dedican a la erística calumnian los discursos comunes y útiles, igual que los hombres más malvados? No ignoran su fuerza, ni que ayudan a quienes los usan, pero tienen la esperanza de que, si los desacreditan, harán más estimables los suyos propios [...] No dejaré de acordarme un poco de ellos, sobre todo porque nos aludieron, y también para que conozcáis con más claridad su poder y nos consideréis a cada uno según es justo [...] También para dejar claro que nosotros nos dedicamos a los discursos políticos, que aquellos tildan de provocadores de odio, aunque somos mucho más dulces que ellos. Pues dicen siempre algo malo de nosotros, pero yo no voy a decir nada semejante, sino que me serviré de la verdad (Isócrates, Antídosis, págs. 258-261).

      De nuevo aparece el tópico de la desacreditación y de su denuncia, como base de la defensa. En este caso, se devuelve la ofensa enfatizando en la movida erística de Platón, realizada con alevosía, contra los discursos «comunes y útiles» de Isócrates. El paralelismo entre argumento y contrargumento es evidente en lo que respecta a la función de la desacreditación del otro para autolegitimarse. Pero la mayor fuerza persuasiva reside en la justificación indirecta de la decisión de no disputar, lo que al mismo tiempo confirma la crítica contra los dialécticos como erísticos; los que se dedican al discurso político no provocan odios, pero quienes los critican evidentemente sí lo hacen; sobre la base de esta aserción que Isócrates se encarga de remarcar, son invocadas la justicia y la verdad para que el auditorio sea, finalmente, el que juzgue a los involucrados en la polémica.

      En suma, la visión isocrática de la erística está unida a la platónica por la decidida proscripción que acometen, pero se aleja de ella al igualarla a la dialéctica socrática y al presentarla no solo como una práctica inútil, sino además nociva para lo que Isócrates concibe como el ideal de la filosofía de los discursos y de sus maestros: enseñar el dominio práctico de un logos que garantice la convivencia en la polis.

      Habrá que esperar hasta la primera mitad del siglo xix para que la erística vuelva a llamar la atención en el campo filosófico, en este caso, desde la mirada singular de Arthur Schopenhauer. En 1830, el pensador de Danzig habría escrito en notas de borrador lo que se conocería póstumamente, a partir de 1864, como «Dialéctica erística», título acompañado del subtítulo «El arte de tener razón» (Eristische Dialektik oder Die Kunst, Recht zu behalten), a partir de las reediciones de la segunda mitad del siglo xx (Moreno, 1997, introducción).

      En el tratado se recopilan 38 Kunstgriffe, usualmente traducidas como «estratagemas» (desde la metáfora de la guerra) o «trucos» (desde la metáfora del juego) utilizados en las discusiones con el fin de imponer la opinión propia sobre la del adversario. La palabra behalten refiere literalmente esa imposición como un «retener» o «confiscar» la razón, aunque se traduzca más a menudo con el verbo ‘tener’19; la razón puede ser obtenida y retenida utilizando cualquier tipo de medio, lícito o ilícito, por lo cual el conocimiento de esos medios forma parte del arte de discutir, esto es, de una dialéctica erística. Schopenhauer insistirá en que se trata de un proyecto renovador de la dialéctica, con el cual introduce críticas a la tradición aristotélica y se opone al uso del término dialéctica en la filosofía hegeliana, dominante en el momento de su propuesta.

      En el primer sentido, Schopenhauer plantea que Aristóteles no diferencia suficientemente la lógica de la dialéctica, pues a la primera debe dejarse el problema de la «verdad objetiva», mientas que la segunda debe referirse al problema de retener la razón, aun si no se cuenta con ella «objetivamente». Evidentemente, la separación entre razón objetiva (como verdad) y subjetiva (como voluntad) es fundamental para comprender que la validez dada a una tesis o a una prueba puede no coincidir necesariamente con su aprobación desde el estatuto lógico formal e interno que la sostiene. Así, el arte de tener razón es «el arte de conseguir que algo pase por verdadero, sin preocuparse de si en realidad lo es» (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 47, nota 2). En este sentido, el esfuerzo de Aristóteles por separar los razonamientos erísticos de los sofísticos choca contra la incertidumbre acerca de la verdad objetiva del mundo, sobre la cual es posible alcanzar algún grado de certeza desde la lógica, pero no desde la dialéctica: «Se dice fácilmente que en la discusión no existe otro fin más que el de sacar a relucir la verdad; el hecho es que no se sabe dónde reside, ya que tanto quiere desviársela mediante los argumentos del adversario como mediante los propios» (Dialéctica erística, 2007, pág. 50, nota 5).

      Es desde el

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