Análisis del discurso en las disputas públicas. Giohanny Olave

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En este sentido, las Refutaciones aristotélicas tienen, en primera medida, esa función autorreguladora que se enmarca dentro del uso educativo que pudo tener la obra. En el capítulo 16, Aristóteles plantea que la resolución de los paralogismos es útil «para las investigaciones que hace uno por sí mismo: pues al que cae fácilmente en un razonamiento desviado hecho por otro sin darse cuenta de ello, también puede muchas veces pasarle otro tanto consigo mismo» (SE, 175a, págs. 9-12). Esto implica que Aristóteles no repara en que las fallas en el razonamiento se cometan adrede o sin intención maliciosa, pues lo que le interesa es la evaluación del argumento más que del argumentador; el principio de la ignoratio elenchi puede cubrir ambos tipos de desconocimiento en la refutación: tanto la que se comete por ignorancia, como la que se realiza de manera deliberada. En cualquier caso, se deriva que resulta necesario regular el intercambio dialéctico para evitar o reparar esas fallas en el razonamiento. De ahí la tercera diferencia con la erística.

      Las Refutaciones aristotélicas tienen una orientación ético-normativa que regula la producción de argumentos. La refutación verdadera está condicionada a respetar las reglas procedimentales del razonamiento y son precisamente las transgresiones a estas normas éticas las que ponen en evidencia al disputador erístico (pero no exclusivamente a él, sino a cualquiera) como un imitador dialéctico. Aristóteles establece una relación de proximidad estrecha entre falsedad, simulacro y violación de reglas, que resultará fundamental para las teorías de la argumentación en el siglo xx. En su contexto, esa proximidad será funcional al establecimiento de fronteras en el campo de la filosofía y para la legitimación del pensamiento del estagirita y su liceo.

      En este último punto, la demarcación del campo filosófico y la competencia entre escuelas de formación, el tratamiento aristotélico de la erística se acerca al de la otra figura educativa sobresaliente del siglo iv: Isócrates de Atenas. Isócrates se ubica a sí mismo como antagonista de la filosofía socrática y de sus herederos, a quienes incluye en un mismo grupo como sofistas y erísticos, pero el sentido que adquiere este último término en los textos isocráticos tiene sus particularidades.

      Se debe tener en cuenta que las críticas de Isócrates contra las demás escuelas se enmarcan en una concepción amplia de la retórica como filosofía de los discursos, filosofía lingüística pragmática o Paideia de los discursos, esto es, la formación cultural del ciudadano a través del saber práctico, para el bien de la polis (Ramírez Vidal, 2006). Esto significa que la reflexión especulativa de los socráticos no tiene ningún valor para Isócrates; por el contrario, su falta de aplicación en la vida práctica y en la política pública degeneran la filosofía, porque ocupan el espacio que debería dedicarse a la educación del ciudadano. También aquí hay una separación entre filosofía verdadera y falsa, pero ya no en función de la búsqueda de la verdad, sino de la «opinión razonable sobre cosas útiles» (χρησίμων ἐπιεικῶς δοξάζειν: Elogio de Helena, 5, pág. 5), como lo reitera, al final de su vida, en Antídosis:

      Puesto que la naturaleza humana no puede adquirir una ciencia con la que podamos saber lo que hay que hacer o decir, en el resto de los saberes considero sabios a quienes son capaces de alcanzar lo mejor con sus opiniones y filósofos a los que se dedican a unas actividades con las que rápidamente conseguirán esta inteligencia (Isócrates, Antídosis, 271).

      La “falsa” filosofía ofrece recetas para decir y hacer de un mismo modo, esto es, «aporta una técnica fija como ejemplo de una actividad creadora» (Contra los sofistas, 12), sin tener en cuenta el anclaje del logos a la necesidad de cada momento, a su combinación y ordenación de los recursos que deben ser adaptados de manera distinta para cada asunto y oportunidad (Contra los sofistas, 16-17). Frente a ese simulacro de filosofía, Isócrates «refuta el núcleo de la enseñanza, esto es, la existencia de verdades generales y únicas, frente a la verdadera existencia de opiniones contingentes y mutables, cuyo consenso y certidumbre daba origen a las decisiones adoptadas» (Ramírez Vidal, 2006, pág. 163).

      En el caso de la dialéctica, en tanto que técnica, también Isócrates es tajante al rebajarla a simple polémica sin utilidad política, por lo cual considera tan erísticos a los megáricos como al mismo Platón. La crítica se mantiene más o menos invariable en el transcurso cronológico de los discursos isocráticos:

      Porque ¿quién no odiaría y despreciaría, en primer lugar, a los que pasan el tiempo en discusiones y pretenden buscar la verdad, pero nada más comenzar su propósito intentan mentir? (Isócrates, Contra los sofistas, 1, págs. 8-11 [390 a. C.])

      … y se han hecho viejos, unos afirmando que no es posible mentir ni contradecir ni disputar en dos discursos sobre un mismo asunto, y otros explicando que el valor, la sabiduría y la justicia son una misma cosa, que no tenemos ninguna de ellas por naturaleza y que hay una sola ciencia que abarca todas; otros, por último, pasan su tiempo en discusiones que para nada sirven y que pueden ocasionar dificultades a sus oyentes (Isócrates, Elogio de Helena, 1, págs. 9-11 [380 a. C.])

      … los príncipes de la oratoria erística y los que se dedican a astronomía, geometría y otras ciencias semejantes no dañan, sino que ayudan a sus discípulos, pero menos de lo que prometen y más de lo que parece a otros [...] Quienes creen que este tipo de educación es inútil para la vida práctica, piensan con corrección (Isócrates, Antídosis, 261-263 [354-353 a. C.).

      Isócrates insiste en la utilidad de la verdadera filosofía y en el protagonismo que debe tener en la vida práctica, específicamente en el ámbito de lo público. Son estos valores los que edifican la Paideia isocrática, en contraposición a la educación socrática de la Academia y sobre todo a la dialéctica, que desde esta visión no corre el peligro de degenerar en erística, porque en sí misma ya lo es, en tanto que resulta inútil. Del mismo modo, no se establece ninguna diferencia entre sofistas y erísticos, excepto por la tendencia a presentar a estos últimos como contemporáneos y a aquellos como predecesores, en la línea de su propio maestro, Gorgias; a todos ellos se condena por igual en el corpus isocrático. Así, el esquema pregunta-respuesta no tiene ninguna incidencia en la educación isocrática y más bien entorpece la formación del ciudadano. Pero ¿en qué consiste esa utilidad de la filosofía? Así queda sintetizado en Antídosis:

      … como existe en nosotros la posibilidad de convencernos mutuamente y de aclararnos aquello sobre lo que tomamos decisiones, no solo nos libramos de la vida salvaje, sino que nos reunimos, habitamos ciudades, establecimos leyes, descubrimos las técnicas y de todo cuanto hemos inventado la palabra es la que ayudó a establecerlo. Ella determinó con leyes lo que es justo e injusto, lo bello y lo vergonzoso, y, de no haber sido separadas estas cualidades, no habríamos sido capaces de vivir en comunidad (Isócrates, Antídosis, págs. 254-255).

      En la filosofía isocrática tenemos un contundente himno al logos, a partir del reconocimiento de su facultad ergástica, herencia de la visión de Gorgias (Ramírez Vidal, 2006, págs. 170-172). Pero Isócrates hace avanzar esa facultad hacia la creación de los dispositivos civiles que permiten la vida en sociedad: principalmente, las leyes. En este orden, el discurso es persuasivo no porque permita decir cualquier cosa, sino precisamente por lo contrario: porque regula lo que se puede hacer y decir en una comunidad, para garantizar la coexistencia y configurar la polis. En todo caso, parece que Isócrates valora más la capacidad disuasiva del logos que su potencial persuasivo, y más allá, proscribe su tendencia a la manipulación. La jurisdicción sobre el mundo es la condición para superar la vida salvaje hacia la vida en comunidad; la práctica erística, entonces, limita el avance de ese proyecto político porque, en principio, atenta contra la unión de la polis introduciendo la discordia; y, además, reduce la filosofía a la disputa sobre cuestiones particulares, no comunitarias y, por tanto, intrascendentes.

      Según lo anterior, cabe destacar que el núcleo de los reparos de la escuela isocrática contra la Academia es el descuido de la preocupación por la vida corriente en comunidad. La formación de la ciudadanía virtuosa, desde los problemas más prácticos, es esencial

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