Análisis del discurso en las disputas públicas. Giohanny Olave

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Análisis del discurso en las disputas públicas - Giohanny Olave

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Eris, homónima, también hija de la Noche, que estimula al hombre hacia el esfuerzo, a través del deseo de poseer lo que sus congéneres poseen: «El vecino envidia al vecino que se apresura a la riqueza [...], el alfarero tiene inquina del alfarero y el artesano del artesano, el pobre está celoso del pobre y el aedo del aedo» (Hesíodo, Trabajos y días, págs. 26-27). La envidia, la inquina y los celos en este pasaje no dejan de ser impulsos humanos oscuros pero al mismo tiempo productivos. El trabajo, nos dice Hesíodo, requiere la fuerza oscura de esos impulsos que se generan en las relaciones conflictivas entre los hombres, pues el deseo del trabajo no emerge de manera natural en ellos. En la lectura de Nietzsche, Hesíodo estaría aludiendo al agón, principio rector de la naturaleza:

      Se trata de la buena Éride de Hesíodo declarada como principio universal; del pensamiento agónico –del griego singular y del Estado griego– trasferido desde los gimnasios y las palestras, desde los certámenes artísticos y las luchas de los partidos políticos con el Estado a la esfera de lo universal, en tanto que forma de explicar el mecanismo que logra el movimiento singular del cosmos (Nietzsche, 2003[1870-73], pág. 61).

      El «pensamiento agónico» griego, para Nietzsche, traduce el pólemos heracliteano en lucha productiva y regulada para todos los ámbitos sociales. En el agón, como impulso vital, reside el sentido positivo de la contienda, porque permite identificar a los mejores a partir de sus virtudes puestas a prueba, y controla los enfrentamientos violentos entre los hombres, al concebirlos bajo las reglas de las competencias atléticas. Nietzsche, además, repara en el carácter provisional de las victorias, producto de la condición permanente de la lucha y, en sentido heracliteano, del flujo eterno entre los polos contrarios:

      … en el orden natural de las cosas siempre hay varios genios, que se estimulan recíprocamente, aunque se mantengan dentro de los límites de la masa. Esta es la esencia de la idea helénica de la lucha: aborrece la hegemonía de uno solo y teme sus peligros; quiere allegar, como medio de protección contra el genio, un segundo genio (Nietzsche, 1967[1871-72, pág. 136].

      Una acción contrahegemónica en el orden helénico consistiría, pues, en inscribir la lucha dentro de la dinámica productiva del torneo y no dentro de la destrucción de la guerra, que implica rechazar la armonía de los contrarios3. Así, la lucha en la cual los rivales se aniquilan estaría motivada por la «Eris amarga», vinculada con la guerra, que Hesíodo diferencia de la otra Eris, encargada de garantizar la continuidad de la competencia, el impulso hacia la contienda y la diferencia entre los hombres. La lógica agonal es, ante todo, convencional y regulada: el desarrollo de la lucha implicaría el respeto por las normas que la rigen. Sobre esta idea de la necesidad de la lucha se cimenta, además, la educación del ciudadano, como lo rescata Nietzsche (1967[1871-72, pág. 137] cuando piensa en los jóvenes atenienses sometidos al aprendizaje constante de la competencia bajo las normas del torneo: «Su infancia ardía en deseos de mostrarse en las luchas ciudadanas como un instrumento de salvación para su patria; esto es lo que alimentaba la llama de su ambición, pero al mismo tiempo lo que la enfrentaba y la circunscribía».

      Es clave el elemento vital de la diosa Eris, aun si se hace abstracción de su condición doble, es decir, si la lucha aparece más o menos limitada por la norma. La Eris del impulso desbordado y aciago está presente en los famosos hechos de la boda de Tetis y Peleo y en el subsecuente juicio de Paris, origen mítico de la Guerra de Troya. El relato proviene principalmente de las Ciprias o Cantos ciprios, y aparece, además, en otros autores, como en Ovidio (Heroidas, xvi, págs. 149-152), Luciano (Diálogos de los dioses, pág. 20), Higino (Fábulas, pág. 92), Eurípides (Hécuba, pág. 43; Helena, pág. 23) y Apolodoro (Epítome, iii, pág. 2), con variaciones en tono, estilo y género, pero pocas en la anécdota. En todas, la figura de Eris está anclada al motivo temático del menosprecio o displicencia contra una divinidad, la única que no fue invitada a las bodas de Tetis y Peleo, y las consecuencias funestas de este desaire. Ruiz de Elvira (2001, pág. 233) encuentra este tema en varias tradiciones míticas y hace notar que las motivaciones para excluir a Eris de la boda no se explicitan en los principales textos mitográficos; «solo en dos sumarios anónimos que se encuentran en manuscritos de la Ilíada: “Se dejó a la Discordia sin invitar para que no perturbase a los dioses con su presencia”». La concepción de la discordia sería contraria a la concordia, ideal del acto de unión nupcial, pero, a la vez, su exclusión en ese momento desencadena desgracias tanto para la estirpe de los dioses (a través de los avatares de Aquiles) como para la de los hombres (los hechos funestos de la guerra).

      En Homero, Eris es un personaje fundamental de la guerra de Troya, no solo como su provocador4 (Ilíada, xxiv, págs. 25-30), sino también –y con mayor énfasis– como apasionamiento por el combate:

      Zeus envió a las veloces naves de los aqueos la Disputa dolorosa con la prodigiosa señal del combate [...]. Allí se detuvo la diosa, dio un elevado y terrible chillido estridente e infundió gran brío a cada uno de los aqueos en su corazón, para combatir y luchar con denuedo. Y al instante el combate se les hizo más dulce que regresar en las huecas naves a la querida tierra patria (Homero, Ilíada, xi, págs. 3-14)5.

      Parece que los hombres retornarían a sus hogares, en vez de ir a la guerra, si no fuera por el arrojo que les infunde Eris a través de su grito, un terrible chillido estridente, según Homero. Aun más, el brío llevado por la diosa transmuta la amargura en dulzura de la guerra, con lo cual entendemos que la actitud frente al combate debe ser conducida por la divinidad, para que el hombre no desista de él. La figura de Eris anuda la valentía con la cólera (μῆνιν); esta última, como se sabe, es la pasión que motiva y atraviesa toda la epopeya homérica:

      la Disputa, furiosa sin medida, hermana y compañera del homicida Ares, que al principio es menuda y se encrespa, pero que pronto consolida en el cielo la cabeza mientras anda a ras del suelo. También entonces sembró una contienda general entre todos y recorría la multitud acreciendo el gemido de los hombres (Homero, Ilíada, iv, págs. 440-445).

      Homero aclara que la furia de la diosa la eleva del ras del suelo a la altura del cielo; aquí puede leerse una alusión al orgullo que trae la ira, pero también a la energía que impulsa al hombre a mirar más allá de su condición terrena. La puesta en escena de la diosa remarca, en diferentes pasajes, esa visión vital de la Disputa en la guerra; los epítetos homéricos dan cuenta de ella como la «furiosa sin medida» (iv, pág. 440), «la de incontenible furor» (v, pág. 518) y «la violenta, acicate de huestes» (xx, pág. 48); pero del coraje precisamente deriva su lado más doloroso: «devoradora del ánimo» (vii, pág. 301; xvi, pág. 476), «la Disputa dolorosa» (xi, pág. 3), «causa de males» (ix, 257) y «la lacrimógena» (xi, pág. 73):

      Frentes equilibrados tenía la batalla y como lobos corrían enardecidos. La lacrimógena Disputa gozaba del espectáculo, pues solo ella de los dioses se hallaba entre los combatientes; los demás no asistían a ella, sino que tranquilos estaban sentados en sus palacios, donde cada uno tenía construida su bella morada en los pliegues del Olimpo (Homero, Ilíada, xi, 72-77).

      El velado reproche de Homero contra los dioses resulta interesante al singularizar a la diosa de la discordia dentro del conjunto olímpico. Mientras ellos parecen indiferentes con respecto a la tragedia humana de la guerra, Eris no solo permanece entre los combatientes, sino que además goza del espectáculo. Desde la visión homérica, solo un tipo de arrebato al mismo tiempo doloroso y gozoso puede explicar las acciones del guerrero y su carrera desenfrenada hacia la lucha, es decir, hacia la posibilidad de la muerte. Como lo plantea C. Alexander (2015), Homero no oculta su pena frente a la guerra, humaniza a los enemigos y lamenta todas las muertes, sin importar el bando; el precio de la gloria es muy alto y la Ilíada lo muestra a través del dolor anudado a la cólera de los guerreros6.

      En el destino del propio Aquiles se transparenta esa conciencia del costo de la guerra, que reclama para sí la muerte de los hombres, más allá de sus victorias o sus derrotas. Cuando el aqueo, «proclive a la disputa en su corazón», como se lo reprocha Amagenón, rechaza las ofertas para que vuelva a la

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