Tiroteo en Miami. Edmundo Mireles
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Mi compañero de habitación, Paul Moskal, era un joven abogado de Buffalo, Nueva York. Tener un compañero abogado era una cosa buena ya que tres de los ocho grandes exámenes que debíamos superar tenían que ver con asuntos legales. ¡Ya tenía pensado usar y abusar de los conocimientos de Paul!
Uno de los compañeros con los que compartíamos el baño era Tommy Norris, un antiguo Navy seal. Tenía un rostro algo deformado y un ojo protésico fruto de una grave herida de bala sufrida en el lado izquierdo de su cabeza mientras luchaba en Vietnam. Luego descubriría que Tommy había recibido la Medalla de Honor al Valor en Combate del Congreso. Tenía las heridas que así lo atestiguaban.
Tommy suponía un problema peculiar para el fbi. Había pasado muchos años en hospitales, recuperándose de sus heridas de guerra. Cuando Tommy tenía treinta y seis años o así, decidió que quería ser agente del fbi. Solo había un problema: el límite de edad para ser agente del fbi estaba en los treinta y cinco. Para complicar las cosas, Tommy contaba con toda una lista de problemas médicos que podían impedir su integración en el cuerpo. Tommy escribió a un congresista explicándole su problema y el Congreso le dijo: «¡No te preocupes!». Si Tommy quería ser un agente del fbi tendría su oportunidad para intentarlo, y el resto dependería de él. Nadie iba a decirle al receptor de una Medalla de Honor al Valor en Combate del Congreso: «No, no puedes solicitar ese cargo público porque estás incapacitado». El Congreso aprobó un proyecto de ley específico para que Tommy pudiera solicitar trabajo en el fbi a pesar de su edad. Se graduó en la academia del fbi para retirarse veinte años después de iniciar su carrera.
Nuestros instructores nos explicaron las reglas y regulaciones, junto con los estándares de suspenso y aprobado relativos a los exámenes de la academia, cualificación de armas de fuego y pruebas físicas. El aprobado estaba en los ochenta y cinco puntos de cien; ochenta y cuatro o menos suponían un suspenso. Dos suspensos académicos suponían el decaimiento automático del candidato. Si suspendías, te sería proporcionado otro examen sobre el mismo asunto. Si aprobabas, continuabas, pero si suspendías, fallabas a la academia por completo. Desaparecías; nadie veía cómo te marchabas o a dónde te ibas. Si suspendías tus exámenes de armas de fuego, se te concedía una hora extra de formación y tiempo para centrarte, para luego probar de nuevo. Si suspendías de nuevo, desaparecías. Las pruebas físicas eran iguales: si suspendías dos veces, desaparecías. Era todo bastante directo. El estrés en la academia era artificial y, más que nada, auto-inducido.
La formación legal representaba el bloque de temas más extenso a estudiar durante nuestra estancia en la academia. Pensé que era interesante y exigente porque era en su mayoría nuevo para mí. Estudiábamos las enmiendas de la Constitución que afectaban a las órdenes judiciales, de arresto o de registro, autoincriminación, imputaciones, penas crueles, inhumanas o degradantes, y el debido proceso. También estudiábamos los «derechos Miranda», el uso de la «fuerza letal», y otros asuntos legales que afectaban a diferentes agencias policiales.
No obstante, el bloque de temas más extenso relativo al proceso académico en su conjunto fue la formación con las armas de fuego. Nos fue entregado un Smith & Wesson modelo 10-6, que era un revólver de cañón corto de cinco centímetros, con funda de pistola y cartuchera con munición extra. Era un revólver de cañón corto con una pinta muy chula, como el que se veía en las series policiales de la televisión. Durante mi primer contacto con dicha arma me percaté de lo malo que era con ella. Tendría una pinta chula, pero se trataba de un arma de corto alcance, no precisamente la mejor para disparar a cincuenta metros de distancia. Yo era un ex marine, muy macho, que podía sacarle los ojos a una hormiga con un rifle a trescientos metros de distancia, pero iba a descubrir que las pistolas eran un mundo aparte. Afortunadamente, el fbi contaba con grandes conocimientos sobre armas de fuego como para ofrecer formación adecuada en este terreno.
Existía una corriente subterránea de urgencia en la Unidad de Formación en Armas de Fuego, y en la academia entera para el caso. Uno podía percibirlo, especialmente en las sesiones de tiro. Justo el mes antes de empezar mi formación, tres agentes del fbi habían sido asesinados a tiros en dos incidentes distintos. Esos tres agentes fueron asesinados un mismo 9 de agosto de 1979. ¿Cuántas posibilidades había de que tal cosa ocurriese? Había oído hablar de ambos incidentes, pero desconocía los detalles. El primer incidente fue la muerte de dos agentes a tiros en la Oficina Regional El Centro, una Resident Agency (ra). La ra era una oficina satélite de una oficina local, y El Centro era una oficina satélite de la oficina principal de San Diego. Al parecer, uno de los informadores de los agentes fallecidos llamó para decir que quería ir a la oficina, que estaba a cargo de dos agentes, para aportar nuevas informaciones, algo rutinario en la policía. Cuando el tipo hizo su aparición, estaba armado con una escopeta y una pistola. Hubo un tiroteo y ambos agentes, Charles W. Elmore y J. Robert Porter, perecieron. El tipo hizo lo correcto y se suicidó.
El segundo incidente tuvo lugar en la oficina de Cleveland. Varios agentes habían estado buscando a un fugitivo, cuando el agente especial L. Oliver fue sorprendido y asesinado por el fugitivo en cuestión en el pasillo de un edifico de viviendas. El fugitivo pudo escapar pero fue luego capturado. Era suficientemente duro lidiar con la pérdida de un agente, ni que hablar tiene de tres profesionales el mismo día. Cuando llegamos a la academia en septiembre, pudimos sentir que había un compromiso añadido, una determinación en la Unidad de Formación en Armas de Fuego a hacer de la formación un asunto de primera y máxima importancia. Era todo muy real puesto que, a pesar de que el fbi era una organización a escala nacional, seguía siendo una pequeña y muy unida familia. Yo, personalmente, así lo experimenté y me beneficié de ello en años posteriores.
Mi ilusión de graduarme en la academia del fbi era enorme, y los cuatro meses pasaron rápidamente. Habíamos llegado como materia prima para ser moldeados hasta convertirnos en agentes del fbi. Diciembre llegó y estábamos a punto de recibir la placa dorada y las credenciales para las cuales tan duramente habíamos trabajado. Nos llamaron a los veintinueve presentes por orden alfabético. Cuando fui llamado, me acerqué con mi mejor porte al estilo de los marines, me planté en el lugar estipulado, estreché la mano, tomé mis credenciales y sonreí para la foto. Mientras volvía a mi lugar, pensaba: «Vaya, lo logré, lo logré». Estaba tan orgulloso: «Un chico de pueblo está prosperando». Traté de no mirar mi placa y credenciales; les eché un masculino vistazo del tipo «esto no es para tanto» mientras me sentaba. Una vez en el asiento miré atentamente ambos artículos. En las credenciales se lee:
Edmundo Mireles Jr. es un Agente Especial Regular del Federal Bureau de Investigación, del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Y, como tal, cuenta con el deber de investigar violaciones de las leyes de los Estados Unidos, recoger pruebas en casos en los que los Estados Unidos puedan tener algún interés, al tiempo que cumple con otras obligaciones impuestas por ley.
Mientras salía memoricé algunas sabias palabras que uno de nuestros instructores nos había comunicado. Dijo: «Cuidad de vosotros mismos, de vuestras familias, de unos y otros, y no olvidéis, ¡vuestro trabajo consiste en meter a gente en la cárcel! Algunas veces no quieren ir pacíficamente, así que tendréis que ayudarles».
No sabía yo entonces lo atinado que iba ser este consejo en tiempos venideros.
2. fbi: la delegación en Washington
Mi primer destino fue la delegación del fbi en Washington, también llamada wfo (Washington Field Office). La mayor parte del trabajo era bastante rutinario con relación a los estándares del fbi: entrevistas, vigilancia, unas cuantas detenciones y mucho papeleo. En torno al 50 % del trabajo era contrainteligencia y el 10 % trabajo criminal, mientras que el 40 % de nuestras labores eran las propias de novatos. Estas últimas