Tiroteo en Miami. Edmundo Mireles
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Realizar este tipo de investigaciones del historial personal es algo muy relevante, solo que no es glamuroso ni excitante, y dichas labores normalmente recaen sobre agentes —de ambos sexos— recién incorporados. De hecho, hay una buena razón para que los novatos desempeñen dichos encargos: uno aprende así a moverse por la ciudad siguiendo las pistas al tiempo que aprende sobre el papeleo de la agencia sin echar a perder ninguna causa criminal en caso de que meta la pata.
Por aquel entonces yo era uno de los cinco agentes que hablaba español en toda la wfo. Siempre que había una queja emitida en español, ya fuese telefónica o presencial, uno de dichos agentes debía encargarse de ella. Tras varios meses aprendí que dichas quejas eran por lo general propias de personas que oían voces en sus cabezas, recibían ondas de radio en sus cerebros emitidas por alienígenas, o veían a gente muerta. No era en absoluto la experiencia que imaginaba que me encontraría en el fbi.
Durante mi tiempo en la wfo pude saborear algún trabajo de infiltrado y tuve experiencias de primera mano en el mundo de la contrainteligencia. Fui uno de los afortunados que acabó trabajando en una brigada criminal, donde realizamos trabajo de campo de primera clase. También aprendí rápidamente cómo un agente primerizo del fbi podía verse arrastrado por incidentes que quedarían registrados en los libros de historia.
El 4 de noviembre de 1979, un grupo de estudiantes radicales iraníes asaltaron la embajada de Estados Unidos en Teherán, y tomaron rehenes entre los trabajadores de la embajada, junto con otros ciudadanos estadounidenses. El Departamento de Estado expulsó del país a varios diplomáticos iraníes en diciembre, pero las cosas empezaron a calentarse de verdad en abril de 1980, cuando el presidente Jimmy Carter ordenó el cierre de la embajada de Irán en Washington, D.C., y expulsó del país a todos los diplomáticos iraníes que quedaban. A numerosas agencias, incluido el Departamento de Estado, el fbi, el Servicio Secreto, la Policía de Parques Nacionales, el Departamento de Policía Metropolitana de Washington, el us Marshal Service, y el Servicio de Inmigración y Naturalización les fue encargado servir de apoyo en el caso. Se estableció un área de control de cinco manzanas en torno a la embajada de Irán supuestamente para desviar y canalizar el tráfico, aunque la verdadera motivación era garantizar la seguridad. Nadie sabía muy bien cómo iban a reaccionar los diplomáticos iraníes, o cuáles eran las órdenes recibidas por ellos por parte del ayatolá desde Irán, por lo que una amplia zona fue acordonada en caso de que los iraníes optaran por hacer alguna tontería.
A muchos agentes del fbi les fue asignado vigilar dicha zona día y noche junto con otras agencias policiales para asegurarse de que ningún diplomático o funcionario iraní «escapaba» de nuestra red de vigilancia. No se permitía entrar o salir a nadie sin que presentara su identificación en el puesto de control. Se les concedieron setenta y dos horas a los diplomáticos para que resolvieran sus asuntos y abandonaran el país, aunque un equipo de vigilancia acompañaba siempre a cada uno de ellos. Fui asignado a uno de estos equipos de vigilancia que seguiría a un diplomático hasta que llegase la hora de irse. Era una forma de vigilancia directa y provocadora como la realizada por la Unión Soviética con nuestros diplomáticos en el Bloque Oriental.
Sin embargo, los iraníes sorprendieron a todos cuando acordaron abandonar el país el 9 de abril. Subieron sus maletas a dos autobuses que ellos mismos habían fletado; arriaron su bandera aproximadamente a las siete de la tarde y unos cuarenta y cinco minutos después se dirigieron al aeropuerto de Dulles escoltados por la policía. Debía haber cien vehículos de policía en la caravana, junto con otras unidades policiales que esperaban en el aeropuerto. Los iraníes embarcaron en un vuelo comercial de British Airways con destino a Londres y abandonaron Estados Unidos a las 10:15 p. m. Los nuestros, los rehenes estadounidenses, permanecieron en su cautiverio durante otros nueve meses, hasta que fueron liberados el 20 de enero de 1981.
También tuve la inolvidable experiencia de responder al atentado contra el presidente Reagan el 30 de marzo de 1981. Estaba conduciendo hacia el Departamento de Estado para revisar una solicitud de pasaporte y tenía la radio puesta en la emisora wtop. En torno a las 2:25 p. m., cuando casi había llegado al edificio del Departamento de Estado, cerca del Lincoln Memorial, el locutor anunció que el presidente Reagan había sido alcanzado por una bala en el hotel Washington Hilton. Me quedé anonadado. Aparqué mi vehículo en el arcén, saqué un bolígrafo y un cuaderno y esperé a anotar más detalles. Cuando el locutor afirmó que varias personas que acompañaban al presidente también habían recibido disparos, llamé al wfo para avisarles de lo que acababa de ocurrir. De pronto la radio del fbi cobró vida y se me ordenó que fuese al Hilton. Llegué justo veinte minutos después del tiroteo. El departamento de policía metropolitana (mpd) ya había tendido las cintas de balizamiento para impedir el tráfico y acordonar la escena del crimen. Había unos treinta vehículos de policía y en torno a unas mil personas rodeando la zona en cuestión. Me dirigí directamente hasta la línea policial y aparqué en medio de la calle, ya que la mpd había cortado el tráfico en la avenida de Connecticut. Mostré mis credenciales a los miembros de la mpd y me dejaron aparcar ahí mismo. Miré a mi alrededor y pensé: «¡Mierda! Alguien ha intentado matar al presidente Reagan».
Ahí estaba yo, un bisoño agente del fbi con dieciocho meses de servicio a mis espaldas, en la escena del crimen para recoger pruebas y hacer entrevistas. Miré a mi alrededor y traté de proyectar garbo y confianza en mí mismo, pero empecé a sudar, a pesar de que la tarde era bastante fresca. No contaba con ningún equipo para analizar lo que pudiera haber en la escena del crimen. Acepté el hecho y me puse a buscar al agente a cargo de la escena del crimen para avisarle de que el fbi había llegado. Justo entonces miré desde la colina hacia abajo y reconocí a un compañero que subía por la avenida de Connecticut. Aparcó al lado de mi vehículo y cuando salió del mismo prácticamente le abracé. Dios existe y esto era prueba de ello. ¿Quién mejor en la escena del crimen de un intento de asesinato del presidente que un agente especial sénior con experiencia, que además había sido supervisor del laboratorio del fbi?
Cuando nos acercamos algo más a la escena vimos manchas de sangre por toda la acera de la puerta lateral del hotel. Los detectives a cargo y los agentes del Servicio Secreto nos proporcionaron los detalles de lo que había ocurrido. Un pistolero había efectuado cinco o seis disparos desde un punto cercano a la entrada lateral, desde el lado este de la entrada lateral del Hilton. Los disparos fueron efectuados en dirección suroeste, por lo que cualquier disparo que hubiese fallado su objetivo habría impactado en el edificio de oficinas Universal, que estaba al otro lado de la calle. Se establecieron tres perímetros en la escena del crimen. La primera capa era la que había en torno a la entrada lateral donde las víctimas habían sido abatidas, y se extendía hasta el espacio donde había estado aparcada la limusina del presidente. La siguiente capa era un área circular más amplia que rodeaba el lugar ocupado por la limusina del presidente. La última zona era el resto del bloque y el edificio de oficinas Universal.
Comenzamos a analizar la escena, y una de las primeras cosas que hicimos fue recoger la pistola empleada para disparar al presidente. Me había percatado de la presencia de un agente del Servicio Secreto que caminaba con una pistola que colgaba de su muñeca. Cuando miré más de cerca, vi que la tenía enganchada con unas esposas. Tras firmar un comprobante de custodia, desenganchó la pistola de sus esposas y yo mismo custodié el revólver y lo anoté en la lista de pruebas. Recibimos informes sobre la condición médica del presidente junto con el parte de otras víctimas que habían recibido disparos. Parecía que el presidente sobreviviría, al igual que Tim McCarthy, agente del Servicio Secreto. Sin embargo, tanto un agente de la mpd como el Secretario de Prensa James Brady se hallaban en estado crítico.
No podía evitar sentirme indispuesto. No sé, llamadme idealista o anticuado, pero alguien había tratado de asesinar al presidente de los Estados Unidos de América y casi lo había logrado. El acontecimiento me llegó hasta la misma fibra de mi naturaleza policial