Nikola Tesla. Margaret Cheney
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Tesla estaba convencido de que, al igual que en su lámpara de lenteja de carbono dicho elemento se diluía en nubes de polvo de partículas atómicas, la atmósfera estaba poblada de esas mismas partículas, que bombardeaban sin cesar la Tierra y otros cuerpos siderales.
La aurora boreal constituía una de las demostraciones más palpables de que tal bombardeo era real. Aunque no disponemos de sus notas al respecto, anunció que había detectado su presencia y calculado la energía que portaban esos rayos, que se desplazaban a una velocidad de cientos de millones de voltios.[5]
Al escuchar tan inauditas aseveraciones, los físicos e ingenieros más sosegados guardaban silencio. ¿Qué pruebas aportaba?
Hoy sabemos que las reacciones termonucleares de sesenta y cuatro millones de vatios (o voltios-amperios) registradas en cada metro cuadrado de la superficie solar son la causa de la radiación de rayos X, ultravioletas, visibles e infrarrojos, así como de las ondas de radio y las partículas solares.
Según nuestros conocimientos, como resultado de la formación y consunción de partículas, así como de la alta energía que se produce cuando entran en colisión, los rayos cósmicos adoptan las diversas formas y configuraciones que llegan hasta nosotros. Y no sólo tienen su origen en el Sol, sino que también proceden de las estrellas y de las supernovas, o estrellas que explotan.
Los electrones y protones que, desde el Sol, se aproximan a nuestro planeta y quedan atrapados en el campo magnético que rodea la Tierra forman los cinturones de radiación de Van Allen. La radiación solar, tanto la visible como la invisible, es la que determina la temperatura que se registra en la superficie de cada planeta. Las auroras boreales son el resultado de la colisión de partículas solares con los átomos de la estratosfera terrestre.
Cinco años después de esta conferencia de Tesla, el físico francés Henri Becquerel descubriría los misteriosos rayos que emitía el uranio. Con sus investigaciones sobre el radio, cuyos átomos de uranio se desintegraban de forma espontánea, Marie y Pierre Curie confirmaron sus hallazgos. Equivocadamente, Tesla había creído que los rayos cósmicos eran la única causa de la radioactividad del radio, del torio y del uranio. Pero no andaba errado cuando se había referido al bombardeo de los “rayos cósmicos”, a saber, que partículas subatómicas de alta energía podían convertir otros elementos en radioactivos, como demostraron Irene Curie y su marido, Frédéric Joliot, en 1934.
Aunque la comunidad científica de la época no aceptó la teoría de Tesla acerca de los rayos cósmicos, dos científicos que más tarde alcanzarían merecido renombre en este campo reconocían la deuda contraída con el inventor. Treinta años habrían de transcurrir antes de que el doctor Robert A. Millikan volviese a descubrir la radiación cósmica. En un primer momento, pensó que tales rayos eran de naturaleza ondulatoria, como la luz, es decir, que se trataba de fotones más que de partículas portadoras de carga eléctrica, cuestión ésta que desembocó en una agria controversia entre dos premios Nobel, Millikan por un lado, y Arthur H. Compton por otro; este último pensaba, y sostenía haber demostrado, que la radiación cósmica la constituían partículas de materia de alta velocidad, tal y como Tesla había descrito.
Tanto Millikan como Compton se reconocieron deudores de las intuiciones de su predecesor victoriano. Pero la ciencia seguiría su propia senda, desvelando que los rayos cósmicos eran una materia mucho más enjundiosa y compleja de lo que ambos científicos habían imaginado.
Por otra parte, la misteriosa lámpara de lenteja de carbono con la que Tesla había dejado boquiabierta a la concurrencia, aquel 20 de mayo de 1891 en el Columbia College, desbrozaba el camino que habría de culminar en el microscopio de barrido electrónico. La lámpara en cuestión producía partículas con carga eléctrica emitidas a gran velocidad desde un punto diminuto de la lenteja, alimentada por una corriente de alta potencia. Tales partículas reproducían en imágenes fosforescentes, observables en la superficie esférica de la bombilla, la estructura microscópica del minúsculo punto en donde se generaban.[6]
El único límite para ampliar la imagen así obtenida residía en el tamaño de la esfera de cristal: a mayor radio, mayor aumento. Como los electrones son más pequeños que las ondas luminosas, las emisiones de electrones pueden agrandar los objetos demasiado pequeños para ser observados por las ondas luminosas.
A Vladimir R. Zworykin se le atribuye el mérito de haber creado el microscopio electrónico, allá en 1939. No obstante, la descripción que hace Tesla del efecto conseguido con su lámpara de lenteja de carbono, cuando recurría a niveles de vacío ultra alto, coincide casi literalmente con la descripción del millón de aumentos que permite un microscopio de barrido electrónico.[7]
Otro de los efectos observables gracias a la lámpara de lenteja de carbono guardaba relación con el fenómeno conocido como resonancia. A la hora de explicar el principio de la resonancia, Tesla recurría a menudo a las analogías de la copa de vino y del columpio. Cuando la nota de un violín resquebraja una copa de cristal hasta romperla, deducimos que las vibraciones del aire producidas por el instrumento están en la misma frecuencia que las vibraciones de las moléculas que componen el cristal.
Pongamos, por otra parte, que una persona de cien kilos se está columpiando, y que un chico de sólo veinticinco kilos de peso la empuja con una fuerza equivalente a medio kilo. Si el muchacho acompasa sus empellones hasta hacerlos coincidir con el vaivén del columpio y aumenta en medio kilo el impulso que imprime cada vez, a no ser que pretenda que el ocupante del columpio acabe volando por los aires, deberá detenerse en algún momento.
“El principio se cumple al pie de la letra: basta con continuar aplicando una pequeña fuerza en el momento preciso”, aseguraba Tesla.
En este sentido, puede decirse que la lámpara de lenteja de carbono de Tesla es precursora del acelerador de partículas. Al colocar una lenteja de carborundo en el interior de una esfera de cristal en la que había hecho un vacío casi perfecto, y conectarla con un generador de corriente alterna de alto voltaje y rápida frecuencia, conseguía dotar de carga las pocas moléculas de aire que quedaban. Éstas se desprendían de la lenteja a velocidad cada vez mayor, llegaban al cristal, rebotaban y volvían al punto de origen, pulverizando las partículas de carbono en átomos que se sumaban al torbellino de moléculas de aire, provocando una disgregación aún más acusada.
“A frecuencias lo suficientemente altas –afirmaba–, podemos considerar insignificante la pérdida ocasionada por la elasticidad imperfecta del cristal…”.[8]
En 1939, Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de California, Berkeley, fue galardonado con el premio Nobel como inventor del ciclotrón. Se ha contado que, al parecer:
en 1929, cayó en sus manos […] el trabajo de un físico alemán que, recurriendo a dos impulsos electrostáticos en lugar de uno solo, había conseguido transmitir a los iones de potasio contenidos en un tubo de vacío el doble de energía de la que hubieran absorbido a un determinado voltaje. Lawrence se preguntó si, igual que el impulso se había duplicado, no sería posible triplicarlo o multiplicarlo tantas veces como hiciera falta. El único problema consistía en cómo transmitir a esas partículas una carga energética cada vez mayor hasta conseguir un momento de gran magnitud, como el de un niño en un columpio.[9]
Con cristal y lacre, Lawrence construyó una máquina que acelerase las partículas, una cámara de vacío en forma de disco, de unos diez centímetros de diámetro, rodeada de un potente electroimán; en el interior, colocó dos electrodos de forma semicircular a los que denominó placas