Nikola Tesla. Margaret Cheney
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La cuestión de si Tesla había desintegrado en realidad el núcleo atómico del carbono, como exponía su primer biógrafo, poco tiene que ver con el alcance revolucionario de su hallazgo. El propio inventor aseguraba que las moléculas de gas resultantes se estrellaban con tanta violencia contra la lenteja de carbono que ésta se ponía incandescente, como un sólido en un estado de maleabilidad parecido al del plástico.
Es posible que Lawrence nunca hubiera oído hablar de la lámpara que bombardeaba moléculas de Tesla. Pero sin duda sí estaba al tanto de las tentativas de Gregory Breit y su equipo del Carnegie Institute de Washington en 1929 para construir un acelerador de partículas. Y habían recurrido a una de las bobinas de cinco millones de voltios de Tesla para disponer de la energía que necesitaban. Sin aquel artilugio, jamás habrían funcionado las máquinas capaces de desintegrar átomos.
Disponemos de las descripciones de la lámpara de lenteja de carbono, o de bombardeo molecular, de Tesla que se conservan en los archivos históricos de cinco sociedades científicas.[10] Por desgracia, a principios de la década de 1890 ninguno de estos círculos estaba en condiciones de percatarse de la trascendencia que encerraba aquel antepasado de la tecnología de la era atómica.
Tanto Frédéric e Irene Joliot-Curie como Henri Becquerel, Robert A. Millikan, Arthur H. Compton y Lawrence recibieron un premio Nobel. En 1936, su ganador fue Victor F. Hess por haber descubierto la radiación cósmica. No estaría de más que, a modo de sencilla reparación, la comunidad científica se decidiese a reconocer los méritos de Tesla en estos campos.
Aunque muchos de sus colegas, por no decir la mayoría, no comprendieran del todo el mensaje que trataba de transmitirles, Tesla espoleó el interés de unos pocos, que se vieron afectados de una suerte de desvarío temporal, parecido al que experimentan quienes, en nuestros días, se asoman por vez primera a su universo. “No se detenía en los avances que había conseguido –recordaba el mayor Edwin A. Armstrong, que llegaría a convertirse en un prolífico inventor durante la era de la radio–, sino que transmitía la inquietud propia de una imaginación desbordante, que se negaba a doblegarse ante lo que otros consideraban dificultades insuperables; una imaginación cuyas pretensiones, en no pocos casos, hemos de situar aún en el terreno de la especulación”.[11]
O, como le aseguraría el científico inglés J. A. Fleming en una carta: “Reciba mi más cordial enhorabuena por tan importante éxito […] A partir de ahora, no creo que nadie sea capaz de poner en duda que es usted un mago de primer orden, el primero de la Orden de la Espada Flamígera, digamos”.[12]
Rastrear de forma ordenada la actividad de Tesla durante estos años es tarea poco menos que imposible. Sin apartarse del campo de la electricidad, fenómeno misterioso en el que ponía todo su afán, parecía estar en todas partes y al mismo tiempo, trabajando en diferentes proyectos que se solapaban y relacionaban entre sí. Más que una corriente de partículas discretas, o paquetes ondulatorios regidos por las mismas leyes que las partículas, como se afirma en nuestra época, Tesla pensaba que la electricidad era un fluido dotado de poderes trascendentales, pero que se avenía a seguir determinadas leyes físicas.
Aunque habría que esperar a 1897, año en que el físico británico Joseph J. Thomson descubriría el electrón, en cuestión de unos pocos años Tesla señalaría el camino por el que habría de discurrir la electrónica moderna.
En 1831, Faraday había demostrado que era posible convertir la energía mecánica en corriente eléctrica. El mismo año en que Tesla vino al mundo, el inglés lord Kelvin había dado un paso más allá, con una idea de la que se serviría el inventor serbo-norteamericano al comienzo de sus indagaciones sobre un nuevo generador de corriente de alta frecuencia, mucho más alta que la que podía obtenerse por medios mecánicos.
Se pensaba entonces que, cuando un condensador se descargaba, era porque la electricidad, como el agua, fluía entre los conductores. Kelvin demostró que se trataba de un proceso mucho más complejo: la electricidad pasaba de uno a otro de los conductores y retornaba al primero hasta que se consumía toda la energía acumulada, transformándose en una altísima frecuencia de cientos de millones de ciclos por segundo.
El día que, en Budapest, Tesla acuñó el concepto de campo magnético rotatorio, había tenido la corazonada de que el universo era una sinfonía de corrientes alternas, armonías que recorrían una vasta serie de octavas. La corriente alterna de 60 ciclos por segundo no era sino una única nota de la octava más baja. Con una frecuencia de miles de millones de ciclos por segundo, en una de las octavas más altas, se situaba la luz visible. Pensaba que sólo adentrándose en el inmenso campo de las oscilaciones eléctricas, desde su corriente alterna de baja frecuencia a las ondas luminosas, llegaría a hacerse una idea más cabal de la sinfonía del cosmos.
Los trabajos de James Clark Maxwell en 1873 revelaron la existencia de un amplio campo de oscilaciones electromagnéticas situadas por encima y por debajo de la luz visible, oscilaciones de longitudes de onda mucho más cortas y mucho más largas. En Bonn, en 1888, investigando sobre longitudes de onda más largas que las de la luz o el calor, el profesor alemán Heinrich Hertz no sólo había demostrado la pertinencia de la teoría de Maxwell, sino que se convertiría en el primero en generar radiaciones electromagnéticas. Tras enviar una gran carga eléctrica a través del explosor mediante una bobina de inducción y comprobar que un chispazo más pequeño saltaba entre los bornes de otro, situado un poco más allá, los experimentos de Hertz pusieron de manifiesto la existencia de un campo magnético. Por esa misma época, en Inglaterra, sir Oliver Lodge trataba de proceder a la detección de diminutas ondas eléctricas en circuitos por cable.
Los materiales empleados por Hertz eran rudimentarios, y la bobina en donde se originaba la chispa tan poco práctica como peligrosa. En ese momento, apareció Tesla con algo diferente y mucho más avanzado: una serie de alternadores de alta frecuencia que producían oscilaciones de hasta 33.000 ciclos por segundo (33.000 hercios, frecuencia que hoy calificaríamos de media a baja), un mecanismo que era, en realidad, un anticipo de los grandes alternadores de alta frecuencia desarrollados en un futuro aún lejano para las transmisiones radiofónicas mediante ondas continuas, pero insuficiente para satisfacer las necesidades inmediatas del inventor. Ideó entonces lo que conocemos como bobina Tesla, un transformador de núcleo de aire en resonancia con una bobina primaria y otra secundaria, un transformador que, a altas frecuencias, convierte corrientes altas y de bajo voltaje en corrientes bajas y de alto voltaje.
Al poco tiempo, este aparato para producir altos voltajes que, aún en nuestros días y de una u otra manera, se utiliza en los receptores de radio y de televisión, se convirtió en herramienta imprescindible de investigación en los laboratorios de ciencias de todas las universidades, puesto que permitía amplificar las débiles y amortiguadas oscilaciones del circuito ideado por Hertz y soportaba corrientes de casi cualquier magnitud. En este sentido, Tesla se adelantó en unos cuantos años a los primeros experimentos de Marconi.
La necesidad de aislar el equipo de alto voltaje le sugirió la conveniencia de sumergirlo en aceite para evitar el contacto con el aire, idea que pronto se abrió paso en el mercado convirtiéndose en el sistema universal de aislamiento para todos los aparatos de alta tensión. Para reducir la resistencia de las bobinas, Tesla recurrió a conductores trenzados, con dos cables separados y aislados. Como rara vez encontraba el momento de patentar los aparatos que utilizaba o los métodos que seguía en sus investigaciones, también este hallazgo pasó a formar parte del acervo común. Años después, otros se encargarían de comercializarlo: es lo que hoy se conoce como “hilo Litz”, término derivado de cable Litzendraht (“cable trenzado”).
Desarrolló,