Nikola Tesla. Margaret Cheney
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Vuelto hacia una de las mesas, el orador seleccionaba uno de los muchos y delicados objetos que había a su alrededor.
Aquí tienen un tubo de cristal normal, del que hemos extraído el aire en parte –decía–. Lo sostengo en la mano, pongo mi cuerpo en contacto con un cable por el que circula una corriente alterna de alto voltaje, y verán que el tubo resplandece. Sea cual sea la posición en que lo mantenga, lo mueva hacia donde lo mueva, por mucho que me aleje, su suave y agradable resplandor persistirá sin perder luminosidad.[2]
En el momento en que el tubo comenzó a brillar, enviando de paso un mensaje tranquilizador acerca de la corriente alterna, el “profesor” Brown, un infiltrado de Edison, se levantó con sigilo y se escabulló de la sala. Cuando le contase lo que acababa de ver, su jefe se pondría fuera de sí. George Westinghouse, que había llegado desde Pittsburgh para asistir a la conferencia, inclinó la cabeza haciendo un gesto de aprobación y sonrió.
Tesla mostró a continuación sus lámparas sin cables o sin electrodos, alimentadas por inducción cuando se acoplaban a un generador de alta frecuencia inventado por él, uno más de sus hallazgos tras constatar que, a presión reducida, los gases se convertían en magníficos conductores. Como observaron los asistentes, aunque las trasladase a cualquier parte del recinto, las lámparas seguían funcionando como por arte de magia. Nunca exploró las posibilidades comerciales, pero se trata de un campo que, ochenta años después, seguía siendo objeto de investigación, como atestiguan algunas patentes recientes.
Roland J. Morin, ingeniero jefe de Sylvania GTE International, de Nueva York, escribiría más adelante: “Estoy convencido de que las demostraciones que (Tesla) llevó a cabo de estas fuentes de luz durante la Exposición de Chicago en 1893 representaron el punto de partida para que el Dr. McFarlan Moore pusiese a punto y anunciase la comercialización de las lámparas fluorescentes…”.
Siempre generoso hacia los científicos que habían allanado el camino, Tesla reconoció la deuda que tenía contraída con sir William Crookes, quien, en la década de 1870, había ideado una válvula de vacío con dos electrodos en su interior. En alusión a “ese mundo inexplorado” (que, más tarde, se identificaría como un flujo de electrones), se extendió sobre los resultados conseguidos con corrientes alternas de altos voltajes y frecuencias.
Con sorpresa, hemos observado que la energía eléctrica de la corriente alterna que circula por un cable se nos revela no tanto en el propio tendido como en el espacio que lo rodea, manifestándose en forma de calor, luz, energía mecánica y, lo más llamativo, como afinidad química.
Luego posó sus dedos largos en otro objeto.
Aquí tenemos una lámpara vacía que pende de un solo hilo… Si la tomo en mis manos y coloco una lenteja de platino sobre ella, veremos que el metal se torna incandescente.
Veamos ahora esta bombilla conectada a un cable; si toco el casquillo de metal, observaremos las espléndidas tonalidades de la luz fosforescente que se producirá en su interior.
Reparen en cómo, aislado encima de esta tarima, pongo mi cuerpo en contacto con uno de los bornes por los que circula la corriente que produce esta bobina secundaria de inducción […], verán los destellos de luz que aparecerán en la parte más alejada de la bobina al tiempo que ésta comienza a vibrar con fuerza.
Fíjense. Colocaré ahora estos trozos de tela metálica sobre los bornes de la bobina. Por los destellos luminosos que observamos […], advertimos que se ha producido una descarga.
En su opinión, siempre que se investigaba algo, si había una bobina de inducción por medio, se producía algún resultado interesante o que tuviera alguna aplicación práctica para, acto seguido, describir otros fenómenos que había observado en el laboratorio, como “grandes molinillos que, en la oscuridad, resplandecen maravillosamente con abundancia de destellos”, o que siempre había soñado con conseguir “una insólita llama rígida”. En ocasiones, los asistentes tenían la impresión de que, para él, tan importantes eran los efectos visuales como los resultados tangibles. Pero, a continuación, siempre los obsequiaba con una catarata de “aplicaciones prácticas”.
Por ejemplo, les presentó un motor que funcionaba con un cable único: el espacio, que hacía las veces de circuito de retorno. Para retomar el hilo de su discurso, en contra de quienes presumían de sensatos porque se oponían a tales banalidades, habló de la posibilidad de unos motores que funcionasen sin necesidad de cables, de la energía contenida en el aire, al alcance de todo el mundo.
Es muy posible –añadía– que esos motores que no precisan de cables puedan ponerse en funcionamiento de forma remota estableciendo conexiones a través de aire enrarecido. La corriente alterna, sobre todo de alta frecuencia, circula con sorprendente facilidad incluso a través de gases sólo ligeramente enrarecidos. En las capas altas, la atmósfera está enrarecida. Alcanzar unos cuantos kilómetros de altura en la atmósfera no entraña mayores dificultades que las de índole puramente mecánica. No hay duda de que con las posibilidades que brindan las altas frecuencias y los materiales aislantes, las descargas luminosas podrían surcar kilómetros de aire enrarecido, transportando así una energía de cientos de miles de caballos de fuerza capaces de poner en funcionamiento motores o lámparas, por alejados que estén de la central generadora. He sacado a colación estos esquemas de funcionamiento como una mera posibilidad, porque, en el futuro, no serán necesarios para llevar la energía de un punto a otro. No habrá necesidad de transportarla, tan sencillo como eso. Las generaciones futuras tendrán la posibilidad de poner en marcha las máquinas con la energía que obtengan en cualquier punto del universo. No estoy diciendo nada nuevo… Se trata de una idea ya expresada en el delicioso mito de Anteo, que sacaba la fuerza de la Tierra, la misma que descubrimos en las sutiles especulaciones de uno de sus espléndidos matemáticos… Hay energía en el espacio, sin duda. ¿Será estática o cinética? Si estática, nuestras expectativas se desvanecerán en el aire; si cinética, y estamos seguros de que lo es, que el hombre acomode su maquinaria a la marcha de la rueda de la naturaleza es sólo cuestión de tiempo…[3]
Con todo, el número fuerte de las apariciones públicas de Tesla (que discurrió para las conferencias que dictaría en Inglaterra y Francia) era un tubo de unos quince centímetros en el que se había hecho el vacío, al que se refería como la lámpara de la lenteja de carbono, un instrumento que le permitía explorar nuevos campos.[4]
El artilugio consistía en un pequeño bulbo de cristal que contenía un pequeño trozo de material montado en el extremo de un filamento único conectado a una corriente de alta frecuencia. La lenteja central de material propulsaba electroestáticamente las moléculas de gas contra el recipiente de cristal, donde rebotaban para regresar de nuevo a la pastilla de material, chocando contra ella y calentándola hasta ponerla incandescente, en un proceso que se repetía millones de veces por segundo.
Según la potencia de la fuente, podían alcanzarse temperaturas tan elevadas que sublimaban o fundían al instante la mayoría de los materiales. Tesla realizó experimentos con lentejas de diamante, rubí o circona, hasta que descubrió que el carborundo no se sublimaba tan rápidamente como otros minerales ni acumulaba residuos en el tubo. De ahí el nombre con que la bautizó: lámpara de lenteja de carbono. La energía calorífica acumulada en el material incandescente se transmitía a la pequeña cantidad de gas que contenía el tubo, convirtiéndola en una fuente de luz que, con el mismo aporte de energía eléctrica que consumía la lámpara incandescente de Edison, era hasta veinte veces más luminosa.
Mientras centenares de miles de voltios de corrientes de alta frecuencia circulaban por su cuerpo, sujetaba en la mano su grandiosa creación,