La religión en la esfera pública. Javier Orlando Aguirre

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La religión en la esfera pública - Javier Orlando Aguirre

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que los progresos autónomos en el conocimiento no puedan venir a contradecir los enunciados relevantes para la doctrina de la salvación [Habermas, 2006, p. 145].

      Tercero, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante con la idea de que las razones seculares tienen primacía en la arena política, es decir, en la esfera pública formal. Según Habermas, «esto solo se logra en la medida en que los ciudadanos incorporen de una manera razonable el individualismo igualitario del derecho racional y de la moral universalista en el contexto de sus propias doctrinas comprehensivas» (Habermas, 2006, p. 145).

      Estos deberes son, según Habermas, un reflejo de los tres desafíos que la modernidad le ha planteado a las conciencias religiosas; a saber: el hecho del pluralismo religioso, el avance de las ciencias modernas y el establecimiento del derecho positivo y la moral secular social. Desde el inicio de la modernidad, las comunidades religiosas han tenido que emprender un trabajo interno de autorreflexión hermenéutica, que deben continuar y fortalecer si el objetivo es comportarse como ciudadanos religiosos y también democráticos.

      Como se ve, un elemento esencial de la propuesta de Habermas radica en su interés por lograr que las cargas que deben asumir los dos grupos de ciudadanos, es decir, los ciudadanos religiosos y los ciudadanos seculares, sean cargas simétricas.

      En efecto, como lo señala Habermas al referirse a la obligación de traducción que tienen todos los ciudadanos:

      Este trabajo de traducción tiene que ser entendido como una tarea cooperativa en la que toman también parte los ciudadanos no religiosos para que los conciudadanos religiosos que son capaces y están dispuestos a participar no tengan que soportar una carga de una manera asimétrica. Los ciudadanos religiosos pueden manifestarse en su propio lenguaje solo si se atienen a la reserva de la traducibilidad; esta carga queda compensada con la expectativa normativa de que los ciudadanos seculares abran sus mentes al posible contenido de verdad de las contribuciones religiosas y se embarquen en diálogos de los que bien puede ocurrir que resulten razones religiosas en la forma transformada de argumentos universalmente accesibles [Habermas, 2006, p. 139].

      De forma similar, como explícitamente lo afirma Habermas:

      Dentro de este marco, lo que nos interesa es la cuestión aún no resuelta de si la concepción revisada de la ciudadanía que yo he propuesto no sigue imponiendo después de todo una carga asimétrica a las tradiciones religiosas y a las comunidades religiosas [Habermas, 2006, p. 146].

      Sin embargo, por razones similares, los ciudadanos seculares tampoco se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada al adoptar una actitud secularista, es decir, aquella que le niega todo valor a la religión y la considera, si acaso, una “reliquia del pasado”.

      Esta distinción entre una actitud secular y una secularista es una distinción conceptual fundamental en la perspectiva de Habermas. En sus propias palabras:

      Desde una perspectiva terminológica, distingo entre los términos ‘secular’ y ‘secularista’. Al contrario de la posición indiferente de una persona ‘secular’ o no creyente que, frente a las reivindicaciones del valor de la religión, se comporta de una forma agnóstica, los ‘secularistas’ adoptan una postura polémica respecto a las doctrinas religiosas que, pese a que sus derechos no son científicamente justificables, gozan aún de relevancia en el ámbito público. Hoy día, el secularismo se apoya con frecuencia en una línea dura de naturalismo, es decir, un naturalismo científicamente fundamentado [Habermas, 2009, p. 77].

      Por lo tanto, si el Estado democrático protege la experiencia religiosa de sus ciudadanos y los declara así, ciudadanos “completos”, esto es, miembros libres e iguales de la comunidad política que se conciben a sí mismos (y exigen que los demás que los conciban así) como autores y no como simples sujetos de las leyes, los ciudadanos religiosos no deben temer participar, como ciudadanos religiosos, en las discusiones políticas de la esfera pública informal. De lo anterior se espera y presupone la previa aceptación del principio de neutralidad que, en el ámbito institucional de la administración, es decir, de la esfera pública formal, únicamente cuentan los argumentos y el lenguaje seculares. De acuerdo con Habermas:

      Aun cuando el lenguaje religioso sea el único que ellos hablan y las opiniones fundadas religiosamente sean las únicas que pueden o quieren aportar a las controversias políticas, esos ciudadanos se entienden a sí mismos como miembros de una civitas terrena que los autoriza a ser autores de las leyes a las que se someten en cuanto destinatarios. Dado que solo pueden expresarse en un lenguaje religioso a condición de que reconozcan la estipulación de la traducción institucional, esos ciudadanos pueden entenderse a

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