La religión en la esfera pública. Javier Orlando Aguirre
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Ahora bien, en este marco, un ciudadano secularista que no desee cooperar en esta tarea por considerar simplemente que la religión como tal es “el opio del pueblo”, se estaría poniendo a sí mismo en una posición privilegiada e ilegítima, una que también reduce a sus conciudadanos religiosos a una posición de inferioridad. Habermas lo expresa de la siguiente manera:
En la medida en que los ciudadanos seculares estén convencidos de que las tradiciones religiosas y las comunidades de religión son, en cierto modo, una reliquia arcaica de las sociedades premodernas que continúa perviviendo en el momento presente, solo podrán entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la preservación natural de especies en vías de extinción, puesto que, desde su punto de vista, la religión ya no tiene ninguna justificación interna. Y el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado ya solo puede tener para ellos el significado laicista de un indiferentismo indulgente. Según la versión secularista, podemos prever que a la larga las concepciones religiosas se disolverán a la luz de la crítica científica, y que las comunidades religiosas no serán capaces de resistir a la presión de una progresiva modernización social y cultural. A los ciudadanos que adopten tal actitud epistémica hacia la religión no se les puede pedir, como es obvio, que se tomen en serio las contribuciones religiosas a las cuestiones políticas controvertidas ni que examinen en una búsqueda cooperativa de la verdad un contenido que posiblemente sea susceptible de ser expresado en un lenguaje secular y de ser justificado en un habla justificativa [Habermas, 2006, pp. 146-147].
En este sentido, las “cargas” impuestas a los ciudadanos seculares se justifican en la búsqueda del reconocimiento mutuo de todos en sus roles como ciudadanos que se conciben a sí mismos (y exigen que los otros ciudadanos los conciban así) como autores y no como simples súbditos de las leyes. El ciudadano secular debe ser capaz de tomar seriamente a sus conciudadanos religiosos como potenciales contribuyentes racionales a la discusión. Ciertamente no los debe rechazar de plano desde el inicio por estar hablando en un lenguaje religioso. Si lo hace, estaría pretendiendo para sí mismo el derecho de determinar a priori y de una buena vez lo que pertenece a la esfera pública informal (Lafont, 2009, p. 250). Pero esto constituye una posición privilegiada ilegítima. Desde ella, el ciudadano secular considera a sus conciudadanos religiosos como inferiores, y, así, les niega el honor y el valor que tienen como ciudadanos que se conciben a sí mismos como autores y no como simples súbditos de las leyes. Además, él también los estaría privando de los más importantes bienes que merecen como ciudadanos; a saber: el uso público de la razón y el derecho a participar en la práctica democrática de la autodeterminación. Y esto, como se señaló, constituye también un acto de injusticia. Por ende, el requerimiento de traducción de argumentos religiosos a argumentos seculares debe ser concebido como una tarea cooperativa. En ella los ciudadanos seculares no se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada con respecto a sus conciudadanos religiosos.
El privilegio que los argumentos seculares pueden tener solo se refiere al ámbito de la esfera pública formal. Pero en los demás debates políticos que se desarrollan en el contexto de la esfera pública informal, los ciudadanos seculares no tienen ninguna posición de privilegio, lo que significa que no pueden tratar de forma desigual y sin el debido respeto a sus conciudadanos religiosos. En palabras del propio Habermas:
Los ciudadanos religiosos pueden manifestarse en su propio lenguaje solo si se atienen a la reserva de la traducibilidad; esta carga queda compensada con la expectativa normativa de que los ciudadanos seculares abran sus mentes al posible contenido de verdad de las contribuciones religiosas y se embarquen en diálogos de los que bien puede ocurrir que resulten razones religiosas en la forma transformada de argumentos universalmente accesibles. Los ciudadanos de una comunidad democrática se deben recíprocamente razones para su toma de posturas políticas. Aun cuando las contribuciones de la parte religiosa en la esfera público-política no están sometidas a ninguna autocensura, esas contribuciones dependen de los esfuerzos cooperativos de traducción. Pues, sin una traducción lograda no hay ninguna perspectiva de que el contenido de las voces religiosas encuentre acceso a las agendas y negociaciones dentro de las instituciones estatales ni de que “cuente” en el más amplio proceso político [Habermas, 2006, pp. 139-140].
Con lo anterior quisimos presentar a grandes rasgos la propuesta de Habermas sobre el papel de la religión en la esfera pública. Como lo señalamos, esta propuesta constituye el marco teórico desde el cual realizamos el análisis de los argumentos expuestos en las decisiones de la Corte Constitucional en las sentencias seleccionadas. Desde el punto de vista filosófico, la propuesta política de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública descansa en profundos presupuestos conceptuales sobre la noción de religión, el papel de la filosofía en el mundo contemporáneo, la idea de democracia y el significado de la modernidad y sus procesos de secularización. En este capítulo, no obstante, no entramos a detallar estos elementos, ya que desbordan los objetivos del presente libro. Simplemente, quisimos describir los elementos generales de la reciente perspectiva de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública. Estos elementos nos servirán en las reflexiones que presentaremos en los siguientes capítulos.
6 Más recientemente, Habermas publicó el libro Mundo de la vida, política y religión (2015). Aunque en este texto se pueden encontrar aclaraciones y matices relevantes, la perspectiva de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública se ha mantenido constante, al menos desde el año 2006. La “gran obra” de Habermas, que finalmente presentaría su versión final y sistemática sobre la religión, se encuentra todavía en preparación. Al respecto, véase Mendieta E. (2013), ‘Religion in Habermas’s work’. En C. Calhoun, E. Mendieta, J. Van Antwerpen (eds.), Habermas and religion. Cambridge UK: Polity Press.
7 Sobre el tema de la religión y la escuela de Fráncfort puede consultarse, entre otros, el libro Mendieta E. (ed.) (2005), The Frankfurt school on religion. New York: Routledge.
8 En un texto anterior Habermas había señalado que “el pensamiento posmetafísico no discute ninguna afirmación teológica determinada, sino que afirma más bien que no tienen sentido” (Habermas, 1975, p. 28).
9 Ver Habermas J. (1985). “La filosofía como vigilante e intérprete”. En J. Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa (pp. 9-30). Barcelona: Península.teles.
10 (Trad. de los A.)
11 Esto es lo que se conoce como “la condición de Rawls” (Rawls’ proviso). Según esta condición, los ciudadanos religiosos deben asumir la traducción de sus argumentos religiosos a argumentos seculares, con el fin de participar en los debates con ciudadanos no religiosos.
12 Habermas incluye en este tipo de objeciones el argumento según el cual la perspectiva de Rawls es problemática, ya que sencillamente existen muchos ciudadanos religiosos que no tienen el conocimiento o la imaginación suficientes para expresar sus convicciones religiosas en justificaciones seculares equivalentes.
13 Desde este punto de vista, la propuesta de Habermas, además de ser una corrección de la visión de Rawls, es también una respuesta a las críticas de autores como N. Wolterstorff y P. Weithman.
14 El concepto de “esfera pública informal”,