La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis

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La vida en suspenso - Colectivo Editorial Crisis Crisis

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a 305 millones de empleos a tiempo completo.

      En la Argentina, el gobierno nacional adoptó medidas destinadas a realizar una transferencia de dinero a los hogares “cuya subsistencia inmediata depende de lo que día a día obtienen con el fruto de su trabajo”. Reconociendo la “insuficiencia del sistema de seguridad social argentino”, el 23 de marzo pasado dispuso crear el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE): prestación monetaria excepcional de $ 10.000, no contributiva, para argentinos y residentes, entre 18 y 65 años de edad, que estén desocupados, se desempeñen en la economía informal, sean monotributistas (categorías inferiores) o trabajadoras domésticas que no hayan percibido ingresos por trabajos en relación de dependencia, en concepto de jubilaciones y pensiones, o planes sociales (salvo AUH). Fue concebido como pago por única vez para el mes de abril. Y debió ser prorrogado por la vía de un refuerzo.

      Las previsiones del gobierno –que rondaban los 3,6 millones de beneficiados– se vieron desbordadas: se inscribieron con la velocidad de la luz 12 millones de personas. Una conclusión obvia: este gobierno, que ha dado señales de compromiso con la cuestión social, no tiene, sin embargo, conocimiento suficiente sobre esa realidad. Por eso la inscripción masiva al IFE se sintió como un aluvión. ¿Cómo se construye una relación de saber en el Estado? ¿Cómo se hacen presentes las clases populares allí? La pregunta se hizo muchas veces. Nicos Poulantzas aportó a la cuestión. Esas clases integran las estructuras más jerárquicas en posiciones subordinadas (las policías o el Ejército). La polémica puede sonar demodé. No obstante, vale sostener la pregunta: ¿cómo se informa hoy la política? ¿Cómo son internalizadas las experiencias de vida y las estructuras de sentir, del basural de Moreno y de la zona que llaman Villa Asma? ¿En qué parte del Estado está el olor ácido que irrita la garganta? ¿Quién ve cómo se despliega en ese lugar un proceso de trabajo? Pero también, ¿cómo se calcula en las cuentas nacionales la dirección y cuantía de transferencias ínfimas y constantes hacia quienes cargan en un camión viejo los reciclados comprados a cartoneros y luego los venden a las pequeñas o medianas o grandes industrias de los alrededores? ¿Hay alguna planilla que registre las transferencias que reciben quienes no pagan enterramiento de basura porque en definitiva hay 150.000 cartoneros en el país dedicados a revertir el daño ambiental superlativo de los consumos desenfrenados? ¿Cuánto cuesta lo que las grandes empresas de recolección no llevan? Y así, porque este es un ejemplo puntual.

      Sin embargo, actualmente la Dirección Nacional de Reciclado está a cargo de María Castillo, referente cartonera del Movimiento de Trabajadores Excluidos. La conocí en acción a María, cuando organizaba el proceso de recuperación de la basura en Lomas de Zamora. También la escuché varias veces en talleres en CTEP sistematizando y socializando, con trabajadoras y trabajadores de otras cooperativas, conocimientos de promoción ambiental, de negociación de contratos con los grandes generadores, de valor agregado al proceso de recuperación. Hablaba de la organización laboral, gremial y comunitaria, todo eso junto en la práctica cartonera. Más de una vez usó expresiones inesperadas: “La excelencia cartonera nos permitió” o “Nuestra capacidad de organización productiva es tal que pudimos lograr lo que los privados no supieron”. María sabe muchas cosas que resonarán ahora puertas adentro del Ministerio de Desarrollo Social. Pero en el Estado son miles los que dirigen pequeñas partes, y las trayectorias de este tipo un puñado. Tampoco es solo un problema de cantidades, sino de una fractura proyectada, los efectos de un distanciamiento social (en sentido estricto) que se incrustaron en la materialidad del campo estatal. Porque en las últimas décadas quedó relegada a la prehistoria la discusión sobre cómo construir el tejido político de un proceso de transformación, eso que en algún tiempo expresaron las tres ramas del movimiento peronista.

      Hoy se escuchan acusaciones: “Están de los dos lados del mostrador”, se dice sobre los referentes de movimientos sociales. Algunos de los que acusan son acusados también: “Hay dirigentes gremiales que parecen ministros sin cartera”. La improductividad triste de una política defensiva. Quienes integran el puñado en el que está María Castillo ¿podrían encarnar una doble representación, como funcionarios y referentes sociales? Inscribirse como la resultante que superpone barrio y lugar de trabajo en los pliegues estatales. Poder y conflicto. Calle y gobierno. Sin embargo, los canales para refrendar (o no) la doble representación no están diseñados, ni siquiera nombrados. El 2 de junio, casi cerrando estas líneas, Alberto Fernández se reunió con el secretario general de la UTEP: el Gringo Castro. Ojalá esta instantánea de reconocimiento se acompañara con formas duraderas, nuevas institucionalidades, como una personería gremial para la UTEP. O la ampliación de un salario social complementario para todos los desalarizados. Hoy, esto último se discute abiertamente. El sistema de seguridad social es insuficiente. La única verdad son los 12 millones de inscriptos en el IFE y los 9 millones de solicitudes aprobadas.

      Así y todo, la tensión es máxima, quien no moviliza su cuerpo cada día para trabajar está en riesgo. La recesión monumental se fagocita íntegramente la propensión a negociar con el sistema. En el presente concreto y real, quienes viven una cuarentena social de varias décadas porque no pueden salir de situaciones extremas encabezan el ranking de perdedores. Pero pierden muchos más: los cuentapropistas, los asalariados suspendidos y con miedo a perder su trabajo. No estamos viviendo un keynesianismo de nuevo tipo. Es importante recortarlo así. Lo que atravesamos es el deterioro fulminante de condiciones de vida de millones de trabajadores en nuestro país, y de miles de millones en el mundo.

      Los programas sobre rentas universales, ingresos mínimos o salarios sociales no son novedosos. En los años noventa, el libro del asesor de Bill Clinton, Jeremy Rifkin, se vendía en la sucursal de Walmart de avenida Constituyentes. Letras rojas, fondo negro: El fin del trabajo. Se podía leer:

      Para el creciente número de personas que no tendrán puesto de trabajo alguno en el sector de mercado, los gobiernos tendrán dos posibilidades: construir un mayor número de prisiones para encarcelar a un cada vez mayor número de criminales o financiar formas alternativas de trabajo en el sector de voluntarios.

      ¿Disyuntivas planteadas por el neoliberalismo progresista? (Esa especie de oxímoron fue la expresión acuñada por Nancy Fraser para dimensionar la envergadura de la desilusión que hizo posible que Trump gobierne hoy.)

      La moraleja de aquellos años es que posiciones políticas muy distantes parecían coincidir en una “misma” política. Recuerdo en especial al gran sociólogo del trabajo Robert Castel, autor de La metamorfosis de la cuestión social, que visitó numerosas veces nuestro país y desarrollaba las nociones de desafiliación y de individualidad negativa de “los inútiles para el mundo”. Solía cerrar con gran desazón sus intervenciones con una idea: no pueden constituirse en movimientos de transformación social, son “no-fuerzas sociales”. Castel se explayaba con orgullo nostálgico sobre “la seguridad social”, el cimiento de la sociedad salarial francesa. Con esa arquitectura en franco derrumbe, solo quedaba a su juicio esperar que el Estado fuera capaz de llevar a cabo una operación de salvataje.

      Tal vez no prestamos suficiente atención al hecho de que las categorías y las caracterizaciones muchas veces inciden y hasta determinan las políticas. Las propuestas de ingresos mínimos y rentas universales se desplegaron históricamente con una tonalidad emotiva de destino irremediable; la pérdida de puestos de trabajo se concibió como fulminante e irreversible, y las políticas públicas que surgieron de este diagnóstico fueron, de algún modo, formas de institucionalizar la pobreza. Veamos la serie de expresiones que quedaron adheridas ahí: “Los inservibles para el funcionamiento de la maquinaria social”, los que están afuera, los que no producen, los que no trabajan, los descalificados, los millones de pobres que no tendrán lugar alguno.

      Quienes apoyan la implementación de este tipo de medidas esgrimen argumentos éticos (debemos garantizar un piso de dignidad para todo ser humano) o bien sostienen posiciones pragmáticas como la de Rifkin (cárceles o “voluntariado”). Lo cierto es que la disyuntiva convalida una suerte

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