La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis
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Olvidamos o naturalizamos una historia reciente e ilustrativa, y muy ligada al paisaje cotidiano de la cuarentena en la ciudad de Buenos Aires: que los repartidores en bicicleta fueron en el tiempo 1 empleados flexibilizados de McDonald’s y otras grandes empresas similares. En el tiempo 2, empleados tercerizados de una empresa contratada por McDonald’s para el delivery, abaratando y precarizando otras condiciones, pero aún asalariados, y contando todavía con la responsabilidad “solidaria” de la multinacional. Hoy son simplemente monotributistas. Y además de repartir, con su trabajo garantizan el big data, la ganancia financiera, la publicidad de las empresas de plataforma.
La tentación miserabilista
Los límites aparecen más nítidos en momentos históricos que producen grandes conmociones. Por ejemplo, el límite delgado y resbaladizo entre el cuidado y el control punitivista, o entre el miserabilismo (el registro paternalista de los pobres como “carentes”) y el reconocimiento de las capacidades de los sectores populares organizados.
Cuando los movimientos territoriales –y los sindicatos que acompañaron– protagonizaron hace unos años la creación del salario social complementario construyeron una pieza testigo, consecuencia de un prolongado proceso de reorganización social en los territorios que, como suele expresar el Gringo Castro, tiene una dimensión comunitaria y una gremial. Es la organización social para alimentarse, para poder trabajar, para construir la vivienda y mejorar el barrio, para reclamar y movilizarse, para el cuidado y para enterrar a los muertos (porque la emergencia en los barrios hace décadas que es, también, una emergencia funeraria). Este recorrido entraña además un proceso de reorganización de las estructuras profundas de la identidad. Es posible reconocer un temperamento popular capaz de rechazar los planteos miserabilistas y de conectar en cierto modo con la tradición peronista tal como la define el intelectual inglés Perry Anderson.
En efecto, cuando compara el Brasil de Vargas y la Argentina de Perón, Anderson sostiene:
No es verdad que los practicantes del populismo en Brasil y en la Argentina se parezcan mucho entre sí. La retórica de Vargas era paternalista y sentimental; la de Perón, vehemente y agresiva, y la relación que habían establecido con las masas era muy distinta. Vargas construyó su poder incorporando a los trabajadores recién urbanizados en el sistema político, como beneficiarios pasivos de sus cuidados, con una ley laboral protectora y un sindicalismo férreamente manejado desde el poder. Perón los galvanizó como combatientes activos contra el poder oligárquico movilizando las energías proletarias en una militancia sindicalista que lo sobrevivió. Uno apelaba a lacrimógenas imágenes de “el pueblo”, mientras el otro invocaba la ira de los descamisados, los sans culottes locales.[2]
Está en juego, y en acto, una transformación subjetiva que “la política” todavía no ha logrado decodificar. Se escucha algo de esto: “Los barrios somos nosotros, la capilaridad es nuestra, el Estado sin nuestras mediaciones no llegaría nunca a ninguna parte”. La pandemia potencia estas resonancias, y por eso las mediaciones organizativas podrían convertirse en el soporte fundamental para imaginar y hacer efectivas políticas de distribución y redistribución de los ingresos y del poder social.
El botón es otro
¿Será posible que alguien, el día después de la pandemia, se anime a hablar de nuevo sobre meritocracia? Poco tiempo antes de la cuarentena, sobre este mismo mundo inmóvil y entrampado por el sistema actual, en columnas del diario La Nación se filosofaba con solemnidad acerca del esfuerzo y el sacrificio como llave del ascenso social. Posiblemente conscientes del ridículo, el domingo 29 de marzo, en el mismo diario se incorporan reflexiones de intelectuales más sofisticados que reconocen sin titubear lo que es obvio: “El hijo de un hogar pobre probablemente será pobre (la movilidad social, en la Argentina y en el mundo en general, es muy baja)”.
Eduardo Levy Yeyaty y Andrés Malamud, los autores de la nota, ofrecen otro razonamiento, recurriendo al dilema del tranvía: imaginemos que una formación fuera de control se tope en su recorrido con cinco personas atadas. Un botón permite desviarla hacia un ramal en el cual solo hay una persona atada. ¿Debemos pulsar el botón?, se preguntan. Desde un criterio utilitario estricto, pulsar el botón permite la reducción de muertes. Trasladan el dilema al covid-19: “Ahora estamos en la oficina del presidente, que tiene que elegir si abre la cuarentena aumentando (por mano propia) el conteo inmediato de muertes por contagio a cambio de salvar potencialmente muchas vidas (¿más o menos?) a lo largo del tiempo (¿cuánto tiempo?)”. Pero, complejizan, en países con pobreza extendida como el nuestro, los pesos perdidos también son vidas perdidas. “En nuestro caso real, la cuarentena es el botón y la pobreza el tranvía”.
Los dilemas tienen supuestos. Y en este caso el supuesto es que el funcionamiento del capitalismo financiero permanezca idéntico a sí mismo. Porque, como es evidente en las sociedades contemporáneas (incluso en una con tanta pobreza como la nuestra), la concentración económica produce una desigualdad creciente. El covid-19, el gran catalizador de todos los ajustes, podría convertirse en el gran catalizador de todas las contradicciones si decidimos iniciar una ruptura redentora con la elección más perversa: que mate el virus o que mate la pobreza que se acrecienta en cuarentena. El límite es tan abismal que no es posible seguir evadiendo el problema de la riqueza descomunal y de la legitimidad de su origen.
[1] Maristella Svampa, Certezas, incertezas y desmesuras de un pensamiento político. Conversaciones con Floreal Ferrara, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2010.
[2] Perry Anderson, Brasil. Una excepción (1964-2019), Madrid, Akal, 2020.
2. Ya colaboré
Poniendo estaban los ricos
Alejandro Bercovich
San Martín les cobró un impuesto especial a los ricos en Cuyo para financiar el cruce de los Andes y neutralizar el peligro realista. Güemes hizo lo propio en Salta para frenar a los españoles del Alto Perú en plena guerra por la independencia. Franklin D. Roosevelt empezó a enterrar la Gran Depresión cuando consiguió que se aprobara la Tax Revenue Act de 1935, que llevó el impuesto a las ganancias al 75% para quienes tuvieran ingresos por más de U$S 500.000 al año. Winston Churchill había hecho otro tanto en Gran Bretaña, a sus 35 años, cuando empujó con David Lloyd George el People’s Budget de 1910, que no solo fijaba impuestos más altos para los mayores ingresos sino que también introducía tasas sobre la herencia y la propiedad de tierras para modernizar la Armada y proteger al imperio. Después de la Segunda Guerra Mundial, toda Europa forzó a sus acaudalados a pagar contribuciones especiales para la reconstrucción; Alemania y Japón picaron en punta con tributos sobre los más altos ingresos: llegaron al 70 y 80%, respectivamente.
Las grandes guerras del siglo XX, como puso de manifiesto Thomas Piketty,[3] funcionaron como inigualables niveladores sociales. Mientras el 1% más rico de la población concentraba el 20% de los ingresos nacionales en los Estados Unidos, Japón y Europa a fines de los años treinta, su porción de la torta cayó a bastante menos del 10% en 1945. Y nunca volvieron a superar ese 10% hasta la revolución neoconservadora de los setenta y el posterior “relato hiperdesigualitario” de los ochenta y noventa, sobre el que se explaya Piketty en su último libro.[4]
Esa nivelación, por supuesto, no fue un efecto natural de las guerras sino una consecuencia de la destrucción de capital que generaron y del modo en que se financiaron. Así como las familias pobres aportaron el grueso de los soldados muertos, como siempre, la mayor parte de los gastos recayó