La vida en suspenso. Colectivo Editorial Crisis

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La vida en suspenso - Colectivo Editorial Crisis Crisis

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según Eric Hobsbawm, los “treinta años dorados del capitalismo”.[5] Nunca las clases trabajadoras del mundo desarrollado habían vivido ni volverían a vivir tan bien.

      ¿Cuánta gente debería matar el coronavirus para que los salarios empezaran a subir en todo el mundo por escasez de mano de obra, como aumentó la parte del excedente social que recibían los siervos de la gleba durante la Peste Negra del Medioevo? Como mínimo, diez veces más de lo que marcan las proyecciones más pesimistas de la Organización Mundial de la Salud. Por eso estudiosos de la distribución como Branko Milanović sostienen que, salvo que los Estados actúen de modo tan inédito como lo hicieron durante y después de las guerras mundiales del siglo XX, el reparto de ingresos y patrimonios al interior de los países occidentales después del covid-19 va a ser más injusto.

      Apenas estalló la pandemia, todos los gobiernos del mundo se entregaron a una carrera por ver quién gastaba más. El golpe del aislamiento social obligatorio a las cadenas globales de valor fue tan fulminante que los Estados debieron salir inmediatamente al rescate de los caídos. Los planes de ayuda fiscal a empresas y a personas que perdieron su sustento llegaron a representar cerca de una cuarta parte del PBI en Italia y Alemania y un 10% en los Estados Unidos, donde muchos desocupados pasaron a ganar más de lo que cobraban en sus trabajos minimum wage, lavando copas o clasificando paquetes.

      Sin distinción de signos políticos, aunque a menor escala, en América Latina también se desplegaron programas sin precedentes de sostén y reanimación económica. En la Argentina se alcanzó de facto –y por primera vez en la historia– un virtual ingreso básico universal, con el pago a ocho millones de personas del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) de $ 10.000, equivalente en el momento de su lanzamiento a unos U$S 150. El Estado también asumió directamente el pago de la mitad de los sueldos de más de dos millones de empleados en relación de dependencia (incluso de grandes empresas), postergó el vencimiento de impuestos, ofreció créditos a tasa cero a autónomos, giró refuerzos a jubilados, pensionados y beneficiarios de planes sociales y duplicó el reparto de alimentos tanto para comedores como con las nuevas tarjetas recargables del Plan Alimentar.

      Lo que nadie se preguntaba al principio de la cuarentena era quién iba a pagar todo eso.

      Cuando quedó claro que la vuelta a la antigua normalidad no sería pronto, la mayoría de los economistas se enredó en discusiones teóricas sobre la impresión de pesos y sus efectos inflacionarios. Otros se autoflagelaban por lo mal que siempre se había portado el país con los acreedores, porque esa inconducta nos complicaba ir a pedir prestado para la emergencia como, por ejemplo, Perú o Ecuador, muy golpeados por la enfermedad.

      La alternativa de financiar esa pila de nuevos gastos mediante un impuesto sobre los mayores patrimonios o “grandes fortunas” flotó desde el principio entre intelectuales y en algunos pocos medios de comunicación, pero se coló en el centro del poder político el 5 de abril, cuando el diputado Máximo Kirchner dejó trascender que presentaría un proyecto en ese sentido.

      Justo antes de la irrupción del virus, la discusión sobre la necesidad de un impuesto a los superricos había copado las elecciones primarias de los Estados Unidos, donde ya no solo lo proponía el demosocialista Bernie Sanders sino también la senadora Elizabeth Warren, exfuncionaria de Barack Obama. Especialistas como Piketty y Milanović vienen advirtiendo desde hace al menos un lustro que si el Estado no interrumpe con acciones decididas la vertiginosa carrera actual hacia la concentración de ingresos y riqueza en cada vez menos manos, los superricos no solo van a controlar los resortes de poder de las democracias occidentales –como ya lo hacen– sino que van a terminar por enterrarlas como forma de gobierno, ante la creciente resistencia que generarán sus privilegios y el descrédito en que se sumirá la ficción de ser “iguales ante la ley”.

      Con el virus y la cuarentena, el debate se instaló con fuerza en España de la mano de disidentes de Podemos, que terminaron por empujar al vicepresidente Pablo Iglesias a proponer, ya en mayo, una “tasa de reconstrucción”. También aparecieron proyectos en Italia, Suiza, India, Perú, Brasil y otros países, aunque ninguno avanzó en los primeros dos meses de aislamiento.

      La propuesta de Máximo Kirchner terminó empantanada entre la renegociación de la deuda y las urgencias de la cuarentena, mientras se desplegaba un sordo e intenso lobby para cajonear la idea. El presidente Alberto Fernández aclaró tres veces en distintas entrevistas que pensaba en un impuesto módico, que abonarían menos de 15.000 personas –porque se cobraría solo a patrimonios superiores a los U$S 3 millones–, y que ni siquiera lo llamaría impuesto sino “aporte extraordinario”. También trascendió que se gravaría a esos patrimonios con una tasa insignificante (del 2 al 3,5%) en comparación con el daño que la propia corona-crisis y cuarentena les impuso per se a emprendedores y cuentapropistas de todos los tamaños.

      El establishment y quienes lo representan políticamente de modo más desembozado igual procuraron anticiparse y bloquear cualquier debate al respecto.

      El contexto es una desigualdad pasmosa. Un país que hasta la dictadura se jactaba de mantener indicadores sociales europeos, aun con una macroeconomía bamboleante, pasó en los últimos cuarenta años a albergar gigantescos bolsones de pobreza que lo latinoamericanizaron a la fuerza. La hiperinflación de Alfonsín y el estallido de la convertibilidad completaron lo que había empezado con la desindustrialización deliberada de los militares y cada escalón se solidificó sobre los anteriores. Así, lo que en 1974 era un fenómeno marginal, de menos del 10% de

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