Psicología del vestido. John Carl Flügel

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Psicología del vestido - John Carl Flügel General

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de hoy en día que, por lo menos en Italia, ha sido condenada tanto por el gobierno como por la religión.3 Por otro lado, hemos oído denuncias igualmente fogosas contra los zapatos puntiagudos, los tocados altos y las colas largas, y se ha sostenido que la mera posesión de numerosas prendas era un peligro espiritual; por lo menos una mujer, se nos ha dicho, fue llevada al Infierno por el demonio porque «tenía diez vestidos distintos y otros tantos abrigos».4 (Uno se imagina qué severos castigos estarían reservados para el duque de Buckingham, el amigo de Jaime I, que tenía 1.625 trajes, y para la emperatriz Isabel de Rusia, que tenía 8.700 vestidos).5

      Debemos cuidarnos de exagerar la influencia de estas diatribas morales por parte de la Iglesia, que probablemente no fueran más efectivas que los sermones sobre otros muchos asuntos. Sin embargo, cualquiera que sea la causa, está suficientemente claro que, en la historia del vestido europeo, ha habido sucesivas olas de pudor que condenaron lo que una generación anterior había tolerado tanto con respecto a la exposición del cuerpo como a la confección de la ropa. Así, nosotros mismos tendemos a considerar como impúdicas tanto la exposición de los senos, característica de mediados del siglo xix, como la acentuación de las nalgas, implícita en los polisones de un período posterior. Los puritanos desaprobaban también tanto la exposición real de la parte superior del cuerpo como el refinamiento del vestido en sí que caracterizaba a la sociedad real en la época de los Estuardo.

      Ya que la innovación de cualquier tipo (que es, de suyo, en lo que se refiere a la vestimenta, una forma de exhibición) puede despertar no sólo curiosidad sino también pudor, el cubrirse una parte del cuerpo que habitualmente había estado descubierta puede en sí mismo despertar sentimientos de vergüenza. Así, se afirma que las mujeres salvajes que acostumbran a estar desnudas pueden sentirse tímidas y avergonzadas si una parte de su cuerpo se cubre de pronto. Y nuestras propias jovencitas experimentaron el año pasado sentimientos similares, cuando se encontraron ataviadas por primera vez en su vida con vestidos (de noche) que les ocultaban las piernas. Es como si el impulso de pudor hubiera penetrado todo disfraz y advertido el elemento erótico que constituye un factor esencial en todos los esfuerzos de encubrimiento corporal.

      Un caso que, a primera vista, parece presentar alguna dificultad para nuestra clasificación es el que ocurre cuando el pudor se dirige no tanto contra el cuerpo desnudo en sí, sino contra alguna prenda muy ajustada y ceñida que revela la forma del cuerpo, sin exhibir realmente su superficie. Ejemplos de este tipo son las apretadas calzas de los hombres del siglo xvi, las modas femeninas de la década de 1890 y las medias de las mujeres de hoy en día. Reflexionando un poco, está claro, sin embargo, que la objeción en estos casos no se dirige contra las prendas en sí mismas, sino más bien contra la exhibición de la forma natural que permiten estas prendas. El pudor no protesta contra su esplendor, magnificencia o carácter grotesco, sino más bien a causa de su exigüidad y de la falta de forma independiente como prendas, ya que, de hecho, son poco más que pieles artificiales. En todos estos casos es indudable que el pudor se dirige realmente contra la exhibición escasamente velada del cuerpo en sí y no contra la forma desplazada de esta tendencia que se manifiesta a través de la ropa.

      Es indudable que tal actitud se adopta a menudo; hoy en día, en Inglaterra, puede observarse tal vez con más frecuencia en las clases sociales bajas que en las altas. Y, en realidad, no puede negarse que la actitud esté justificada, por lo menos en cuanto concierne al miedo real de causar disgusto. Por ejemplo, existen personas que incluso pueden sentirse «físicamente enfermas» al contemplar cuerpos expuestos de una manera no habitual (por ejemplo, durante el baño); y esta sensibilidad anormal es, después de todo, sólo una extensión de los sentimientos que pueden despertar en casi todo el mundo, por ejemplo, la enfermedad o la deformidad.

      Pero el disgusto no es el único sentimiento de los otros que puede afectar a nuestra conducta de esa manera. El desprecio social prevalente hacia la persona vestida «incorrectamente» es otro ejemplo

      de una actitud de los otros que puede hacernos evitar ciertas formas de exhibición sartorial y ciertas formas de libertad o individualidad en el vestir hacia las que de otra manera nos sentiríamos proclives.

      Los celos son otra de las emociones de parte de los otros que probablemente han desempeñado un papel de gran importancia en la historia del vestido, en particular, los celos de los maridos respecto a sus esposas. Un marido celoso no quiere que su mujer suscite demasiada admiración en otros hombres, y la manera más fácil de evitar esto es mantenerla oculta. Esto puede lograrse excluyéndola realmente de la sociedad masculina, tal y como se acostumbra a hacer en gran medida en muchos países orientales. Pero el mismo objetivo puede alcanzarse hasta cierto punto ocultando su cuerpo de la vista de los hombres en las ocasiones en las que se aventura en lugares públicos. Las civilizaciones orientales que han mantenido a la mujer en el retiro doméstico, lejos de todos los hombres excepto de su marido, han ocultado también, en general muy eficazmente, las formas físicas de la mujer cuando sale del hogar. De hecho, puede decirse que toda la teoría musulmana del vestido de calle de la mujer representa un intento —a veces desesperado en su rigurosidad— para impedir que despierte el deseo sexual en los hombres; teoría que, por supuesto, está lógicamente en armonía con un sistema social que hace hincapié en la percepción de que todas las mujeres son propiedad de un hombre u otro. Un ejemplo particularmente notable del funcionamiento de esta teoría se muestra en el vestido de calle tunecino, ilustrado en la figura 14. Se verá que la persona que lo lleva está ampliamente a cubierto de las miradas de los curiosos. El único contacto que tiene su cuerpo con el exterior se da a través de la minúscula hendidura para los ojos; por lo demás, uno sólo puede imaginar la forma y rasgos de esta mujer.

      El motivo de los celos, aunque desarrollado con más fuerza en la tradición musulmana, puede observarse a menudo en otras partes, especialmente, quizás, en el hecho de que entre un buen número de pueblos más o menos primitivos las mujeres casadas tienen por costumbre llevar más ropa que las solteras. Incluso entre nosotros, a menudo los maridos no sienten muchos deseos de que sus mujeres atraigan la atención mediante la audacia de sus vestidos, si bien pueden apreciar vestidos de igual atrevimiento cuando los llevan otras mujeres.

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