Cazadores de la pasión. Adrian Andrade

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Cazadores de la pasión - Adrian Andrade Aventura

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tercer grupo se definía como una especie de aborígenes, probablemente pertenecientes a ese territorio. El detalle era que estaban mucho más cerca que los hombres armados que misteriosamente habían optado por suprimir el fuego.

      —¡Hazlo ya Alex!

      Tras suspirar su nombre, Sarah fue atacada por los aborígenes quienes resultaron ser unos caníbales hambrientos por la ausencia de carne humana.

      —¡No mires atrás! ¡Sálvate!

      Los gritos desgarradores de Sarah continuaron por varios segundos hasta interrumpirse con el reanudo de los disparos. Este sonido de horror parecía una eternidad en los oídos de Alex quien inmediatamente se había lanzado a la fuga en cuanto presenció la masacre de su madre.

      —¡Padre ayúdame!

      Alex exigía y exigía la ayuda de su padre pero éste nomás nunca se apareció.

      —¡Dios! ¡Jesús! ¡Ayúdenme! —Pero no hubo milagro alguno.

      Ante el repentino cansancio, se detuvo repitiendo cada entidad divina que se le venía a la mente pero nada cambió. Alex estaba solo.

      —¡Ahí está! —Uno de los persecutores lo ubicó y antes de atraparlo, una flecha le atravesó la cabeza.

      Alex reaccionó ante la brutal escena y recobró el paso veloz al verse también perseguido por los caníbales. Al descender por una pendiente, se tropezó con un pedazo de madera provocando que rodara incontenidamente hasta golpearse con una gran roca, la cual lo condujo hacia una abertura cercana a su tamaño.

      Alex trató de frenarse con sus manos pero conforme descendía, le era imposible sujetarse debido a las paredes lisas del túnel. Este forzoso acto por aferrarse a la superficie, sólo ocasionó rasgaduras en sus prendas ya que el declive a la oscuridad era inevitable.

      El recorrido alcanzó su fin cuando Alex se detuvo brutalmente en suelo firme. Duró acostado un buen rato porque el dolor alrededor de su cuerpo era demasiado a lo que solía estar acostumbrado, cuando solía caerse o cortarse con el cuchillo de la cocina al tratar de demostrarle a su madre que sí podía rebanar las frutas o verduras.

      Lentamente se puso de rodillas y abrió su mochila tratando de extraer una linterna, pero accidentalmente terminó cortándose con una especie de cuchilla muy filosa.

      Alex la dejó caer ante el repentino dolor. Al ubicar la linterna, la prendió y observó que se trataba de una hoja partida de doble filo, siendo posiblemente la punta de una lanza en específico puesto que los remaches de oro y plata cautivaron su atención. No obstante fue su instinto de sobrevivencia lo que lo motivó a sujetarla entre sus manos para protegerse de la amenaza colindante.

      Armado de una cuchilla y una linterna, comenzó a explorar la silenciosa cueva subterránea puesto que no había manera de regresar a la superficie por donde exactamente había descendido.

      Alex permaneció inmóvil por unos minutos ya que no se atrevía a mover, incluso le aterraba iluminar a sus alrededores por si se encontraba con algún rostro tenebroso.

      Siempre al dormir, cerraba las ventanas de su cuarto para evitar despertar encontrándose con aquella terrible imagen de un desconocido viéndolo desde afuera. Más este no era su cuarto y en orden de poder salir, debía ser valiente y dar el primer paso.

      Conforme se adentraba en aquella profunda y misteriosa caverna, el poder de la oscuridad comenzó a consumir su fe hasta alterar sus sentidos con miedo y nublar su juicio con sólido escepticismo.

      Poco a poco el niño comenzó a perder su inocencia. A fuego lento, el joven cristiano fue desprendiéndose de toda palabra de Dios, hasta no quedar absolutamente nada sobre esta.

      DESPUES DE LA

      OSCURIDAD

      Alex estaba en boca de todos gracias a la excesiva labor de los medios de comunicación. Posteriormente de tres meses de haber estado desaparecido, Alex fue encontrado en el bosque de Ituri por los Mbuti, uno de los grupos étnicos que habitaban en aquella reservada región forestal de la República del Zaire.

      Referidos como la “Gente de los Árboles”, este grupo de nativos yacía exento de las presiones sociales y constitucionales del gobierno, viviendo a través de sus rituales de cacería en el corazón de África. Fue a través de una recolección de frutos donde detectaron al pobre niño. De inmediato se lo hicieron saber a un antropólogo que tenía ya varios meses estudiándolos.

      Alex se encontraba deshidratado y desnutrido, tenía el cuerpo débil y un rostro decaído que no podía comprender aquél dialecto indígena ni aunque quisiese. Gracias a una buena interacción con los Mbuti, el antropólogo pudo llevarse al niño a la villa más cercana para darle atención médica.

      —No temas jovencito, no te harán daño, todos son apua’i —Ante su cara desconcertada, éste le explicó con un remarcable acento español—, quiere decir que son hermanos entre sí.

      Mientras lo limpiaba, el antropólogo comenzó a revisar sus heridas llamándole la atención una inusual cicatriz en la palma de su mano derecha.

      —¿Cómo te hiciste esto?

      Ante la ausencia de una respuesta, el antropólogo siguió revisándolo pero enfocando esta vez su atención en la cabeza para ver si tenía alguna fractura; para dicha de ambos, no había lesión alguna.

      —¿Te acuerdas de algo?

      El antropólogo lo observó con detenimiento y le encontró cierto parecido en su rostro. Tratando de no asustarlo, extrajo con lentitud una fotografía de su cartera colocándosela a un lado para verificar la validez de su presentimiento.

      —¡Eres Alejandro Romero! —exclamó con grata sorpresa.

      Alex levantó su rostro y le quitó la foto para observarse a él junto con su padre.

      —Entonces si recuerdas.

      —No del todo—finalmente pronunció dejando caer la foto y su mirada hacía el suelo.

      El antropólogo sacó su radio para solicitar a su equipo de investigadores que reportaran el incidente. Se mantuvo serio un par de minutos y de nueva cuenta comparó la foto con el pequeño para cerciorarse.

      En definitiva, no había error alguno.

      El antropólogo acudió a la hielera que tenía a un lado y sacó una botella de agua fría. Tras quitarle la tapadera, se la ofreció a Alex quien dudosamente la sostuvo entre sus manos.

      —Es agua, bebe —asintió con una cálida sonrisa.

      Alex no paró hasta empinarse toda la botella.

      —Tranquilo, tranquilo.

      El antropólogo le quitó aquella botella vacía.

      —¿Quieres otra?

      Esta vez, Alex sólo respondió un gesto negativo.

      —Soy Patricio Caballeros, solía ser un amigo cercano de tu papá hasta que se volvió adventista —pausó con sumo cuidado para no crearle una reacción emocional— ¿Tienes

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