Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Группа авторов
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Para apreciar mejor el cambio en proceso se puede comparar «La visita del mar» con «La ciudadela», soneto de «Varia I» del que aquel resulta, en cierto modo, una versión más elaborada y hermosa, y muchísimo menos directa; lo importante aquí es que el autor haya reincidido en un asunto colocado por él al margen de la poesía8. Dédalo dormido marca, pues, una alteración en su poética. Si la realidad y la imaginación empiezan a barajarse es porque la poesía admite a la vida y los sueños confundidos (p. 46). El mundo de Sologuren se amplía así notablemente: multitud de cosas irrumpen en un aparente desorden para armar imágenes deslumbradoras, los contrarios concurren no ya contrapuestos para alcanzar un punto inmóvil por igual alejado de los extremos, sino para enfrentarse, entrechocarse, penetrarse. La poesía es ahora el lugar donde el caos se encauza y adquiere hermosas formas porque es ella quien domina: la poesía. La superficie del poema, ya no tersa sino tensa por la agitación de las corrientes submarinas que a él confluyen, testimonia ese triunfo. El aparente desorden de las enumeraciones, el ingreso de ciertos elementos de la realidad dentro de la irrealidad, los vestigios de historia, los sentimientos que pugnan por ser más que un motivo estético, expresan que se ha tocado la tierra, pero para ponerla al servicio del poema. Este se torna lujoso; sobrecargado de joyas se estructura, sin embargo, no ya sobre atmósferas o visiones sino sobre ideas poéticas cada vez más precisas. El autor asoma en su obra y con él una vibración, un temblor que introducen un sutil pathos en sus versos, ahora canto arrancado a la tumultuosa soledad de un pecho humano (p. 62).
La soledad, ubicada en la zona central de la poesía de Sologuren, deja de aparecer como un simple tema poético y se siente como un pesar, una sombra de angustia. El poeta se vuelve entonces hacia el amor, cuyas menciones aumentan. Con él será posible la vida, realizar en ella la poesía. Pero un poema: Bajo los ojos del amor (1950) identificará estos tres términos: el que se canta allí es a la poesía, dama recóndita que el poeta trata de crear, como otra Eva, con su propia sustancia. Todo fluye del mismo punto al que refluye. Esta concepción circular preside la creación del poeta en estos años; con ella se ratifica en su soledad y confirma a la literatura en su función compensatoria. El poeta toma a la poesía por pareja y trata, con ella, platónicamente, de «reproducirse en la belleza». Su canto entonces es acto de amor, se enciende y es fuego,/ fuego la constelación que desata en nuestros labios,/ la gota más pura del fuego del amor y de la noche,/ la quemante palabra en que fluye el amor, aún (p. 66).
Quebrado el presente absoluto donde inicialmente permaneció congelada, con el pasado y el futuro en esta poesía ingresa la sombra de la muerte. Las cosas empiezan a tener origen y destino y cuando se alude a su misterio este ya no es solo un ingrediente estético; un leve temblor de angustia lo denuncia: Algo tomo de este alimento que la soledad me ofrece,/ algo como un fuego perdurable hecho de amargo delirio/ y de flores invadidas por el viento de la tarde./ Ahora sé que huye sin bullicio para dar en el olvido/ algo como la luz que, a nuestras espaldas, envejece (p. 71). A muy poco más se extiende el terreno que la realidad va ganando; mas ahora el que habla es el poeta, (el pronombre ha alcanzado entidad en la primera persona). Y el poeta, al acercarse a la tierra, siente que Todo oscila a lo lejos con un parpadeante dibujo,/ como blancos veleros que atracasen duramente en mi lecho,/ como el alborozo de unos pájaros que invaden mis sueños/ desde un nido donde mi adolescencia brilla como una perla./ (Reconozco una voz, caigo bajo una mirada, soy herido por la luz) (p. 73). La poesía, entonces, no es solo quehacer estético; el poema se dispara hacia algo más que su propia belleza. El pensar se funde con el sentir, trabaja sobre este en profundidad, no en discurso lógico sino como una mirada que penetrara aquello en que se fija y lo trascendiera; el poema es ahora el resultado de esa fusión, el objeto en que se plasma. Su condición, de este modo, es abstracta, pero ya no decididamente elusiva. Un poco abrumados por las vestiduras retóricas y el brillo de las imágenes que se multiplican, apuntan en esta etapa el movimiento generador y el sentido de la posterior poesía de Sologuren: el afán de reconciliación con lo externo, de comunión con el mundo donde, en un tiempo no llagado (p. 45), fue feliz. La total negación cede y el poeta se acerca a lo más inofensivo entre lo vivo, a lo que menos puede dañarlo; inicia su diálogo con la naturaleza, y el árbol, el viento, una flor, las nubes, son los primeros destinatarios de sus confidencias; o la noche, cuando la realidad lo hiere y tiende otra vez a encerrarse en sí mismo, cuando recobra su rigidez la incompatibilidad entre vida y poesía y solo es deseable no ser9. La segunda persona se hace así frecuente en sus poemas y pasa de vocativo vacío —mero recurso retórico en libros anteriores— a tener una (precaria) existencia de interlocutor pensado.
Aproximar la poesía a la vida es, para Sologuren, un proceso lento y difícil que se cumple con recaídas constantes en el sueño, que sigue siendo su escudo: Yo sueño, y un rayo de nieve y una ola/ y una mano estelar envuelta en llamas/ con una rosa inmóvil me reúne (p. 82). La torre sigue en pie; el poeta no ha hecho otra cosa que abrir esas ventanas que cada vez más se mencionan en sus versos aunque, en su mayor parte, funcionan como pantallas para proyectar los sueños. Porque la poesía es, aún, todo aquello que la realidad no concede, el lugar donde cobra forma la ausencia. Una forma que poco a poco se hace semejante a la realidad, todo lo semejante que permite un ejercicio poético que despoja al asunto vivido que lo motiva de su circunstancia y sus atributos particulares hasta hacerle perder la condición de recuerdo, pues lo que pretende es el rescate de las últimas esencias, la captación del olvido (p. 80).
Dédalo dormido, Bajo los ojos del amor, todos los poemas de «Varia II» se publicaron o fueron escritos en México entre 1948 y 1950: sin embargo, su poesía es indiferente a este hecho porque, no importa donde esté, el poeta siempre está ausente. Cuando se habla de aproximación a la realidad hay que entender, pues, la expresión de un modo relativo y dentro del conjunto de la obra contenida en Vida Continua. Solo un poema de esta época, «Grabación», tiene una circunstancia definida, se genera en un contexto real perceptible de inmediato, utiliza recuerdos concretos y adopta una función desidealizadora muy rara en Sologuren: Y sé que el cielo es una casa habitada por una familia modesta;/ que no hay vestido espléndido, delicados perfumes,/ viajes repentinos por un espacio enjoyado,/ pasos de un baile suavemente regido por los astros (p. 74). En él se evidencia el resquebrajamiento que traerá a tierra el níveo bien. El poeta ha comprendido que de nada vale edificar un paraíso inhabitable, pero no renuncia al paraíso; en vez de inventarlo buscará la forma de hacerlo posible por la única vía que conoce: la de la poesía.
Nueve años habrán de pasar antes de que Sologuren publique otro libro. La cosecha de ese largo periodo está en Otoño, endechas y en «Varia III». Entre los poemas, escritos en Suecia, de este último grupo hay uno que expresa la nostalgia del autor por su país, de un modo inusitado por ser tan directo y, sobre todo, porque expresa. Pero algo no menos importante ocurre aquí: la retórica se despoja de los lujos anteriores, la idea poética figura menos revestida, la palabra y sus símbolos parecen obedecer a una motivación más urgente que preocupa hondamente al poeta: la de buscar su rostro en la obra que ha hecho. El resultado es revelador de la conciencia crítica que empieza a cobrar de su condición soñadora y ausente, conciencia que se hará más aguda en Otoño, endechas. Si en «Al pie de la ventana»… (p. 107) se limita a comprobar y dice: Yo estaba todo en viaje como pájaro en vuelo, en otro poema afirma: No, no todo ha de ser un viaje sin destino,/ dolorosa distancia sin poder alcanzarme,/ piedra sin llama y noche sin latido./ No. Mi rostro busco, mi música en la niebla,/ mi cifra a la deriva en mar y sueños (p. 92). El poeta encuentra ahora que su complacencia en llamar a la puerta de lo que no existe, su persecución del Nirvana, su negativa a vivir lo han llevado a conformarse con la sustitución, a elegir un placer engañoso y que la poesía no es eso, no ese juego con un puñado terrestre que se incendia y un misterio (p. 81). Los cambios de tono y de lenguaje, las formas de transición visibles en este insatisfecho Sologuren están determinadas por esta toma de conciencia, por esta reflexión sobre sí mismo que lo lleva a formular un «arte poética» retrospectiva10 que es una suerte de ensalmo melancólico. Es como si el tiempo hubiese pasado en vano y no le quedara de todo lo vivido sino un puñado de versos arrancados al silencio y al olvido, palabras nacidas de la soledad e inasibles como