Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Группа авторов

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o saludable de su literatura, depresiva o provocadora de acción contra lo que describe, lo que interesa aquí. Es obvio que todo ello revela inconformismo implica una postura crítica, pero esta nota no pretende otra cosa que explorar el mundo de un narrador singular por sus virtudes, una de las cuales, es precisamente, ofrecernos una visión del mundo con matices personales y nítidos.

      Se ha dicho que la mira de Ribeyro insiste en un cierto sector de la sociedad. Ese sector fue, casi exclusivamente, el de las clases llamadas bajas. Él mismo escribió, en 1955, que ello «puede revelar una preferencia de orden sentimental o un dictado de orden técnico. En el fondo son las dos cosas: simpatía, deseo de penetrar y comprender esta esfera social y, por otra parte, simplicidad de las anécdotas y de los conflictos que facilitan su trasposición literaria. La observación y la crítica de las pequeñas y grandes esferas de la burguesía exigirían una mayor compenetración, que por el momento considero en mí insuficientes».

      Pues bien, en este libro Ribeyro se atreve a tratar otras clases más altas y no para practicar la burla como en «El banquete» (Cuentos de circunstancias, 1958) sino para completar una misma visión: la visión de los vencidos. Dos cuentos de este volumen, «De color modesto» y «La piel de un indio…» ingresan a otro ámbito social: el de un joven arquitecto que tiene una casa de campo, el de las fiestas de Miraflores donde el que llega a los 25 años sin tener auto es mal visto. Pero en uno y otro caso sus protagonistas son tan pobres como siempre. Más allá de las diferencias sociales o económicas, Ribeyro parece postular aquí un denominador común para los hombres: la miseria moral. El mundo de los jefes, el de los triunfadores, del que su obra apenas si acusa el peso, la opresión, parece empezar así a unificarse con el que está en su reverso.

      Pero toda esta visión se transforma, experimenta un cambio inesperado en el último libro de Julio Ramón Ribeyro: Tres historias sublevantes. Precisamente cuando, como acabamos de ver, Los hombres y las botellas cargaba los tintes sombríos del fracaso y la miseria interior con que suele pintar Ribeyro a sus personajes; cuando todo conducía a creer que las características de su mundo no solo se acentuaban sino empezaban a extenderse, a penetrar en otros sectores sociales; cuando parecía que, para Ribeyro, la frustración no era una consecuencia de las injusticias que determinan las diferencias sociales y económicas sino algo más, algo quizá inherente a la condición humana, tres cuentos que aparecen inmediatamente después que los editados por Populibros nos ofrecen una versión rebelde, heroica y victoriosa, una versión edificante de la realidad que se contrapone a esa otra deprimida y vejatoria a la que nos hemos referido.

      Porque si bien Ribeyro continúa urdiendo sus historias con las gentes y los medios marginales de la sociedad del Perú, ubicándolas en ese vasto sector de exiliados en su propio país que siempre le ha interesado, ahora sus protagonistas conocen el triunfo. El no significará otra cosa que volver a empezar, como en «Al pie del acantilado»; que una muerte ejemplar, como en «El Chaco»; que un impremeditado y ocasional acto de venganza que no libera al esclavo que lo realiza sino que lo convierte en prófugo, como en «Fénix». Pero si se prescinde del aspecto externo de todo esto, es decir, de la eficacia visible de la tenacidad de Papá Leandro, de la rebelión solitaria de Sixto Molina o del asesinato de Marcial Chacón, brota, nítida, la victoria interior de los nuevos héroes de Ribeyro. Arruinados, perseguidos o muertos, todos ellos pueden decir con el perseguido Fénix: «Soy el vencedor. Si esas luces de atrás son antorchas, si esos ruidos que cruzan el aire son ladridos, tanto peor. Los llevo hacia la violencia, hacia su propio exterminio. Yo avanzo, rodeado de insectos, de raíces, de fuerzas de la naturaleza, yo mismo soy una fuerza y avanzo, aunque no haya camino, me hago un camino avanzando». Los hombres de Ribeyro son los mismos, pero con otra actitud: la adversidad ya no los rinde; el poder, aunque los derrote, ya no los humilla.

      En los dos primeros cuentos de este volumen, Ribeyro mantiene el uso del relato sin accidentes temporales, sin alardes demasiado visibles en la técnica narrativa, pero con elementos sutilmente dosificados para crear el clima adecuado y obtener los propósitos que persigue. Buen delineador de caracteres, observador atento, hábil para elegir sus materiales, consciente de sus posibilidades y recursos, cauto, es decir, sin variar sus características habituales, en estas dos historias Ribeyro se muestra más cálido, más intenso también. Y no solo por la condición combativa, por el nuevo espíritu que infunde aquí a sus personajes, sino porque la extensión misma de las historias le resulta más apropiada para ello. Es interesante destacar además, en ambos cuentos, la soltura para mover conjuntos humanos, la capacidad de infundirles una presencia sólida, consistente que muestra el autor. Esto es algo novedoso en él y que le abre ricas perspectivas. Es más, sus protagonistas empiezan a apuntar, ya decididamente, hacia la representación colectiva.

      El tercero y último de los cuentos, «Fénix», ofrece, si no la mayor originalidad en el tratamiento, sí la mayor audacia para incorporar técnicas más complicadas y llamativas a los, por lo regular, sobrios procedimientos narrativos de Ribeyro. Sin embargo, es este, en el fondo, uno de sus habituales retratos de la frustración, frustración que apenas si llega a salvarse, en lo que a Fénix se refiere, con el crimen.

      Es curioso notar que «Fénix», historia del resurgimiento de un hombre que se describe como acabado, transcurre en la selva. Con su cabeza de oso en la mano, «decapitado, feliz», al final su protagonista se hunde en los bosques, «tal vez a construir una ciudad». El suyo es un triunfo individualista, solitario, como el de los pioneros de esa región por mucho tiempo llamada, en nuestro país, de la esperanza. En cambio, para la sierra es otra sublevación la que Ribeyro propone en «El Chaco». Sixto Molina muere porque allí no cabe la venganza individual, porque la rebelión contra el patrón explotador y tirano debe ser solidaria para alcanzar el éxito. Y en la costa, al filo mismo de la ciudad, pugnando por sobrevivir a su inclemencia, la familia de Leandro nos enseña una lucha en la cual el temple interior, la tenacidad, el indeclinable afán de vivir son las armas principales. Es especialmente esa irrupción del valor moral en la ciudad que ejemplifica «Al pie del acantilado», lo que más llama la atención en este último libro de Ribeyro.

      Narrador del fracaso y de la cobardía —inclusive su novela Crónica de San Gabriel pinta la descomposición de una clase rural, la del mediano terrateniente— ¿qué puede haber determinado en él este cambio? Lo más probable y simple, quizá, sea pensar que Ribeyro intenta no ofrecer una visión intencionadamente positiva en contraste con su obra anterior, sin ampliar su visión del sector de la realidad que prefiere. El contraste existe, desde luego, o subrayado por el hecho de haberse reunido en un solo volumen estas tres historias «sublevantes», pues Ribeyro, si bien mejor en este libro que «Los hombres y las botellas», no es en él sustancialmente distinto. Entre la piedad y la ironía, de la depresión al heroísmo, su obra, sin embargo, se anuncia ahora más rica y el mundo que encierra más pleno.

      Revista Peruana de Cultura, Lima, N° 2, (julio 1964).

      Sologuren: la poesía y la vida

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