Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Группа авторов

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a endecasílabos, a la rima, a formas y músicas que tienen ya un prestigio establecido, a elementos inmediatamente reconocibles como poéticos, para verter su poesía. Lo que le niega a la experiencia vital se lo concede a la experiencia literaria. El joven es un poeta prudente. Y lo es, más que por prevención, por temperamento. Todo en él se morigera, busca equilibrio: si aparece una espina de fragor (p. 13), es despuntada y recogida por el silencio; si menciona el fuego o la lumbre, esta es apagada (p. 16) y aquel débil (p. 15); si algo posee un ardoroso naranja frutescente es porque previamente el tono está adormido (p. 23); junto a la tierra hay cielo, junto a la sombra luz; las imágenes, si no en un mismo verso, en el poema —donde unas con otras se generan— buscan corregirse entre sí cualquier exceso.

      Sin embargo, en el planteamiento mismo de su poética Sologuren no puede ser más extremado: prescinde de la realidad y al hacerlo la niega y se niega a sí mismo. La poesía no puede ser, entonces, sino una entrega total; únicamente en el poema el poeta podrá justificar su existencia, reducida a un ansia de identificación, de fusión, de disolución en la poesía. No debe extrañar, pues, que en los poemas de El Morador no se encuentre, paradójicamente, a nadie. En ellos solo habita una voz que cuando habla en primera persona no representa sino un accidente el verbo, algo sin entidad fuera del poema, que alienta en él y por él; y en este sentido su «yo» vacío se hace símbolo de la situación existencial del poeta, a quien, privado de todo contexto real, solo frente a una hoja de papel que debe llenar con palabras que han ganado independencia y ponen en primer plano su textura, su capacidad de seducción y sugerencia, le es imposible habitar el universo que crea puesto que es ese precisamente el precio que se ha impuesto para lograr su creación. El poema resulta, así, de un acto creador «puro», es un objeto a cuyo esplendor todo ha debido ser sacrificado, una chispa de luz alcanzada en la región de lo permanente, de lo bello, de lo perfecto. Toda necesidad de expresión o comunicación queda, de este modo, abolida. Lo único que importa es el poema como objeto hermoso, como una aproximación a la poesía, valor en sí y que se sostiene a sí mismo.

      En tanto que aproximación, los poemas conforman un universo de opalescente sombra acogedora (p. 22) sobre el que se cierne la tiniebla de seda de los peces (p. 24), un imperio suavísimo (p. 23) y solitario cercado por los muros ciegos del silencio (p. 19). El poeta reside en la caverna de Platón y su trabajo consiste en acceder a la luz plena, a la poesía; no hace sino girar en torno de esta, de su idea, llama instalada en el centro de su ser y que todo lo reduce a humo. De ese humo está hecha la poesía del joven Sologuren, humo que sube en busca del cielo que es la poesía, es decir, otra vez del mismo fuego. Este circuito cerrado deslinda un territorio fuera del tiempo donde El Morador instala el presente absoluto de sus versos.

      Nada se ahorraría con decir «poesía pura», salvo el problema mismo. En Sologuren no se trata de la simple adhesión a una corriente, de un mero afán esteticista, sino de una actitud frente a la vida. Porque si bien no su poesía, la actitud que la configura hunde profundamente sus raíces en el hombre Sologuren. Por la época en que escribe los poemas de El Morador y Detenimientos escribe también otros que no recoge en libro —los que agrupa en «Varia I»— pues tocan su historia personal. En ellos habla de su soledad, cuenta que el amor le ha sido negado, hecho que lo lleva a perder la esperanza —nada sucederá, ya no habrá nada (p. 45)— a abdicar el futuro. Y en ellos se define a sí mismo como un ser indeciso entre dos fuerzas contrarias representadas por el níveo bien y el fuego terrestre (p. 46). Como en tanto que poeta ya ha elegido lo primero, los sonetos de «Varia I» son segregados: eran la vida, no la poesía.

      Veinte años después, con otra concepción de esta, los rescatará e integrará a su Vida Continua.

      Así, en el primer poema de Detenimientos (1947), por contraste con los medios tonos y la enrarecida atmósfera de El Morador, parecería que se inaugurase la vida: Hallo la transparencia del aire en la sonrisa; hallo la flor que se desprende de la luz (…) Desciendo a la profunda animación de la fábrica corpórea (…) Aquí y allá las obras de la tierra (p. 27). Esta impresión es falsa, aunque el paisaje que admiten los versos de este libro es más reconocible que el anterior y hay en él sentimientos que apuntan vagamente como vividos por alguien no del todo sepultado bajo el lujo de las imágenes. «Morir», por ejemplo, es un poema que ilustra bien cómo la poesía de Sologuren sigue opuesta a lo real. La hermosa muerte que se propone allí, dándole tono desiderativo a un modo infinitivo, no tiene otro objeto que preservar la ilusión, lo soñado, de su confrontación con real; esa muerte expresa el temor a la realización, al acto. Aun cuando no persigan sino un propósito estético, las imágenes de ese poema hablan con elocuencia de la incompatibilidad entre poesía y vida, y su morir evoca más que la muerte, un deseo de entrega pasiva y definitiva a una belleza inalcanzable. La intemporalidad, la mórbida quietud, subsisten en Detenimientos, triunfan sobre la aproximación a una realidad idealizada.

      Pese al título, Dédalo dormido (1949) iniciará el despertar. En uno de sus poemas se admiten por primera vez en la poesía de Sologuren cosas cotidianas, menciones con peso humano: Esta hora que alcanza tiernamente a su propia distancia,/ en la que un par de zapatos bien puede ser/ la historia de un hombre sobre la tierra/ y esta o aquella mujerzuela una mujer únicamente (p. 54). Esos zapatos, esa mujer, y más este tibio alimento pegado a nuestros labios (p. 52), son las materias corrompidas a las que cerró siempre los ojos el poeta, ese casto sonámbulo que había dicho: En mis ojos el sueño es un juguete de hielo,/ una flecha preciosa que no alcanza a herirme (p. 52) y que ahora con una larga garra de tristeza busca la pálida altura de una planta femenina (p. 52). Su sueño se impregna de nostalgia, de la nostalgia de una dicha cuya imaginación ya no basta y que solo puede tener lugar sobe la tierra. Aunque no lo admite, el poeta lo sabe. El juguete ha terminado por herirlo, la flecha abre una huella profunda, una ciega baraja/ abre un pecho donde la eternidad transita a solas/ en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas (p. 54). Por esa herida ingresará el tiempo en esta poesía fuera del tiempo, la historia

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