Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Группа авторов
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El dolor, núcleo del temido fuego terrestre, es, ahora, tras el fracaso del níveo bien, vía de acceso a la poesía. Es decir, en virtud de la aceptación del hedor y de la gran migaja/ oscura de la tierra ante las cuales la muerte fue esperada como una «Primavera secreta» (p. 83), en virtud de la aceptación de aquello de lo que se pretendía evadir en el refugio del ensueño, podrá alcanzarse la poesía, merecerse su cielo. Un cielo que, de alguna manera, es dable en este mundo mediante la purificación por el dolor. La realidad, antes deprimida por su contraste con la ilusión, adquiere, desde que el poeta está dispuesto a entregarse al corazón mismo de sus llamas, valores que le fueron negados. Con esta nueva actitud —que es el supuesto tácito de la obra que emprenderá— el poeta está listo para residir en la tierra, puede arriesgarse a vivir.
Un año después, en Estancias (1960), se da el cambio profundo que paulatinamente se anunciaba en la poesía de Sologuren. Ahora existe el amor del hombre y la mujer, un amor que da frutos de carne a través de cuyos ojos es posible asomarse al confiado/ estar el mundo (p. 130); se ha descubierto que el mundo es compañía (p. 131) y con ella todo adquiere sabor y hasta la miseria de la realidad son soportables. El poeta inicia su redescubrimiento de la tierra por lo más elemental y lo más simple; vuelve a ser lo que fue, al tiempo no llagado, todo lo canta con la inocencia de entonces, lo ve con la luz nueva que hay en su corazón. Las Estancias son un retorno a lo natural que el poeta realiza a través de una poesía en la que la palabra se hace transparente hasta identificarse con aquello que nombra y al mismo tiempo depura hasta su más íntima sustancia y que ilumina y enriquece con una economía estricta y sabia. No solo el ser de lo nombrado se alberga y exalta en el poema, convertido en un instrumento para conocer, sino que se humaniza; los viejos materiales poéticos —el sueño, la noche, la nieve— toman, de este modo, otro sentido dentro de una visión armonizadora donde todo tiene su lugar: la sed y el vino, la música y el hambre. Vencidos los espectros surgidos de la soledad y el temor de no poder vencerla, el poeta ha descubierto que el mundo es nombrable sin traicionar a la poesía. Su canto se hace, entonces, como esa agua preciosa, humilde y casta que es como la palabra del seráfico Francisco (p. 127). Y así, como esta poesía, debe ser ahora la vida. «Debe ser» porque el futuro es ya algo construible en la vigilia gracias a ese amor de hombre y mujer que mano a mano/ levantaran el árbol/ de la vida,/ y su aire y sus pájaros (p. 131).
Pero el estar en el mundo de Sologuren tiene características singulares. Si bien establece un diálogo cierto con la realidad, y sus vocativos poseen ya carta de ciudadanía terrestre, la que comunica es una realidad interiorizada, destilada, sometida a un proceso del que no sale, como antes, «otra», sino «purificada», «espiritualizada». Porque la pureza es la gran aspiración de Sologuren; por ella se inventó otro mundo y en Estancias descarna el mundo hasta quedarse casi sin otra cosa que su idea. Luego de arrojar toda la pedrería y el vestuario, la escenografía de su obra antigua, su lenguaje se ajusta a la contemplación y es un lenguaje que denota. Podría decirse, a la manera idealista, que el poeta ve el mundo en el espejo de su alma; y ya no como un espectáculo cuyo valor consistía en la belleza que de él pudiera extraerse: hay ahora valores perceptibles como tales más allá de la función estética que cumplen en el poema, un sustrato de la vida y sociedad que aparecían antes solo en negativo.
Estancias es testimonio de una voluntad de estar en el mundo. La gruta de la sirena (1961) y la poesía suelta escrita entre 1958 y 1964 («Varia IV») completan un cuadro de apertura a la vida. El girasol de lo vivido (p. 148) abre, estira sus alas (p. 145) ahora que el poeta ha dejado su torre; mas es dentro de los límites de su pecho, esa cárcel estrecha, donde habrá de moverse. El poeta reemplaza la torre por el hogar: fuera son difícilmente ubicables el claro amor, la verdad del corazón. Percibe esto como un mal que lo reduce a la condición disminuida de un enfermo11 y otra vez la ventana (vuelta cima de equilibrio) aparece entre su mundo y el mundo, a los cuales permite ahora un nostálgico comercio. Alguien muy semejante a ese yacente ser de El Morador convalece aquí entre la literatura y la vida, esa que se agita no más allá sino debajo mismo de su ventana abierta hacia el paisaje, la terrible vida humana que enturbia el aire, la plenitud del amor, el variado y amplio esplendor de una naturaleza de pronto vista enajenante de dolor de los hombres: Otros países hay de niebla y lejanía,/ otras comarcas pudriéndose de frutos,/ otros espacios indecibles, amor;/ pero la angustia es mucho rostro,/ muchos labios diciendo y no diciendo,/ mucho vuelo amargamente encadenado (p. 140). El autor ha logrado para su poesía un lugar sobre la tierra; pero frente a todo aquello que permanece irreductible, que no puede abstraer ni purificar, que le marca linderos, nuevamente aparecen el desasosiego, la inconformidad. El «arte poética» que por entonces formula12 —de contrición y propósito de enmienda— pone de manifiesto el peso adquirido por valores ético-sociales antes ausentes en su creación, dirigida ahora a comunicar esas luminosas verdades de la sangre solo alcanzables por la poesía, tenida por instrumento de conocimiento y camino de perfección interior.
Puede, así, decirse que la poesía de Javier Sologuren ha pasado de una ética de la forma a una ética del sentido13, sin que se deba entender por esto que la primera ha sido desechada. La dicotomía poesía-realidad que llevó al poeta, inicialmente, a abolir uno de esos términos, se transforma en un problema de jerarquías que da lugar a la búsqueda de un equilibrio que haga efectivo el encuentro cabal de poesía y ética, de poeta y hombre, de arte y humanidad. Se opera, entonces, el tránsito de un lenguaje que «significa» y se orienta a la comunicación. Simultáneamente, el ejercicio de la poesía deja de practicarse como un hacer (una inmersión en lo absoluto, aspiración de no ser) y se convierte en un hacerse del autor dentro de su entorno, en un tratar de hallarse justificadamente en él. La unidad profunda que se percibe en su obra consiste en que los cambios experimentados por ella nacen de un mismo y continuo esfuerzo por aprehender lo poético, en que siempre tiende a ser o una figuración o un pensamiento de la poesía. Sustituto de la vida y luego vida en la vida, la poesía es algo que Sologuren tiene instalado en su centro. Para quemarse en el ara de ese ídolo, de ese dios, han nacido todos sus versos, materia tibia y sutil alzada en su homenaje ayer y hoy con la misma levedad, la misma grave gracia.
Válido para la poesía reunida sobre la que hemos venido trabajando, el esquema anterior no comprende el poema más reciente de Sologuren: «Recinto»14, donde se alcanza una visión que abarca y concilia las dos vertientes básicas de su obra. Si bien el movimiento circular que adopta su creación se afirma en él y adquiere una dimensión insospechada, la tendencia a la conformación de zonas cercadas, esa necesidad de demarcar los campos en que se da su poesía, estalla aquí y se extiende a la existencia en su conjunto. El recinto no tiene esta vez otros límites que los del escenario del hombre, y la existencia es vista como un sucederse donde todo es origen, como un afán que nada calma y que solo puede explicarse como motor de un circuito que gira sobre sí sin fin ni trascendencia. El misterio humano no se niega ni se despeja (quién nos apura sí quién nos pide cuentas/ antes que el día concluya quién/ el plano nos muestra/ no exige entenderlo/ quién muerde en nuestro corazón/ el ácido fruto), la vida se toma tal como está dada, como un vivir y un morir recíprocamente sirviéndose, haciéndose el uno sobre el otro, se asume en la cíclica finitud que se afirma y se niega en el renacer que la eterniza y encuentra un símbolo en la forma misma de este poema. El tan ansiado equilibrio se alcanza así en un movimiento cuya repetición sin término equivale a la inmovilidad. Y el primero y el último Sologuren se encuentran de este modo en uno de sus poemas más hermosos, al que aportan lo mejor de su experiencia poética; en un poema que envuelve, también, entre sus significados, al acto de la creación en su contexto de vida y de cultura y, dentro de este, a la propia vida poética de su autor.
Amaru, Revista de artes y ciencias
(Universidad Nacional de Ingeniería), Lima,
N° 5 (enero-marzo, 1968).
5 Como aquí, en adelante se indicará