Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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y en este tropel de historias, los autores de la narrativa periodística latinoamericana tienen al menos dos asignaturas40 pendientes: una, husmear resueltamente en la vida de los poderosos41 de todas las raleas y, dos, contar historias edificantes que testimonien las formas de la felicidad y del éxito de los seres humanos en distintas actividades y maneras de vivir.

      Aunque en el tratamiento de los asuntos del poder hay entre los “Nuevos cronistas de Indias” una notable y honrosa excepción: el mencionado Jon Lee Anderson –“El americano impaciente”, en palabras de Villoro (2009: 7)– quien en uno de los libros esenciales para conocer sobre el periodismo narrativo contemporáneo, El dictador, los demonios y otras crónicas (2009), reúne varios de sus trabajos publicados previamente en la prestigiosa revista The New Yorker sobre algunos autócratas de Latinoamérica; entre ellos Augusto Pinochet, Fidel Castro y Hugo Chávez, perfilados con el tino de un autor que rechaza la propaganda y conoce muy bien la realidad de los países que los han soportado.

      Apasionado por los viajes, las geografías distantes y exóticas, los datos precisos, las tensiones humanas y los territorios en guerra, a Anderson –según Villoro– desde hace varios años nadie lo supera en el “arte de dar bien las malas noticias”, a través de sus crónicas –varias de ellas en forma de perfiles– donde combina el heroísmo de quien –como él– escribe en situaciones extremas de conflictos y violencias políticas, religiosas y socioeconómicas, “con la cuidadosa tensión narrativa de quien no pierde el gusto por la sorpresa”; pues sostiene que “si algo se vuelve cotidiano, nos olvidamos de los detalles” (Villoro, 2009: 9).

      Anderson es un coleccionista de detalles, de diálogos, de anécdotas, de fisonomías y de datos, pero advierte que “tener muchos datos es la obligación elemental del periodista; lo importante es lo que se hace con ellos” (Villoro, 2009: 12). Anderson, quien escribe con fervor por la minucia, por la vida cotidiana, y conoce a fondo su territorio y el de sus personajes, tiene –para Villoro– una técnica como reportero que no es muy distinta a la del “repostero que conoce a la gente a través de los panes que le vende” (2009: 12).

      Así, por ejemplo, el minucioso Anderson nos pone frente a Fidel Castro –el hombre y el mito, al mismo tiempo– en el capítulo siete de El dictador, titulado “Carta desde La Habana: El viejo y el niño”:

      Era un día de fines de enero y Fidel Castro había pasado casi toda la tarde sentado en silencio en un auditorio de La Habana, escuchando los discursos de una docena aproximada de economistas que habían sido invitados a Cuba para participar en una conferencia sobre “Globalización y problemas del desarrollo”. Fidel iba vestido con el uniforme militar de faena, de color verde oliva, que ha llevado en los últimos cuarenta años. […] Por fin, Fidel levantó la mano y preguntó sosegadamente, con mansedumbre teatral, si podía decir algo sobre la situación cubana. El público rio por lo bajo ante aquella parodia de humildad y todos callaron con respeto cuando abrió la boca: saltó de una anécdota a otra, dio marcha atrás y subrayó que Cuba, a pesar del largo embargo económico impuesto por Estados Unidos, no solo había resistido, sino que había salvaguardado su independencia, gracias a su inflexible entrega a los principios revolucionarios y gracias a la firmeza, la confianza y la inventiva de los ciudadanos. “La revolución nos ha hecho poderosos”, proclamó. […] La aflautada voz de Fidel había ido subiendo de registro y sus manos blancas, largas y delgadas, moteadas con las manchas de la edad, se alzaban en el aire y caían sobre la mesa que tenía delante y que aporreó repetidas veces para subrayar sus palabras. […] Fidel estaba particularmente en forma aquel día. Llevaba cuidadosamente peinados la raleante barba y el escaso cabello, que ha adquirido un matiz grisáceo, y aunque parecía cansado y tenía bolsas dobles bajo los ojos, estaba en plena posesión de sus facultades de mando. Lo mejor de todo fue que consiguió que su discurso durase poco más de una hora. […] Ha envejecido mal y aunque todavía se mantiene erecto y adopta una pose digna, se mueve con rigidez. La alta frente, la nariz aquilina y las pobladas cejas negras –cuyos pelillos manosea mientras medita– le dan un aire majestuoso; pero ha empezado a adquirir un siniestro parecido con uno de sus héroes, Don Quijote. Incluso ha contraído tics raros, hace muecas continuas y mueve las mandíbulas como si masticara (2009: 185, 186, 187, 189).

      Anderson es largo de estatura y de energía. Es grueso en las ambiciones de totalidad de su trabajo periodístico. Y sus libros de reportaje y crónica están hechos a su medida. Por eso tiene sentido y pertinencia su colosal Che Guevara. Una vida revolucionaria (1997); setecientas cincuenta y tres páginas de reportaje y crónica biográfica, absorbente y conmovedora, en cuya preparación se demoró cinco años en los que aprovechó cada una de las oportunidades que se buscó para perfilar la vida y los hechos de Ernesto Guevara –el hombre, el guerrillero más caracterizado del mundo, y el mito– desde su infancia y su juventud en el seno de una familia acomodada de Argentina hasta su muerte violenta en Bolivia.

      A saber: Anderson tuvo acceso exclusivo a los archivos del Gobierno cubano y recibió la colaboración de la viuda del Che, Aleida March; obtuvo documentos inéditos, entre ellos diarios personales del Che; logró entrevistarse con los militares bolivianos que conocían lo que le había ocurrido en sus últimos días y por esta vía descubrió el paradero de su cuerpo en Bolivia, un misterio que había sido guardado durante veintiocho años.

      Al pasar las páginas de los libros42 en los que Anderson nos retrata a los poderos del mundo, con sus extravagancias y miserias –bien sea que aún estén sostenidos por sus propios huesos o por el cemento y el metal de sus estatuas–, también descubrimos el poder de un cronista al que no medimos por el valor de sus metáforas, sino por el sudor que le empapa la nuca y por el polvo que tiene en sus zapatos.

      Siempre es muy difícil acercarse a los poderosos –dice Anderson–, quienes normalmente rehúyen a los periodistas, sobre todo a los que no controlan, y debido a que “tienen séquitos nutridos de empleados cuya función en la vida es mantenerlos distantes y asegurar que todo retrato de ellos sea positivo” (2016: 14-15).

      También es excepcional y un aporte significativo el libro Crecer a golpes. Crónicas y ensayos de América Latina a cuarenta años de Allende y Pinochet (2013), editado por Diego Fonseca, en el cual él y otros trece escritores43 –periodistas y novelistas– hacen memoria de los pisotones y de los estragos dejados por las botas militares –y por sus áulicos en traje de civil– cuando después de asaltar la democracia en varios países del continente se enquistaron en el poder y actuaron como gobernantes.

      Crecer a golpes –explica Fonseca– toma como punto de partida el golpe de Pinochet para repasar los relatos de once naciones latinoamericanas y de España –“la Madre Patria”– y Estados Unidos –“el Padre Político”–. Y a través de las reminiscencias de cada uno de los autores “explora cómo la marcha a paso de ganso de los golpes militares propició nuevos procesos de cambio y permitió revelar otros en la misma época y con la andadura de las décadas. La historia en toda su manifestación, una corriente eléctrica de didáctica continua” (2013: xvii).

      Como son excepcionales los reportajes para periódicos, libros, televisión e Internet del colombiano Gerardo Reyes, uno de los cronistas que más ha mortificado a los poderosos de América Latina y de Estados Unidos al descubrir y contar sus historias no autorizadas, gracias al poderío de su refinado instinto de sabueso.

      Reyes, quien hizo parte de la mítica Unidad Investigativa del periódico El Tiempo de Bogotá y ahora es el director del equipo de Univisión Investiga del departamento de Noticias de la Cadena Univisión, por sus trabajos ha recibido notables premios como el Pulitzer en 1999, al integrar el equipo del diario The Miami Herald que realizó la serie Dirty Votes, The Race for Miami Mayor; el María Moors Cabot de la Universidad de Columbia en 2004; y el Ortega y Gasset en 2015, concedido por El País de España, en la categoría Periodismo Digital, al especial titulado “Los nuevos narcotesoros”44, publicado por Univisión Noticias.

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