Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto

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crónica latinoamericana, el mexicano Carlos Monsiváis31 (1938-2010) y el chileno Pedro Lemebel32 (1955-2015) son perfilados –bien se podría decir que homenajeados– por Fabrizio Mejía y por Óscar Contardo, tras un arduo proceso de citas canceladas, de evasivas y de no pocas exigencias por parte de los dos personajes, hasta que Monsiváis y Lemebel decidieron abrirles a Mejía y a Contardo las puertas de sus viviendas, en el barrio Portales de Ciudad de México y en el centro de Santiago, y dejarse ver aislados de los mundillos que frecuentaban.

      Entonces sus perfiles –que ahora con la ausencia de los dos personajes leemos como sus obituarios cronísticos– comienzan con el asombro de Mejía y de Contardo, tras meter sus cabezas y desplegar sus miradas en los espacios de las madrigueras de Monsiváis, el intelectual más público durante décadas en México; y de Lemebel, el niño pobre que vivía en un basural y se convirtió en profesor de arte, artista travesti y en uno de los escritores más importantes de Chile.

      Para Mejía, la medida de Monsiváis es el buzón en la puerta negra de su casa por cuya rendija cabe un tomo de una enciclopedia; “la casa es un vagón de tren y el estudio es la punta más baja en forma de ‘ele’”; el escritorio está repleto de papeles, libros, periódicos e informes; muchísimos gatos circulan con libertad por el recinto y algunos trepan por las extremidades y la cabeza de su amo; y “justo en una pared lateral dos dibujos cuentan una historia de la cultura mexicana: uno es la primera página manuscrita de El llano en llamas, de Juan Rulfo, autografiada y con el trazo preciso de un coyote aullando. El otro es el dibujo hecho por José Luis Cuevas del rostro de Monsiváis con adornos muy pop en los lentes” (Mejía, 2012: 246-247). Para Contardo, la medida del Lemebel –quien había decidido “frenar la intensidad alcohólica en la que vivía tras la muerte de su madre”– es su nueva casa en un cuarto piso frente al Parque Forestal; un departamento amplio en el sector más codiciado de Santiago, en lo que él mismo llama gay town; y el cual está “armado con una suerte de economía de medios que no es lo mismo que minimalismo. Muros blancos, los muebles apenas necesarios, algunos grabados de Juan Domingo Dávila, uno de los artistas visuales más importantes del arte contemporáneo chileno quien, por cierto, también firma como Juana” (Contardo, 2010: 62-63).

      Así que, dime dónde vives y te diré quién eres y cómo eres.

      Por eso mismo, Josefina Licitra, viaja cuatrocientos kilómetros en ómnibus con un fotógrafo –Sebastián Miquel de la revista Anfibia– a Balcarce, una ciudad de treinta y cinco mil habitantes ubicada al sudeste de la provincia de Buenos Aires, para conocer a Rosita, “la vaca sagrada”, que vive en un corral del campo del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. Rosita, una vaca única en el mundo, una vaca que da leche maternizada, vive allí protegida por guardias, alarmas y sensores láser; y también custodiada por tres científicos que comparten con ella hasta su lecho de paja. Y Rosita crece allí sin saber que su clonación es un experimento revolucionario que la tiene viviendo la vida de “una vaca solitaria y malhumorada” que come alfalfa con papas fritas (Licitra, 2015).

      Licitra escribe que:

      Rosita es marrón. Y tiene cara de rumiante: los globos oculares gordos, y esa lentitud vacía que recuerda a las personas pasadas de diazepam. Rosita luce así, bueno, porque no hay vaca inteligente. Pero también –hay que decirlo– porque su vida es –o parece ser– aún más aburrida que lo usual. Desde que nació –el 6 de abril de 2011– la vaca no tiene contacto con otro animal que no sean Nicolás Mucci, Germán Kaiser y Adrián Mutto, los científicos; y Carlos Lobato, su cuidador. Y eso, a su vez, tiene sus razones. Por normas de seguridad, Rosita vive –debe vivir– aislada de todo. Por un lado, porque su organismo hoy tiene un valor incalculable. Y, por el otro, porque la Comisión Nacional de Biotecnología Animal (Conabia) entiende que, al ser un animal genéticamente modificado, no debe tener contacto con nada de eso que se entiende como “entorno”. Nadie puede llegar a Rosita –salvo el personal autorizado–, y nada de Rosita puede llegar a nadie (todo lo que salga de la vaca –si no es utilizado– debe ser eliminado como residuo patológico) (2015).

      Licitra asegura que le duele el cerebro cuando trata de comprender qué viene a ser Rosita, los científicos le dicen que tiene cinco madres: este animal es el resultado del cruce genético de cinco organismos distintos. Por un lado –le explican– se tomaron genes de dos humanos (varón o mujer: no se sabe) de un banco genético. Luego, se tomó una muestra de piel de una vaca Jersey (cuya leche es rica en grasas) y de ahí se extrajo una célula que fue transformada genéticamente, en tanto le fueron introducidos los genes humanos. Esto a su vez fue metido en el óvulo de otra vaca, y a través de un proceso de clonación se generó un embrión. Ese embrión (producto de la unión de ese óvulo más la célula transformada) fue transferido a una tercera vaca que gestó y parió el animal (2015). Esta suma –trata de entender la cronista– ni siquiera tiene en cuenta a la madre número seis (una vaquillona que crio a Rosita en los primeros tiempos, porque su madre biológica –la última de ellas– la rechazaba), y tampoco incluye a los cuatro padres: que vienen a ser Mutto, Mucci y Kaiser, los científicos; y Lobato, su cuidador. En conclusión, “somos una familia”, le dice el científico Germán Kaiser a Josefina Licitra.

      Con osadía reporteril y destreza narrativa, José Guarnizo Álvarez junta las crónicas de perfil, de obituario y de prontuario criminal ajustado a la nota roja, en su libro La patrona de Pablo Escobar. Vida y muerte de Griselda Blanco (2012).

      Griselda Blanco de Trujillo –quien fuera conocida con los apodos de la Madrina, la Tía, la Patrona, la Reina de la cocaína y la Viuda negra–, tenía sesenta y nueve años cuando fue asesinada a tiros por un sicario mientras compraba carne en el barrio Belén de Medellín. Guarnizo Álvarez revela detalles de esta mujer que según la revista Celebrity Networth ocupó el noveno lugar en la lista de los narcotraficantes más ricos del mundo con una fortuna calculada en dos billones de dólares a comienzos de los años setenta del siglo pasado, y que según el agente retirado de la DEA Robert Polombo, fue responsable de la autoría de cien homicidios solo en Miami.

      “Permítanme presentar este libro no como una biografía de Griselda Blanco” –interpela a los lectores en el prólogo Guarnizo Álvarez–, sino como un retrato de Medellín y de Miami, en las década del setenta y los inicios de los años ochenta, sin condenar ni absolver a la mujer, poniendo en escena a personajes que la conocieron, como su peluquero, y a otros que trabajaron en la delincuencia con ella, junto con datos y sucesos tomados de los archivos del FBI, de la DEA, de la Policía colombiana y de la prensa. “A Griselda Blanco, los adjetivos le sobran. En estos casos, los muertos y las víctimas hablan por sí solos. Ella fue una de las mujeres más peligrosas en la historia de la mafia, pero más vale mostrar que explicar, y es eso lo que intento hacer en estas páginas” (2012: 12-14), indica el cronista.

      ***

      Suele ser muy recurrente que los cronistas latinoamericanos escojan aquellos temas que consideran tabú para la sociedad en general, o para ellos mismos: la prostitución, las drogas, la brujería, el fetichismo, el aborto, las diversidades sexuales, el suicidio y la locura. Por eso es posible encontrar numerosas crónicas sobre estos contenidos, convirtiéndose más que en temas tabús, en motivos reiterados y tradicionales para estos soportes. Bajo el ejercicio reporteril el cronista tiene la oportunidad de conocer los asuntos y los individuos que le causan curiosidad por el hecho de ser censurados por algunos sectores de la sociedad.

      Por ejemplo, en “Burdel de burras” (2008), la cronista Margarita García se va detrás de Andrés y de sus cinco amigos, quienes median como proxenetas de varios adolescentes de catorce y quince años a quienes llevan por turnos a una finca del municipio de Turbaco, a cuarenta minutos de Cartagena, para que hagan lo que ellos ya hicieron cuando tenían sus mismas edades: perderle el miedo al sexo en un aventura zoofílica. Entre los muchachos hay varios que proceden de regiones tanto del litoral Atlántico como del interior de Colombia, lo que desmiente el mito de que la “burricie”

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