Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto

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fabularon sus imágenes de artista en tensión con la información y abrieron un espacio para el ingreso de la literatura en el seno del periódico, ansiosos por dar con un público lector” (2016); y, por otro, en las academias de periodismo, definen a la crónica como el resultado de un trabajo de investigación sin limitación temática, realizado en profundidad y apelando a estrategias y recursos propios de la narración de ficción; y los talleres, las fórmulas, los manuales y los maestros enseñan que el valor diferencial de la crónica reside en una marcada voz de autor: es la lección del periodismo narrativo con su llamado a “literaturizar el periodismo, a amenizar la noticia, a contar hechos reales como si fueran ficción dando continuidad al modelo retórico del realismo del siglo XIX” (2016).

      La doctora Bernabé entra al debate y arguye que:

      Aunque con una fuerte impregnación periodística, las crónicas son un producto orillero. Su condición anfibia las instala en los márgenes del campo literario. El sentido común refiere a su carácter híbrido, marca descriptiva que pretende decir todo y no dice nada. Más allá de las etiquetas, alineamos la crónica entre otras tantas formas narrativas que, acuciadas por un deseo de lo real, hoy gestionan un campo de fuerzas en la intersección de formas discursivas heterogéneas. Son formas que solicitan ser abordadas prescindiendo de la idea tradicional del género: entrevistas, testimonio, ensayos de crítica cultural, minificción, no ficción, narrativa documental, diarios íntimos, informes etnográficos, biografías, autobiografías, memorias, ¿algo más? En la inmensidad del archivo, seguramente anidan formas orilleras en espera de ser añadidas al campo expandido de la literatura actual (2016).

      Entre tanto, la cronista mexicana Rossana Reguillo –doctora en Ciencias Sociales– asegura que la crónica,

      […] en femenino, relación ordenada de los hechos; y en masculino, lo crónico, como enfermedad larga y habitual, se instaura hoy como forma de relato, para contar aquello que no se deja encerrar en los marcos asépticos de un género. ¿Será más bien que el acontecimiento instaura sus propias reglas, sus propias formas de dejarse contar? (2007: 42).

      Antes que dar una respuesta certera en cuanto a la forma de composición narrativa, Reguillo prefiere insistir en la potencia de la crónica “de alma antigua”, la cual

      […] está ahí, en el cuarto, en la calle abandonada, en la voz que narra el desconsuelo, es incómoda, como incómodo testigo de aquello que no debiera verse, por doloroso o por ridículo, que a veces, es lo mismo. Pero la crónica ve, observa, se sorprende a sí misma en el acto de ver, de comprender (2007: 43).

      […]

      Se re-coloca hoy frente al logos pretendido de la modernidad como discurso comprensivo, al oponerle a este, otra racionalidad, en tanto ella puede hacerse cargo de la inestabilidad de las disciplinas, de los géneros, de las fronteras que delimitan el discurso. La crónica, en su estar “allí”, es capaz de recuperar el habla de los muchos diversos, de jugar con las ganas de experiencia, con la necesidad de un mundo trascendente que esté por encima de lo experimentado y que sea, paradójicamente, experimentable a través del relato. La crónica no debilita “lo real”, lo fortalece, ya que su “apertura” posibilita la yuxtaposición de versiones y de anécdotas que acercan a territorio propio, es decir, (re) localizan el relato (2007: 45).

      Hay realidades –concluye Reguillo– que no se dejan contar más que a través de ese “lenguaje cotidiano en el que se ha convertido la crónica”; la cual tiene la capacidad de implicarse en lo que narra y en lo que explica a la vez que pone en crisis los discursos monolíticos, lineales y dominantes del periodismo, de la literatura e inclusive de las ciencias sociales; esta “se levanta para ofrecer el testimonio del desasosiego latinoamericano” (2007: 47).

      Nosotros queremos aquí insistir en nuestra forma de ver y de analizar los asuntos de este “debate crónico” y, en síntesis, nos vamos por una idea: la crónica contemporánea, con marcada vocación latinoamericana, es una narrativa nutrida y fecundada –preñada– de reportaje; esto es, de noticias, datos, estadísticas, entrevistas, conversaciones, viajes, lugares, testimonios, registros de documentos, interpretaciones, sensaciones, vivencias y formas de escritura creativa que hurgan, entre la tierra, el agua y el cielo, en busca del preciado metal de las historias humanas en el filón inagotable de la alucinante realidad.

      A Martín Caparrós le gusta definir la crónica como “un texto periodístico que se ocupa de lo que no es noticia”; y, entonces, una crónica sería, en última instancia “un reportaje bien contado en primera persona” (2015: 52 y 138).

      Él, como los otros y como nosotros, lo que hace, con lo que dice, es echarle más combustible al fuego del debate crónico…

      La apuesta de las revistas, blogs y editoriales en Hispanoamérica por la crónica, criatura sorprendente –“el ornitorrinco de la prosa”–, antes que centrarse en el engorroso problema de definiciones y codificaciones de clase, va directa a sustentar su aprovechamiento por parte de los reporteros y narradores, al considerar las ciudades –e incluso los poblados y los entornos campesinos– como un laboratorio para dar distintas miradas sobre personas, acontecimientos, testimonios, vivencias y anécdotas.

      En los países latinoamericanos –y muy especialmente en Argentina, Chile, Perú, Colombia, Venezuela, El Salvador y México– la crónica es ahora un caballito de batalla en muchas redacciones de periódicos, suplementos literarios y revistas; y parece ser la carta de triunfo que, con su capacidad para iluminar los acontecimientos, podría restituirle el alma a muchos medios impresos y digitales.

      Aunque en esta parte del mundo siempre hubo cronistas y crónicas, también es cierto que hubo unos años, en la segunda mitad del siglo XX, en los que ambos se notaron por su ausencia, y apenas si se les pudo ver exiliados en algunos libros. Entre ellos, los de autores obstinados y con un trabajo sostenido dentro del género como Julio Scherer García, Carlos Monsiváis, Jorge Ibargüengoitia, José Joaquín Blanco, José Emilio Pacheco, Vicente Leñero, Roger Bartra, Guillermo Sheridan, Juan Villoro, Elena Poniatowska, Alma Guillermoprieto, Carmen Lira y Josefina Estrada, en México;17 Sergio Ramírez, en Nicaragua; Pedro Lemebel, Patricio Fernández y Mónica González, en Chile; José Carlos Mariátegui, Ángela Ramos y Mario Vargas Llosa, en Perú; Enrique Raab, Roberto Arlt, Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez, Martín Caparrós, Jorge Fernández Díaz, Roberto Herrscher y María Moreno, en Argentina; Jon Lee Anderson, en Estados Unidos (pero quien tiene gran parte de su laboratorio cronístico y sus afectos en Latinoamérica); Rubem Braga, Clarice Lispector, Dorrit Harazim y Fernando Gomes de Morais, en Brasil; Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Felipe González Toledo, Germán Pinzón, Gonzalo Arango, Manuel Mejía Vallejo, Eduardo Escobar, Pedro Claver Téllez, Germán Castro Caycedo,18 Alfredo Molano,19 Juan Gossaín, Arturo Alape, Germán Santamaría, Henry Holguín, José Cervantes Angulo, Héctor Rincón, José Guillermo Ángel, Ricardo Aricapa, Pedro Nel Valencia, Reinaldo Spitaletta, Gustavo Colorado, Gonzalo Medina, Daniel Samper Pizano, Umberto Valverde, Jorge García Usta, Gonzalo Guillén, Alonso Salazar, Juan José Hoyos, Ernesto McCauslad –quien además ensayó con la crónica en formatos de radio, televisión y cine–, Silvia Galvis, Olga Behar, Patricia Lara, María Teresa Ronderos, Margaritainés Restrepo Santa María, Alegre Levy, María Jimena Duzán, Ana María Cano y Mary Daza Orozco, en Colombia.20

      Ahora hay cosecha de cronistas y de crónicas en Latinoamérica. Los vemos y las vemos por ahí; las leemos y las degustamos, y aquí hacemos eco de quienes también se han dado cuenta del asunto.

      Veamos, por ejemplo: El 12 de julio de 2008 la edición 868 de Babelia –suplemento cultural del diario El País, de España–

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