Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto

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una entradilla en la que se señala que para Gabriel García Márquez “una crónica es un cuento que es verdad”, y destaca que una nueva generación de cronistas de América Latina se ha lanzado a explorar el continente en busca de historias y “ha arrancado a la vida cotidiana una revolución literaria”.

      Para Ethel, América Latina ha dejado de ser un continente inventado por la literatura para transformarse en un continente redescubierto por los autores del periodismo narrativo, quienes se han situado en la vanguardia literaria con su avidez por contar historias, las mismas que han pasado y que están pasando frente a sus sentidos de rastreadores impacientes.

      En octubre de 2012, el ya mencionado Sergio Ramírez se refirió al Segundo Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias, celebrado ese mismo mes en Ciudad de México, y destacó que la crónica encamina al periodismo en los albores de este incierto siglo XIX, y al examinar la nómina de los convocados, más de setenta de España y América, islas y tierra firme, se da cuenta de que es, sobre todo, un oficio de jóvenes, y entre los jóvenes, no pocas mujeres; dedicados a “un viejo oficio, al que la crisis del periodismo abre nuevos espacios. En crisis no porque vaya a desaparecer, sino porque está cambiando, y lo viejo no acaba de morir, ni lo nuevo acaba de nacer” (2012).

      En Bogotá, en julio de 2009, el exdirector de la revista el malpensante, Mario Jursich Durán, expresó en público la hipótesis21 según la cual si se hablara de un nuevo boom de la literatura latinoamericana no sería en el campo de la ficción, sino de la crónica, y para probarlo bastaría con examinar los libros publicados en lo que va corrido el siglo XXI con piezas antológicas del género.

      Mientras Jursich se atrevió a hablar de boom otros lo hacen de auge, de movimiento o de moda, otros no quieren ni oír hablar de ninguno de estos, entre ellos Alberto Salcedo Ramos quien dice que le gustaría que se hablara menos del asunto; y hay otros, como Juan Pablo Meneses, que se mofan del asunto y anota que ahora muchos quieren escribir crónicas para “levantarse a una chica en el bar, para que lo publiquen en otros países, para sentirse superior dentro del grupo de sus compañeros periodistas, y todas esas cosas son las que importan menos” (Ruiz, 2007).

      Entre los más suspicaces está el maestro Caparrós quien en una perorata de octubre de 2008 que tituló “Contra los cronistas”, señala que estos ahora “Son plaga módica, langostal de maceta, marabunda bonsái. Vaya a saber cómo fue, qué nos pasó, pero ahora parece que el mundo está lleno de unos señores y señoras que se llaman cronistas. Debe ser que les conviene o que queda bonito”. Y considera que cuando las páginas más distinguidas de la cultura hispana “sancionan con tanto bombo una tendencia, la desconfianza es una obligación moral” (2012a: 613-614).

      Pero se trata de una perorata –una con autoridad– que si bien hace ruido en el momento vigoroso de la presente crónica latinoamericana, también tiene mucho que ver con el genio impaciente y quisquilloso que Caparrós exhibe por escrito y cuando habla en público.

      Nos parece que han calado más opiniones como las del escritor colombiano Darío Jaramillo Agudelo quien se atrevió a ponderar que la crónica periodística es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica. Eso sí, sin negar que se escriben buenas novelas y sin hacer réquiem de la ficción (2012: 11).

      Lo cierto del caso es que entre los “Nuevos cronistas de Indias” hay un importante subgrupo de novelistas volcados a la crónica –un género que ahora también les ayuda al sostenimiento alimenticio y a subsidiar su trabajo literario– y entre ellos están, siempre con el riesgo de dejar de nombrar a otros autores importantes, el argentino Rodrigo Fresán, el chileno Alberto Fuguet, el nicaragüense Sergio Ramírez, el estadounidense (de madre guatemalteca) Francisco Goldman, el cubano Leonardo Padura, el mexicano Sergio González Rodríguez, los peruanos Santiago Roncagliolo y Daniel Alarcón; y los colombianos Héctor Abad, Santiago Gamboa, Efraím Medina, Jorge Franco, Fernando Gómez, Juan Gabriel Vásquez, Ricardo Silva, Sergio Álvarez, Sergio Ocampo, Andrés Felipe Solano, José Alejandro Castaño,22 Margarita García Robayo y Margarita Posada.

      El maestro Tomás Eloy Martínez había observado este trueque de oficios con una astucia premonitoria: “Antes, los periodistas de alma soñaban con escribir aunque sólo fuera una novela en la vida; ahora, los novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan inolvidables como una bella novela” (2006: 237). Y Martín Caparrós, por su parte, comenta que hasta los años ochenta del siglo pasado, él consideraba que el periodista era un “ser básicamente incompleto porque no había escrito novela”, y era muy usual que los periodistas buenos, ambiciosos, “siempre tenían una novela en el tercer cajón del escritorio” que no terminaban. “Ahora ya no –señala–, ahora con tener un buen libro de crónicas, mucho más fácil de terminar porque es lo que estás haciendo, ya se completan. Creo que ha sido un gran alivio personal para mucha gente (Cruz, 2016: 138).

      Al leer una amplia selección de crónicas latinoamericanas en español, publicadas por distintas editoriales en quince libros de tipo antología y en algunos otros de autoría individual, entre 2001 y 2016; y en el blog Periodismo narrativo en Latinoamérica. Recopilación de crónicas periodísticas con chispa,23 llegamos a la conclusión de que es muy difícil enmarcarlas de manera cerrada en uno o dos grandes temas. Por el contrario, lo que encontramos es un popurrí que representa las decisiones personales que toma quien escribe, ligadas a sus maneras de ver el mundo y lo que quiere conocer de él.

      No obstante, bajo un criterio si se quiere caprichoso, ordenamos las crónicas en al menos doce asuntos24 porosos: la persistente violencia o la violencia crónica; sucesos, oficios y memorias; narcos, tribus urbanas y pandillas; testigos y testimonios; el rebusque de cada día (o rebusque menor); anécdotas e ironías; animales y hombres; géneros musicales y deportes (apasionadamente el fútbol); quién es quién (o perfiles); tinta roja (o crónica policial o de sucesos criminales); lugares, paisajes y naturalezas (y una decidida apuesta por la ecología y la protección del medio ambiente, comenzando por la investigación y la denuncia de los responsables de su deterioro), y los oficios periodístico y literario.

      Como se puede advertir, muchas de las crónicas tienen más puntos de contacto que de separación y pueden hacer parte de varias de estas cuestiones. Eso sí, la violencia con sus diferentes manifestaciones y actores, es transversal a casi todas ellas.

      Así, por ejemplo, un asunto recurrente en varias crónicas es el tratamiento de la marginalidad. En primer lugar, aparecen aquellos relatos sobre personas en situaciones precarias para los ojos del escritor: pobreza, migración, explotación laboral, trata de personas, drogadicción, delincuencia, habitantes de calle. Es el caso de “Un barrio de trabajadores sin trabajo” (2012), en Córdoba, Argentina, de Alejo Gómez Jacobo; de los “bolitas” bolivianos reducidos a la servidumbre en las fábricas de vestuario en Buenos Aires y São Paulo en “Compran ‘bolitas’ al precio de ‘gallina’ muerta” (2012), de Roberto Navia Gabriel; de la aplicación de formalina al cadáver de Virginia, en la vivienda de los González, en El Salvador, para tratar de que no se corrompa mientras consiguen con qué sepultarla, en “Entierro pobre” (2009), de Rossy Tejada; y de Mery Aimé Hernández Batista, una de las cinco mil setecientas personas que se dedican a recuperar desechos reciclables por cuenta propia en Cuba y como alternativa de manutención, a quien Mónica Baró Sánchez nos presenta como “La cantante que recoge latas” (2016b) y nos la muestra en sus andanzas detrás de la basura que dejan los turistas en el centro histórico de La Habana.

      Frente a las historias de la precariedad, los cronistas describen lo que ven, y es su mirada –por lo general acomodada pero no enjuiciadora– la que logra escenificar las situaciones que narran.

      Por

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