Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto

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otros instrumentos de castigo y tortura; mientras va siguiendo a una chica con antifaz, escote feroz y traje de cuero brillante que se hace llamar Soraya y quien asegura que si no se considerara superior, no podría hacer su trabajo en el mundo del sexo extremo en la Buenos Aires secreta.

      ¿Qué pasa en la cabina de una masajista erótica? ¿Qué se siente al exhibirse durante una noche como stripper? ¿Cuáles son las imaginerías de los cientos de hombres que llaman a las líneas calientes? ¿Por qué los hombres están obsesionados con los productos para potenciar su vigor sexual? ¿Ha pensado en qué consiste ser ninfómana? A estas y a otras preguntas similares se propone dar respuestas y, claro, propiciar nuevos interrogantes, el libro El sexo según Soho (2015), en una compilación de crónicas de inmersión y testimonios sobre la más estimulante de las acciones humanas, realizadas por treinta y dos periodistas convocados y “excitados” por la revista colombiana Soho para vivir –así fuera por unas horas o unos días– como personajes de sus propias fantasías o pesadillas.

      En “Trabajando como prostituta virtual” (2015b), Gabriela Wiener, por ejemplo, nos cuenta que el Fisgónclub es la web de sexo amateur, directo e interactivo, en la que se ha instalado para dejarse ver desnuda por la mirilla de la “puerta del siglo”: su webcam. La cronista, quien durante una semana se ha publicitado como “Sexógrafa. Veinticinco añitos. Dependienta. Pechos grandes, lengua larga”, concluirá, “en carne propia”, que una webcamer es a una puta lo que una stripper es a una actriz porno y que la webcam es una especialidad como cualquier otra dentro del mundo del entretenimiento, y la suya es meterse en la cama para prestar servicios sexuales sin derecho a roce. “Aunque ellos pagan –explica Wiener–, yo tengo el poder. En realidad soy mucho peor que una puta. Las putas entregan su cuerpo pero no su alma. Yo ni siquiera el cuerpo. Moraleja: ser objeto sexual es divertido cuando no te pueden echar el guante” (2015b: 19).

      “Yo aborté” (2007) es la crónica de Paula Rodríguez que en febrero del 2003 parió la revista Rolling Stone, en su edición argentina, donde los testimonios de varias mujeres levantan la voz en sus páginas poniéndole rostro y nervios al aborto clandestino que tanto allí como en los demás países del continente es una –y ha sido la principal– de las causas de muerte entre las embarazadas. “La discusión sobre el aborto –se señala en la presentación de la crónica– y su implementación legalizada sigue allí, empantanada, amenazando con dar a luz, esperando que nos decidamos a abordarla” (2007: 93).

      Como se decidió Rodríguez a abordarla como una historia insoslayable desde el primer párrafo de su relato:

      Examinó un atado de perejil y eligió el tallo más grueso. Aunque estaba sola, se encerró en el baño. Metió el tallo por su vagina hasta estar segura de que había llegado al útero. Y esperó el dolor, alguna señal de que estaba abortando.

      —Duele sí. Muchísimo. Es como un parto. Pero no hay que tener miedo, ¿eh? Si tienes miedo, es peor: vas al hospital. Yo estuve dos días con dolores fuertes. Después, algunas molestias, hemorragias (2007: 94).

      Cuando Rosana Alcarraz decidió abortar tenía veintitrés años y dos hijos, explica Paula Rodríguez al revelar el nombre y el apellido de su fuente de información testimonial, para trascender el estilo periodístico, de fantasmas y de sombras, cargado de eufemismos con el que se suele dar cuenta en las noticias de asuntos como el aborto.

      Notamos, en efecto, cómo la violencia y sus expresiones, actores y sucesos, es transversal, y salpica con su tinta roja a todos los demás asuntos.

      En un país como Colombia, con más de cinco décadas de conflicto armado con fuerte impacto en los ámbitos rurales –al que se suma la violencia generalizada, endémica, crónica, que sucede en las ciudades–, la violencia y sus manifestaciones es un asunto que les es difícil soslayar a los cronistas. Más que reiterar el horror manifiestan un propósito claro de dar a conocer casos concretos que materialicen esa violencia, abstracta para muchos, a través de historias de personas y de pueblos que la han vivido en carne y hueso. Un ejercicio de construcción de memoria que es común a toda Latinoamérica.

      Los actores que producen la violencia que más ha afectado a los países latinoamericanos –y de manera cruenta además de Colombia, a Venezuela, Brasil, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México– están presentes en todas las páginas de las antologías de crónica latinoamericana actual: guerrilleros, paramilitares, fuerzas armadas estatales, pandilleros, narcotraficantes, secuestradores, pederastas y traficantes de personas.

      “Así se fabrican guerrilleros muertos” (2014), es la segunda crónica que Ander Izagirre –bloguero y viajero español que ejerce el periodismo con botas contagiado del estilo de sus colegas latinoamericanos– escribió en Colombia sobre un negocio siniestro dentro su Ejército: los falsos positivos. Secuestraban a jóvenes para asesinarlos, luego los vestían como guerrilleros y así cobraban recompensas secretas del Gobierno de Álvaro Uribe (de 2002 a 2010). De ahí el término “falsos positivos”, en referencia a la fabricación de las pruebas. La Fiscalía ha registrado cuatro mil setecientas dieciséis denuncias por homicidios presuntamente cometidos por agentes de las fuerzas públicas (entre ellos, tres mil novecientos veinticinco correspondían a falsos positivos). Los observadores internacionales denuncian la dejadez, incluso la complicidad del Estado en estos crímenes masivos.

      Izaguirre siguió la historia de Luz Marina Bernal, una de las madres del municipio de Soacha que rompieron el silencio y destaparon el escándalo. Su relato comienza así:

      —Así que es usted es la madre del comandante narcoguerrillero –le dijo el fiscal de la ciudad de Ocaña.

      —No, señor. Yo soy la madre de Fair Leonardo Porras Bernal.

      —Eso mismo, pues. Su hijo dirigía un grupo armado. Se enfrentaron a tiros con la Brigada Móvil número 15, y él murió en el combate. Vestía de camuflaje y llevaba una pistola de 9 milímetros en la mano derecha. Las pruebas indican que disparó el arma.

      Luz Marina Bernal respondió que su hijo Leonardo, de 26 años, tenía limitaciones mentales de nacimiento, que su capacidad intelectual equivalía a la de un niño de 8 años, que no sabía leer ni escribir, que le habían certificado una discapacidad del 53%. Que tenía la parte derecha del cuerpo paralizada, incluida esa mano con la que decían que manejaba una pistola. Que desapareció de casa el 8 de enero y lo mataron el 12, a setecientos kilómetros. ¿Cómo iba a ser comandante de un grupo guerrillero?

      —Yo no sé, señora, es lo que dice el reporte del Ejército.

      A Luz Marina no le dejaron ver el cuerpo de su hijo en la fosa común. Unos veinte militares vigilaban la exhumación y le entregaron un ataúd sellado. Un año y medio más tarde, cuando lo abrieron para las investigaciones del caso, descubrieron que allí solo había un torso humano con seis vértebras y un cráneo relleno con una camiseta en el lugar del cerebro. Correspondían, efectivamente, a Leonardo Porras (Izaguirre, 2014).

      De este modo, la crónica es “el altavoz de la víctima”. Ahora a la crónica latinoamericana “le fascina la víctima” de la violencia (Jaramillo Agudelo, 2012: 45). No está lejano el tiempo en el que la situación fue al contrario: el victimario fue el protagonista de diversas historias de horror en las que, por ejemplo en Colombia, figuran incluso como autores de los relatos –muchos de ellos empaquetados en libros– y los periodistas como sus amanuenses.

      Aunque los medios de comunicación hegemónicos informan sobre la violencia, esta no suele trascender más allá del dato noticioso, de una imagen anónima

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