Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto

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policial, judicial o de sucesos–. Este tipo de relatos se refieren a hechos violentos o sangrientos causados por personas comunes, lo que llama la atención a los lectores, pues quienes protagonizan estas historias podrían ser sus vecinos, compañeros o familiares (Correa, 2011).

      El investigador mexicano José Luis Arriaga Ornellas considera que la nota roja, tradicionalmente breve y concisa, en una acepción general es el género informativo por el cual se da cuenta de eventos “en los que se encuentra implícito algún modo de violencia –humana o no– que rompe lo común de una sociedad determinada y, a veces también, su normatividad legal”. Y precisa que en su horma “caben los relatos acerca de hechos criminales, catástrofes, accidentes o escándalos en general, pero expuestos según un código cuyos elementos más identificables son los encabezados impactantes, las narraciones con tintes de exageración y melodrama, entre otros” (2002).

      La prosa cronística del tipo reportaje tal como la hemos estado considerando en este libro, sustentada por un notable contraste de fuentes de información y de versiones documentales y testimoniales, así como por el acercamiento del reportero a las víctimas y a los victimarios, humaniza la noticia, le da un rostro a las historias y las presenta ubicándolas en un tiempo y en un territorio claramente definidos.

      Así que, a veces, para retratar la violencia basta la crudeza de una descripción sencilla y detallada de una situación. Sin recurrir a la reflexión rimbombante, el cronista le entrega al lector un instante a través de sus palabras. Otras veces, el suspenso y lo inesperado se funden en la narración.

      Tenemos entonces que la reconstrucción, la escenificación, la dramatización, la personificación y el acercamiento, es decir, la relocalización narrativa de los hechos de violencia, fortalecen el contenido y la forma de la nota roja, la cual de esta manera –además del contacto audaz de los reporteros con las víctimas y los victimarios de las tragedias que se proponen registrar– adquiere la holgura y el aliento de la crónica de reportaje.

      Relocalizar el relato –explica Rossana Reguillo–, significa participar de algún modo en lo narrado. […] El acontecimiento, el personaje, la historia narrada, pierden su dimensión singular y se transforman en memoria colectiva, en testimonio de lo compartible, de lo que une en la miseria, en el dolor, en la fiesta, en el gozo (2007: 45).

      Relocalizar el relato del suceso criminal, recontarlo, transformarlo en una historia extraordinaria y compartirla con la gente como lo hizo el reportero argentino Rodolfo Palacios –el Truman Capote suramericano– en “La historia de las gemelas” (2013). Hernán Casciari, quien junto a Josefina Licitra, editó la historia para la revista Orsai, a través de su blog, el 14 de febrero de 2013, alertó a los lectores de la próxima edición sobre la crónica de Palacios:

      Mientras escribo este adelanto de la Orsai N12, una chica de veintitrés años se está casando con su novio en un pueblo de la Patagonia. La pareja eligió dar el “sí” justo el Día de los Enamorados. La madre de la chica está ausente porque el novio mató a la hermana gemela de la novia. Por eso él entrará al Registro Civil esposado. Y por eso, también, la luna de miel será en la cárcel […] Lo que quiero decir, para terminar, es que Rodolfo volvió hace unos días con una de las mejores crónicas policiales que leí en la vida. La empecé hace cuatro noches, en la cocina, y a cada rato pensaba: “Que no termine nunca, que no termine”. Le habíamos pedido seis mil palabras. Nos devolvió once mil y no supimos qué cortar. Decidimos, porque gracias a la virgen santa no tenemos publicidad, no cortar nada. Lo que leerán desde los primeros días de marzo es casi una novela corta. La diferencia es que está ocurriendo ahora (2013).

      Rodolfo Palacios comenzó su historia de las gemelas Casas en la revista Orsai número 12, marzo de 2013, con este párrafo:

      En los sueños de Marcelina del Carmen Orellana, los muertos aparecen en blanco y negro. A sus abuelos los sueña como si fueran parte de una foto antigua. Y a su hija Johana –asesinada hace dos años– Marcelina la ve como una actriz de Hollywood: peinado tirante, cejas finas, ojos negros, labios y nariz que caben perfectos en una cara angulosa parecida a la de Audrey Hepburn (2013).

      “Es difícil explicar cómo escribe Rodolfo –señala Hernán Casciari en un comentario sobre el detrás de escena de la confección de la historia–. Tiene una magia única: la de involucrarse en las historias hasta la médula, sin aparecer nunca como protagonista. Pasa por los asesinatos, por las muertes y los misterios como si los ojos que estuvieran allí fueran los nuestros” (2013).

      En todo caso, la mirada y el ímpetu narrativo de Palacios se regodean con un material imperdible para los escritores de crónica roja policial –que en sus días habría hecho chuparse los dedos al mismísimo Capote estadounidense– y, claro, a los lectores ávidos de sus truculencias: el señalado asesino se acostaba, al mismo tiempo, con Johana y Edith, las gemelas Casas; Johana es asesinada de dos tiros en un descampado por su novio, Víctor Cingolani; dos años más tarde Edith toma la decisión de casarse con el presunto asesino de su hermana aun sabiendo de la pólvora que la Policía encontró en las manos de este; según todos los testigos, las gemelas Casas eran las mujeres más hermosas nacidas al sur del mundo. ¿Qué pasó realmente? ¿La gemela se quiere casar con el asesino de su hermana para vengarse? ¿De verdad lo ama? ¿Mataron a Johana entre los dos? ¿Él es inocente y purga una condena injusta? ¿Está encubriendo a alguien?

      Rodolfo Palacios va dando, una a una, las pistas y las respuestas de esta crónica erótica-policial. ¡Imperdible!

      O también, relocalizar el relato del suceso criminal, reconstruirlo con herramientas y estrategias de indagación periodística, ubicarlo en el contexto de una sociedad disfuncional y marginal, y tonificarlo con los artificios formales de la novela negra policial, es lo que hacen en sus trabajos divulgados en el formato de libro otros dos notables cronistas de tinta roja: Javier Sinay en Sangre joven. Matar y morir antes de la adultez (2009) y en Los crímenes de Moisés Ville. Una historia de gauchos y judíos (2016)33, y Miguel Prenz en La Misa del Diablo. Anatomía de un crimen ritual (2013).

      Las historias de estos cronistas son para leerlas con los nervios templados y los sentidos indignados. No creemos que se puedan digerir impunemente. Así que mientras ustedes se atreven a abrir las páginas de sus libros, estas son las síntesis:

      Sinay reúne seis asesinatos que tuvieron resonancia para los medios masivos de comunicación pero que luego fueron olvidados por estos, cometidos o sufridos por jóvenes, hombres y mujeres, entre diecisiete y veintiséis años de edad, a quienes él trata de comprender, sin juzgarlos ni estereotiparlos, reconstruyendo cada uno de los casos con un tipo de relato donde mezcla las escenas de los crímenes con las escenas del mundo cotidiano, familiar y social de las víctimas y de sus verdugos. Y Prenz da cuenta del asesinato de Ramón González –conocido como Ramoncito–, de doce años de edad, cuyo cadáver decapitado apareció el domingo 8 de octubre de 2006 a dos cuadras de la terminal de buses de la ciudad de Mercedes, Corrientes, en Argentina. La cabeza de la víctima estaba apoyada junto a su cuerpo semidesnudo, y las investigaciones judiciales develaron que se trataba de un crimen ligado a un ritual, durante el que había sido violado y torturado.

      Si ya tienen los nervios templados, asómense a las páginas de ambos libros. Las historias de Javier Sinay y Miguel Prenz, gracias a la audacia que tienen como escritores para sacarle provecho al sensacionalismo ajustado a la crónica roja –y negra– policial, nos hielan la sangre…

      De la sangre helada de los crímenes en el sur del continente pasamos a la sangre caliente de los asesinatos sistemáticos y en serie –a partir de 1993– de mujeres jóvenes en Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, en la frontera de México con Estados Unidos, donde se sumergió con su olfato de tiburón Sergio González Rodríguez, y de donde emergió con su colosal reportaje publicado en el libro Huesos en el desierto (2002).

      Camaleón

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