Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto

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de quien lucha por sobrevivir. Los oficios del rebusque son múltiples y diversos. Es así como en “Operación Ja, Ja” (2007), de Carolina Reymúndez, se cuenta la historia de los reidores o profesionales de la carcajada que se encargan de darle sentido a los chistes en la televisión argentina; en Soledad, en el Norte de Colombia, desde hace cincuenta años Salomón Noriega, alias Chibolito, se gana la vida en monedas vendiendo boletas para rifas y contando chistes como “El bufón de los velorios” (2012a), en un relato de Alberto Salcedo Ramos; mientras que en El Alto y en algunos barrios de La Paz, propios y extraños pagan en devaluados pesos bolivianos para aglomerarse en las graderías de rústicos coliseos, atraídos por el vuelo de polleras y enaguas en la lucha libre de cholitas, descrita en sendos relatos por Alma Guillermoprieto (2009) y Rocío Lloret (2010). Pero si de lucha libre se trata, “¡Esto es lucha!” (2010), damas y caballeros, nos dice César Castro Fagoaga antes de ingresarnos a la Arena México, construida en 1956, el templo de esta actividad en el país azteca, donde esta noche de viernes sentados en sus sillas de colores, azules, rojas, verdes y naranjas, y en medio del olor a palomitas de maíz, seremos testigos de varios combates entre parejas: Trueno y Sensei contra Inquisidor y Apocalipsis, Diamante y Pegasso contra Metálico y Dr. X, Bronco y Hooligan contra Averno y El Místico.

      Sí, como lo oyen, El Místico, damas y caballeros, el “Príncipe de plata y oro”, heredero de las gestas de El Santo –“El enmascarado de plata” de los años sesenta–, quien después de doblegar a sus rivales en el cuadrilátero aplicándoles “La mística”, su llave maestra, cuando está en el camerino le confiesa al cronista: “La vida con una doble personalidad es difícil: me quito la máscara y no soy nadie. La fama es la máscara. Yo, como persona, soy igual que ustedes” (Castro, 2010).

      ***

      Los cronistas latinoamericanos viven y cuentan y recuentan la urbe. Con la tarea de encontrar un tema, recorren sus ciudades con ojos atentos, descubren y redescubren esquinas, parques y negocios. La urbe en su más pura cotidianidad es de su común interés: carnicerías y galerías de mercado, bares y tabernas, teatros y cementerios, prisiones y sanatorios, bulevares y escenarios deportivos. Lo que no es noticia pero sí es historia. Los centros de las ciudades son el foco de atención principal, calles efervescentes de personas, negocios, automóviles, buses y sistemas de transportes masivos como el metro.

      Jaime Bedoya camina por los recovecos de “Polvos azules o la videoteca de Babel” (2012), el más grande centro comercial informal de Lima, reino soberano de la piratería de lo bonito y barato. Mientras que Sergio González Rodríguez, en Ciudad de México, se adentra en las muy concurridas noches de las “Mujer[es] del Table-Dance” (2010). En “Matadero y beneficio” (2012), Andrés Delgado describe el escrupuloso y tecnificado procedimiento del sacrificio de reses en la Central Ganadera; el beneficiadero de veintiocho hectáreas fundado en 1954, en la Autopista Norte de Medellín.

      Pero también son un tema muy cronicable aquellos otros sitios de la ciudad que no saltan a la vista de todos.

      Cristóbal Peña nos invita a seguirlo en su “Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet” (2012) para descubrir cincuenta y cinco mil libros empolvados que se hacían un lugar entre adornos, recuerdos, chocolates y objetos personales –como colonias, perfumes, desodorantes, toallas desechables, relojes, fotos, dagas, abrecartas y tarjetas de saludo, visita y navidad, además de camisas, corbatas y calcetines nuevos, algunos aún con su papel de regalo a medio abrir– que el dictador dejó alguna vez ahí y muy probablemente después olvidó, sin que nadie se atreviera a sacarlos o cambiarlos de lugar, siquiera a pasarles un plumero.

      Entre tanto, Daniel Alarcón (2012) nos engancha desde las primeras líneas de un relato que recorre el interior de Lurigancho25, la más grande institución penal del Perú, a pocos kilómetros del centro de Lima, donde los siete mil cuatrocientos hombres que viven allí –en un espacio construido para alojar a dos mil–, no usan uniformes; no se pasa lista ni hay horario de encierro ni se apagan las luces a una hora determinada. Por una razón: mientras que las autoridades tienen un control nominal los presos lo tienen real; son ellos los que gobiernan de puertas para adentro y tanto la disciplina como la recreación es su responsabilidad.

      La “cárcel” se divide en dos territorios: El Jardín, donde viven los “prisioneros” más ricos; y La Pampa, donde viven los más pobres; entre ellos los sin-zapatos, un ejército de drogadictos sin esperanza; y los “rufos”, adictos al crack, una pandilla descarnada y enferma que roba o se prostituye para drogarse. Una estructura de clases bastante rígida ha surgido intramuros junto con el “sistema democrático” del Pabellón Siete –considerado como “un paraíso” dentro de El Jardín– reservado para narcotraficantes internacionales, donde hay cerca de treinta naciones representadas.

      En todo caso –descubre Alarcón– la versión de la prisión es un mercado al aire libre donde puede hacerse cortar el pelo o comprar jabón, pilas, máquinas de afeitar, camisetas viejas, drogas y chupetines; además de todo lo que se puede conseguir “por encargo” como teléfonos celulares, armas y alcohol. Y las drogas, en particular, “ayudan a sobrellevar la superpoblación y mantienen a una población por lo general nerviosa en un estado condescendiente y nebuloso” (2012).

      Pero también las ciudadelas de los muertos cobran vida cuando los cronistas pasean su mirada por entre los epitafios tallados en el mármol y, de pronto, ante uno de ellos se detienen a pensar, tras una rápida operación matemática, en la crónica que viene a ser la existencia de un ser humano entre las dos fechas que, inexorablemente, lo determinan: fecha de nacimiento-fecha de fallecimiento.

      En uno de los callejones de piso ajedrezado del parque cementerio de San Miguel, en el restaurado centro histórico de Santa Marta, Colombia, el escritor Juan Gabriel Vásquez detuvo sus pasos y su mirada para leer en una lápida: “Comandante Jaime Bateman Cayón26. M-19. Abril 23, 1940-abril 28, 1983. Morir por la patria no es morir. La promesa que será cumplida” (2013: 95).

      “Pienso –escribe Vásquez– en todo lo que ha pasado desde 1983; pienso en la promesa, en quién la habrá hecho, en quién tendrá a su cargo cumplirla; pienso, también, en esa relación extraña entre la muerte y las patrias” (2013: 95).

      El cronista Alexis Serrano Carmona, por su parte, se aleja de la ciudad para trepar por un camino empedrado, lleno de agujeros, rodeado de pencas y cipreses arropados por el frío, el viento y la neblina, hasta llegar a las montañas de Cusubamba, una parroquia de nueve mil habitantes en su mayoría indígenas, enraizada en las montañas de Cotopaxi, Ecuador, donde los miércoles realizan la feria del trueque.

      Cada semana se oferta de todo: sombreros, ponchos y sandalias, panes que aún guardan el sabor a horno de leña, espumillas blancas y rosadas, pescado frito, panelas, gaseosas y jugos artificiales, manteca de res y de cerdo. Pero los habitantes de Cusubamba esperan con ansiedad el “Togro: el alimento que tumbó al dólar” (2012) y que muchos lo comen solo y otros con una envoltura de mote –maíz cocido–.

      El togro –explica Serrano –es una masa gelatinosa que resulta de cocinar todo un día las patas y el cuero del cerdo –chancho o puerco– en ollas grandes. Cuando el agua, las patas y el cuero comienzan a compactarse de tanto hervir, la preparación habrá llegado a lo que las “togreras” conocen como el “punto”. Será el momento de colocar las vasijas plásticas que le dan su forma final. Luego recibirá el achiote en grano, que le da su color anaranjado, y le seguirán los aliños: cebolla, ajo, sal, orégano; la leche y “algunos otros detalles” que estas mujeres se guardan como un secreto. Esperan hasta que termine de cuajar y queda listo para destacarse como la estrella de la feria del trueque (2012).

      Ecuador es un país dolarizado pero en Cusubamba y en sus vecindades que son pueblos agrícolas, muy pocos de sus habitantes conocen el dólar y la mayoría aún vive del trueque. Allí el dólar se llama cebada y los centavos son otros granos, como el trigo

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