Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

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Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto

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que presentan la tragedia colombiana con nombres propios de personas y de lugares, con clara descripción de situaciones y consecuencias que permiten ver más allá de los esguinces de responsabilidades de todo tipo que hacen los victimarios cuando hablan –y en Colombia hablan bastante– ante los medios judiciales y de comunicación.

      El lenguaje de las víctimas que se oye en los relatos de Patricia Nieto es sencillo, rico en el detalle y en la imagen descriptiva; elocuente, directo, sin metáforas. Es el lenguaje de la evidencia y de la recordación sincera de quienes como escritores novatos o como fuentes informativas testimoniales se presentan ante la cronista –y ante los lectores– como el niño que se apoya en sus primeras frases para satisfacer necesidades elementales y no sabe mentir, pues al no tener el complejo oficio que impone el uso del lenguaje organizado tampoco tiene oficio para la mentira.

      Vemos entonces como en el libro Llanto en el paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia (2009), la estructura narrativa está soportada en tres historias mayores contadas por voces de mujeres del campo que relatan episodios en los que se entrecruzan todas las formas de la violencia colombiana. Y si bien las voces acaban formando un coro trágico que estremece al lector, en medio del dolor, la narración también rescata el heroísmo, el amor a la vida, la alegría y la pureza de alma de estas mujeres.

      En Los escogidos (2012), Patricia Nieto reúne las historias de un grupo de personas, hombres y mujeres de diferentes edades y oficios, de Puerto Berrío, donde han tenido que ver desde hace varios años con los “muertos del agua” o “pepes”, como denominan los lugareños a esos “barcos fantasmas” del río Magdalena que con tiros de gracia en la cabeza, mutilaciones en las extremidades y coronados de gallinazos, atracan en una playa, en una raíz o en una atarraya, de donde son salvados y luego lavados, nombrados, sepultados, apadrinados e invocados todos los días, pero especialmente los lunes de difuntos, en el pabellón de caridad del cementerio local.

      La reportera Nieto escucha y mira de cerca, discierne y narra con detalles:

      “La pesca no siempre es buena”, dice Ciro buscando mis ojos. Todavía era un niño cuando el río dejó de parecerle el paraíso. Sintió que la red se templó y con solo mirar a su padre supo que debía sumergirse, nadar hasta el punto de tensión, valorar la presa y subir para dar aviso. Lo visto no le pareció conocido. Se acercó, palpó y supo que no era la piel de animal de río. Con solo tocarlo, las carnes de deshacían. Lo rodeó a nado y lo exploró. Era el cuerpo de un hombre boca arriba, desnudo, con la cabellera revuelta y los dedos descarnados. Solo en la superficie, cuando recuperó el aliento, se dio cuenta de que lloraba como el niño que era. Se echó a flotar y lloriqueó mirando el cielo, de espaldas al agua que lo arrastraba. Después de un suspiro hondo, retornó al seno del río con la pena de haber perdido la inocencia. Liberó el cuerpo de la red y dejo que la corriente se lo llevara (2012: 23).

      En la estructura y en la narración de Los escogidos –como también lo apreciamos en Llanto en el paraíso– percibimos a Patricia Nieto con sus dedos trabajando sobre el teclado de la computadora, no exactamente con los movimientos frenéticos de una escritora de periodismo, sino con los movimientos lentos, delicados y precisos de una tejedora que, a la manera de Penélope mientras espera a Odiseo, hila y deshila, detalle tras detalle, la angustia y la pena de las víctimas de su país martirizado por los violentos; entrelazándolas y anudándolas con tanto primor y sutileza que los lectores no vemos las costuras cuando pasamos la mirada de una oración a otra, de un párrafo a otro, y nos deslizamos por el relato como por una pista de esquí.

      En cada puntada con dedal que Patricia Nieto da en la composición de sus textos, cuidándose para no ir a pincharse con las tentaciones y las exhibiciones propias del artificio de una prosa presumida de literatura y vacía de periodismo, va entreverando y anudando sus relatos en primera y tercera persona con las piezas testimoniales de los testigos excepcionales de la “existencia” que llevan Los escogidos. Y logra, con la unión de estas voces, darle forma a una elegía que a medida que la vamos leyendo, también la vamos oyendo, y nos cala hasta los huesos.

      Patricia Nieto denota valor y muchísima pasión en la investigación y escritura de Los escogidos, asumiendo con entereza su compromiso como altavoz de las víctimas de la violencia colombiana, a pesar de que es muy probable que en sus faenas de reportera le haya escuchado decir en tono de advertencia a los “señores de la guerra” que “hay verdades que no se pueden decir”; y mucho menos atreverse a describirlas como ella lo ha hace en esta crónica… Pues lo más sano sería taparse los ojos y la nariz, tomar una vara y “ayudarlas a embarcar” para que la corriente periodística del miedo y la indolencia, de las declaraciones y las versiones libres –en directo y por Skype–, siga haciendo su trabajo a favor de los victimarios.

      ¡Víctimas del conflicto colombiano quién las pudiera nombrar…! ¡Qué Patricia Nieto las saque de su olvido y las lleve a figurar…! Porque gracias al trabajo de esta cronista, los “ene ene” (NN) rescatados de las aguas del Magdalena –el río madre de Colombia– y sus dolientes en el pabellón de caridad del cementerio de Puerto Berrío, escogidos por ella como personajes de su relato, si bien no tienen un nombre de pila, sí tienen una historia genuina. Y ya no podrán ser ignorados ni olvidados.

      También gracias a la propuesta editorial de la ya mencionada revista en línea Cosecha Roja38, y a su Red de Periodistas Judiciales de Latinoamérica39, el reportaje, el tratamiento y la narración de la crónica roja y policial buscan cualificarse y adaptarse a los tiempos modernos con la práctica de un relato progresista con la perspectiva de los derechos humanos; un relato policial que –en palabras de Cristian Alarcón, su creador en el 2010 y director de este medio de nicho– “sabe de víctima y victimización, de victimario y caza de brujas”, y también sabe que “se puede contar la violencia sin que el relato de la violencia tenga consecuencias sobre unos u otros más allá de dar cuenta de que vivimos en un mundo muchas veces con motores violentos” (2015).

      Para Alarcón –quien tiene reputación como un gran armador de equipos de trabajo y ha logrado reunir en este portal a periodistas experimentados de las secciones de judiciales o policiales de diferentes medios, con el aporte de reconocidos escritores y académicos de Latinoamérica– la apuesta de Cosecha Roja es por un “relato policial revolucionario” que rompa con el patriarcado, que se regodea en el morbo, que pone el acento en encontrar el culpable a toda costa, que juega con la fuente policial como si de ella se obtuviera la verdad, que propone a la Justicia como única fuente de aquello que pudiera haber ocurrido, que soslaya los matices del territorio, el clima, la geografía, la composición social y cultural de los que están vinculados a un hecho policial (2015).

      Por ejemplo, “Carta al hijo del Pantera después de la muerte del Quemadito”, una crónica escrita por Cristian Alarcón apoyado en la investigación de Sebastián Ortega y el equipo de Cosecha Roja, dice en su entradilla que para entender qué pasa en Rosario, Argentina, en donde la tasa de homicidios por narcotráfico triplica a la media del país, es necesario ponerle vidas a los hechos, pues “la historia de los quemados, El Pantera y su hijo, marcada por la muerte y la violencia, impacta porque muestra la cadena de complicidades del narcotráfico y, también, porque se están matando entre vecinos” (Alarcón, 2013).

      Cosecha Roja nace tras los primeros encuentros de periodistas, académicos, escritores y guionistas organizados por Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y el Open Society Institute (OSI, por sus siglas en inglés) en el marco del Programa Narcotráfico, Ciudad y Violencia en América Latina. Su centro de operaciones –con el apoyo en la edición periodística de Sebastián Hacher– está en Buenos Aires, desde donde se coordinan los cubrimientos informativos de la ilegalidad urbana y transnacional, en las categorías de: Narcotráfico, Seguridad urbana, Jóvenes y violencia, Género, Lesa humanidad, Corrupción, Políticas de drogas y Periodistas y violencia.

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