Psicología política y procesos para la paz en Colombia. Omar Alejandro Bravo

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Psicología política y procesos para la paz en Colombia - Omar Alejandro Bravo

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verdad y justicia y a la no repetición de los hechos victimizantes. Sobre esta cuestión de la no repetición, cabe también una consideración, vinculada en parte a la consigna «Nunca más», que denomina buena parte de estas demandas: este «Nunca más», en tanto se inscriba como no repetición de un hecho anterior, corre el riesgo de contribuir con una memoria literal, que no considere la relación de esos acontecimientos con determinadas políticas y situaciones sociales. Por otro lado, cuando esa exigencia habilita a una reflexión sobre los factores estructurales determinantes del hecho histórico en cuestión, su potencial político se amplía, al adquirir un poder cuestionador de las condiciones estructurales que posibilitan esos procesos.

      Reparación, memoria e historia

      El tema de la reparación involucra una serie de dimensiones (legales, económicas, culturales, políticas, subjetivas) que no pueden ser comprendidas en una perspectiva única o política totalmente abarcativa. Esta imposibilidad se debe, principalmente, al hecho lógico de que el daño producido no puede repararse integralmente, por ejemplo, en los casos de asesinatos, desaparición forzada o desplazamientos.

      Frente a este límite, las maneras de entender la reparación y la jerarquía que se les otorga a determinadas maneras de producirla varían de acuerdo al contexto cultural y social y a las condiciones individuales de quien sufrió ese daño. Por ejemplo, la perspectiva legal, que tomó particular volumen y legitimidad a partir de los juicios de Núremberg a los criminales nazis, permitió que la escena judicial se tornase un espacio de visibilización de los crímenes cometidos, que terminó excediendo el propio propósito jurídico de verdad y castigo, para proyectarse en una dimensión política donde la voz de las víctimas tomó un legitimidad y potencia particulares, de eventual potencial reparatorio (Arendt, 2002).

      También por este motivo, el testimonio pudo irrumpir en el contexto jurídico, sin que necesariamente esté vinculado a la clásica noción jurídica de la prueba (como hecho verificable, comprobable). De esta forma, la propia condición de víctima y los hechos en los que la victimización se produjo legitiman ese espacio y forma de expresión. Así, sujetos y poblaciones que fueron objeto de prácticas brutales encuentran en esos espacios jurídicos formas de expresión y legitimidad.

      Por otro lado, estos mismos escenarios judiciales, cuando reducen los relatos a un simple hecho legal, a una relación entre perpetrador y víctima, calificable y definible solo desde el tipo jurídico que encuadra dicho acto y proyectable a la pena como medida puramente legal, pueden perjudicar la inscripción de dichos procesos en un contexto más amplio y recortar la dimensión política de los mismos. Para evitar este riesgo, es necesario que el relato de los hechos rescate el carácter colectivo de la agresión sufrida y el marco político que la posibilitó.

      Por esto, la identidad de víctima que estos espacios institucionales promueven debe estar sujeta a discusión. Cuando esa condición se reduce a una identidad individual, a partir de la cual el sujeto se presenta frente a diversas instancias institucionales, sean dirigidas a otorgar beneficios económicos, reconocer derechos o habilitarse para iniciar procesos terapéuticos, la misma puede tener un efecto revictimizante y alienante que congela a la persona en esta única manera de representarse socialmente, de ser la única forma de enunciación que la representa y legitima. Por este motivo, muchas organizaciones de derechos humanos, por ejemplo, prefieren utilizar el término victimizados(as) antes que víctimas, para destacar el efecto de una acción externa que no los(as) define en su totalidad.

      Por otra parte, y también con relación al tipo de exigencias y expectativas que las víctimas generan en ciertos espacios institucionales y contextos políticos, es necesario mencionar aquí la cuestión del perdón, como una especie de imperativo social que intenta imponerse en determinadas situaciones. El perdón es un derecho individual, que cada persona puede adoptar de manera total o parcial, pero que no puede imponerse a manera de cierre de una etapa. Para un término vecino, el de reconciliación, cabe la misma consideración.

      Ambas categorías, perdón y reconciliación, pueden inscribirse en una tradición cultural judeocristiana, la misma que Nietzsche (1887/1987) criticó de manera radical y que encuentra en el dolor una forma de expiación socialmente destacable. Con frecuencia, se contrapone de manera simplista a estos términos una posible continuidad de los hechos violentos, asimilando así el derecho a no perdonar a una conducta agresiva.

      En relación con esto, González Calleja (2013) aproxima las nociones de memoria, olvido, perdón y venganza (aunque considera este término excesivo). Sobre esta articulación posible, considera que

      Si no deseamos el olvido es, como señalaba, para no dañar la dignidad de quienes han sufrido. Resulta así difícil defender las bondades de olvidar; pero, si la reivindicación de la memoria en ocasiones se convierte en un asunto polémico, es porque el olvido se corresponde, popular y hasta filosóficamente, con el perdón (p. 153).

      Por esto, cabe destacar aquí que el perdón no se proyecta necesariamente a un escenario social y político de mayor convivencia y armonía, ni tiene que ver con una posible superación del trauma sufrido. Por el contrario, no perdonar al o los victimarios es muchas veces una actitud necesaria, principalmente cuando los márgenes de impunidad en torno a los hechos que los vinculan se mantienen. Esto brinda la posibilidad de distinguir el perdón, como una elección individual, de la resignación, como una imposición epocal que implica una limitación política.

      En este sentido, Derrida (2002) destacó que el perdón es una meta lógicamente imposible, dado que entre el momento del hecho cometido y el posterior escenario donde el perdón se instala como posibilidad transcurrieron una serie de mediaciones institucionales que alejan al primero del segundo. De esta manera, la imposibilidad del perdón absoluto radica en que el mismo debería producirse en el propio momento de la agresión, lo que no es posible.

      Por esto,

      cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, fuese ella noble y espiritual (salvación, redención, reconciliación), cada vez que se tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) por un trabajo de duelo, por alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el perdón no es puro, ni su concepto (Derrida, 2002, p. 22, citado en Bravo, 2016, p. 139).

      Por esto, la cuestión de la reparación, pensada desde sus efectos sociales y subjetivos, debe pasar también por la posibilidad de contribuir a un proceso de memoria colectiva que permita que las personas victimizadas encuentren también en la legitimación e inscripción social de su dolor y su pérdida un potencial reparatorio, entendido este principalmente como justicia y condiciones de no repetición.

      Esto implica la necesidad de salir de la perspectiva melancolizante en que, con frecuencia, los relatos de las víctimas son colocados por esos dispositivos institucionales mencionados. Caso contrario, quien asiste a este tipo de testimonios suele ser interpelado desde la lástima o la solidaridad con el dolor sufrido, lo que puede situar a esa persona fuera de la trama histórica en la que esos sucesos están incluidos.

      Cabe aquí recordar la famosa expresión sartreana que considera que no importa tanto lo que han hecho de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con aquello que nos hicieron (Sartre, 2016). En este hacer está presente, entonces, una perspectiva histórica entendida, como antes se indicó, como la posibilidad de construcción

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