Psicología política y procesos para la paz en Colombia. Omar Alejandro Bravo

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clara entre la historia y la memoria proviene de su aparente falta de objetividad, lo que permite que exista entre ambas «un intercambio dialéctico que nunca termina de cerrarse» (p. 20), favoreciendo formas diferentes de rememoración. Toro y Camacho (2005) señalan, como dificultades para esta aproximación, al totalitarismo, por su afán de imponer una verdad única, y a la sociedad del espectáculo, que satura de información dispersa e inconexa al ambiente social.

      En definitiva, cualquier expectativa de ofrecer un cierre a este debate tropezaría con la insuficiencia de abarcar sus múltiples aspectos. Cabe, no obstante, desde Ricouer (2004), tomar distancia prudente de cualquier pretensión de privilegiar o escoger a una categoría sobre la otra.

      Para establecer una posición en este complejo y extenso debate, es pertinente destacar que la memoria, entendida en su dimensión individual y social, como espacio de inscripción de hechos históricos, se singulariza en la perspectiva, siempre en disputa, de determinados sujetos y grupos de acuerdo al espacio social que los mismos ocupan.

      En este marco, la(s) memoria(s) y la historia encuentran puntos de confluencia, siempre considerando lo difuso de sus fronteras (Dos Santos, 2003). Los denominados lugares de memoria, que incluyen conmemoraciones, museos y monumentos, entre otros, pueden servir como soportes materiales y espaciotemporales para esta articulación. En función de esto, González Calleja (2013) afirma que «la Historia es la parte del pasado que ha quedado registrada en los distintos depósitos de la memoria» (p. 166).

      Se debe aún mencionar, destacando la potencia política vigente y necesaria de esta noción, a la historia como proyecto a futuro (hacer, construir la historia); algo que la crítica posmoderna a los metarrelatos llevó a retirar de la discusión y la escena política. Contribuye a esta limitación una noción de poder entendida como intrínsecamente perversa, lo que lleva a desconsiderar cualquier forma del mismo, limitando la práctica política a enfrentarse con este, sin una proyección alternativa.

      De la memoria al trauma: caminos posibles

      Así como el concepto de memoria admite una multiplicidad de definiciones, el de trauma sufre una condición parecida. La más reiterada la instala en una perspectiva individual, que la entiende como

      un acontecimiento de la vida del sujeto que se define por su intensidad, por la incapacidad en que se encuentra el sujeto de reaccionar a él de forma adecuada, por el trastorno y por los efectos patogénicos duraderos que provoca en la organización psíquica (Laplanche y Pontalis, 1995, p. 522. Traducción nuestra).

      La definición anterior puede ampliarse, a partir de incorporar la noción de situación traumática, que parte de la base de que un mismo evento produce efectos parecidos en las personas, lo que posibilita también establecer intervenciones padronizadas. El denominado trastorno de estrés postraumático, por ejemplo, se basa en premisas parecidas, lo que permite que se utilicen ciertos métodos, organizados de manera rígida e incuestionable y supuestamente validados por su uso previo en otros escenarios y situaciones, sin la necesaria consideración por las particularidades sociales, culturales e individuales de las personas o grupos a los que se dirigen.

      La caracterización expresada en la definición de trauma resulta apropiada para definir un aspecto del fenómeno: el impacto psíquico de un acontecimiento social y sus efectos subjetivos. También, eventualmente, para establecer algún lineamiento clínico, en los casos en que la persona afectada demande este tipo de respuesta de forma individual.

      No obstante, limitar la comprensión del fenómeno a una dimensión intrapsíquica y plantear una respuesta limitada a la intervención clínica individual como única forma de respuesta tiene un significado político innegable. En primer lugar, implica privatizar el fenómeno, reducirlo a una relación dual que niega o subalterniza el marco social en que dichos sucesos se produjeron. Asimismo, suponer que la posibilidad de procesar estos sucesos pasa por su simbolización, su mera verbalización, extraterritorializa los aspectos políticos y sociales involucrados.

      En algunos casos, esta omisión puede tener otro carácter, eventualmente presentado como una forma alternativa de intervención. Por ejemplo, en el contexto local, han tomado volumen formas de trabajo con víctimas que se limitan a prescribir la realización de mandalas u otras prácticas parecidas, así como también la promoción de ciertos espacios de alegría inducida, donde las víctimas deben escenificar un libreto ajeno, de cierta manera humillante y revictimizante.

      En este sentido, quizás el ejemplo más claro tenga que ver con la aplicación de un método terapéutico en algunos puestos de salud de la ciudad de Cali, indicado como de origen hawaiano y llamado hoporopono. En este modelo, el o la paciente debe, entre otras exigencias, pedir perdón a sí mismo y a terceros. Resulta obvio considerar lo absurdo de prescribir este tipo de conductas a alguien que sufrió un hecho o proceso victimizante.

      No se coloca aquí en cuestión, en todos los casos, la técnica o la forma de la intervención en sí, sino la manera vertical y prescriptiva en que se la impone, sin considerar si las mismas responden a aspectos culturales y al deseo de las personas o grupos a los cuales se dirige. En este sentido, estas prácticas, presentadas como alternativas, encuentran puntos de contacto con las tradicionales, basadas en el diagnóstico y la medicación psiquiátrica: en ambos casos, la dimensión del sujeto, en sus aspectos políticos y culturales y en su capacidad de expresión y acción, se ve coartada (Bravo, 2016). Quizás la particularidad que distinga a las primeras de las tradicionales se base en una posible banalización de este tipo de acciones, que parecen requerir solo de una cierta empatía afectiva con las víctimas, circunscriptas, entonces, a una especie de metafísica del afecto, siendo este sentimiento la única condición que las amerita y que define también su tono y límites políticos.

      En estas dos perspectivas, más allá de lo que en el propio espacio de la intervención se produzca, este ejercicio eventual de memoria no se extiende más allá del mismo, sin posibilidad de interpelar a un otro social ni aportar a un proceso de construcción de memoria colectiva. También, en ambos casos, la angustia vehiculizada en el discurso de las víctimas se evita, anteponiendo alguna de las técnicas mencionadas.

      Martín-Baró (1984) se opuso a este tipo de reduccionismos y banalizaciones, al considerar que el trauma, más allá de su dimensión intrapsíquica, mantiene una relación dialéctica con el contexto histórico social, por lo que tendría un carácter psicosocial. Este carácter psicosocial del trauma se vincula también con la definición de memoria en la cual se inscribe. En este sentido, la noción de memoria subterránea de Pollak (2006) sería aquella que permitiría entender la forma en que ese hecho traumático, entendido en su dimensión subjetiva, pero también en su relación con las condiciones políticas que lo produjeron, puede proyectarse socialmente de manera que produzca efectos en la memoria colectiva.

      Esto significa tornar esas memorias hegemónicas en el sentido gramsciano del término hegemonía (Gramsci, 1975), que la entiende como más allá del plano económico y político, para incluir también formas de pensamiento, maneras de entender el mundo y ciertos fenómenos en particular. Una memoria subterránea, al tornarse colectiva, podría transformarse por esto en hegemónica.

      Esta

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