Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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camino encontraron a Grimaud y Athos le hizo seña de seguirlos; Grimaud, según su costumbre, obedeció en silencio; el pobre muchacho había terminado casi por olvidarse de hablar.

      Llegaron a la cantina del Parpaillot: eran las siete de la mañana, el día comenzaba a clarear; los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del huésped, no debían ser molestados.

      Por desgracia la hora estaba mal escogida para un conciliábulo; acababan de tocar diana, todos sacudían el sueño de la noche, y para disipar el aire húmedo de la mañana venían a beber la copita a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos ligeros se sucedíar con una rapidez que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, pero que cumplía muy mal las miras de los cuatro amigos. Por eso respondieron de una forma muy huraña a los saludos, a los brindis y a las bromas de sus camaradas.

      -¡Vamos! - dijo Athos-. Vamos a organizar alguna buena pelea, y no tenemos necesidad de eso en este momento. D’Artagnan, contadnos vuestra noche; luego nosotros os contaremos la nuestra.

      -En efecto - dijo un caballo ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un vaso de aguardiente que degustaba con lentitud ; en efecto, esta noche estabais de trinchera, señores guardias, y me parece que andado en dimes y diretes con los rochelleses.

      D’Artagnan miró a Athos para saber si debía responder a aquel intruso que se mezclaba en la conversación.

      -Y bien - dijo Athos-, ¿no oyes al señor de Busigny que te hace el honor de dirigirte la palabra? Cuenta lo que ha pasado esta noche, que estos señores desean saberlo.

      -¿No habrán cogido un fasitón? - preguntó un suizo que bebía ron en un vaso de cerveza.

      -Sí, señor - respondió D’Artagnan inclinándose-, hemos tenido ese honor; incluso hemos metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al estallar ha hecho una hermosa brecha; sin contar con que, como el bastión no era de ayer, todo el resto de la obra ha quedado tambaleándose.

      -Y ¿qué bastión es? - preguntó un dragón que tenía ensartada en su sable una oca que traía para que se la asasen.

      -El bastión Saint Gervais - respondió D’Artagnan, tras el cual los rochelleses inquietaban a nuestros trabajadores.

      -¿Y la cosa ha sido acalorada?

      -Por supuesto; nosotros hemos perdido cinco hombres y los rochelleses ocho o diez.

      -¡Triante! - exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la lengua alemana, había tomado la costumbre de jurar en francés.

      -Pero es probable - dijo el caballo ligero - que esta mañana envíen avanzadillas para poner las cosas en su sitio en el bastión.

      -Sí, es probable - dijo D’Artagnan.

      -Señores - dijo Athos-, una apuesta.

      -¡Ah! Sí, una apuesta - dijo el suizo.

      -¿Cuál? - preguntó el caballo ligero.

      -Esperad - dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos que sostenían el fuego de la chimenea-, estoy con vosotros. Hostelero maldito, una grasera en seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable ave.

      -Tiene razón - dijo el suizo-, la grasa zuya, es muy fuena gon gonfituras.

      -Ahí - dijo el dragón-. Ahora, veamos la apuesta. ¡Escuchamos, señor Athos!

      -¡Sí, la apuesta! - dijo el caballo - ligero.

      -Pues bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros - dijo Athos que mis tres compañeros, los señores Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint Gervais y que estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para desalojarnos.

      Porthos y Aramis se miraron; comenzaban a comprender.

      -Pero - dijo D’Artagnan inclinándose al oído de Athos - vas a hacernos matar sin misericordia.

      -Estamos mucho más muertos - respondió Athos - si no vamos.

      -¡Ah! A fe que es una hermosa apuesta - dijo Porthos retrepándose en su silla y retorciéndose el mostacho.

      -Acepto - dijo el señor de Busigny ; ahora se trata de fijar la puesta.

      -Vosotros sois cuatro, señores - dijo Athos ; nosotros somos cuatro; una cena a discreción para ocho, ¿os parece?

      -De acuerdo - replicó el señor de Busigny.

      -Perfectamente - dijo el dragón.

      -Me fa - dijo el suizo.

      El cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo con la cabeza una señal de que aceptaba la proposición.

      -El desayuno de estos señores está dispuesto - dijo el hostelero.

      -Pues bien, traedlo - dijo Athos.

      El hostelero obedeció. Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en un rincón y le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas traídas.

      Grimaud comprendió al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogió la cesta, empaquetó las viandas, unió a ello botellas y cogió la cesta al brazo.

      -Pero ¿dónde se van a tomar mi desayuno? - dijo el hostelero.

      -¿Qué os importa - dijo Athos-, con tal de que os paguen?

      Y majestuosamente tiró dos pistolas sobre la mesa.

      -¿Hay que devolveros algo mi oficial? - dijo el hostelero.

      -No, añade solamente dos botellas de Champagne y la diferencia será por las servilletas.

      El hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se recuperó deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino de Champagne.

      -Señor de Busigny - dijo Athos-, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís poner el mío con el vuestro? -De acuerdo, señor - dijo el caballo ligero sacando del bolsillo del chaleco un hermoso reloj rodeado de diamantes ; las siete y media - dijo.

      -Siete y treinta y cinco minutos - dijo Athos ; ya sabemos que el mío se adelanta cinco minutos sobre vos, señor.

      Y saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el camino del bastión Saint Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la obediencia pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en preguntarlo.

      Mientras estuvieron en el recinto del campamento, los cuatro amigos no intercambiaron una palabra; además eran seguidos por los curiosos que, conociendo la apuesta hecha, querían saber cómo saldrían de ella.

      Pero una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno campo, D’Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento de pedir una explicación.

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