Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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sacrificarla a su honor; su deseo de crimen le volvió quemándole y lo invadió como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su cintura, sacó de él una pistola y la armó.

      Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más que un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de una bestia fiera; pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la imagen espantosa del terror.

      Athos alzó lentamente su pistola, extendió el brazo de manera que el arma tocase casi la frente de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema de una inflexible resolución:

      -Señora - dijo-, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi alma que os salto la tapa de los sesos.

      Con otro hombre Milady habría podido conservar alguna duda, pero ella conocía a Athos; sin embargo, permaneció inmóvil.

      -Tenéis un segundo para decidiros - dijo él.

      Milady vio en la contracción de su rostro que el disparo iba a salir; llevó vivamente la mano a su pecho, sacó de él un papel y lo tendió a Athos.

      -¡Tomad - dijo ella-, y sed maldito!

      Athos cogió el papel, volvió a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó:

      «El portador de la presente ha “hecho lo que ha hecho” por orden mía y para bien del Estado.

      3 de diciembre de 1627.

      Richelieu»

      -Y ahora - dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la cabeza-, ahora que le he arrancado los dientes, víbora, muerde si puedes.

      Y salió de la habitación sin mirar siquiera para atrás.

      A la puerta encontró a los dos hombres y el caballo que tenían de la mano.

      -Señores - dijo - la orden de Monseñor, ya lo sabéises conducir a esa mujer, sin perder tiempo, al fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a bordo.

      Como estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido, inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.

      En cuanto a Athos, montó con ligereza y partió al galope; sólo que, en lugar de seguir la ruta, tomó campo a través, picando con vigor a su caballo y deteniéndose de vez en cuando para escuchar.

      En uno de estos altos, oyó por el camino el paso de varios caballos. No dudó que fueran el cardenal y su escolta. Entonces echó una nueva carrera, restregó a su caballo con los brezales y las hojas de los árboles y vino a situarse de través en el camino, a doscientos pasos del campamento aproximadamente.

      -¿Quién vive? - gritó de lejos cuando divisó a los caballeros.

      -Es nuestro valiente mosquetero, según creo - dijo el cardenal.

      -Sí, Monseñor - respondió Athos-, el mismo.

      -Señor Athos - dijo Richelieu-, recibid mi agradecimiento por la buena custodia que habéis hecho de nosotros; señores, hemos llegado: tomad la puerta de la izquierda, la contraseña es Rey y Ré.

      Al decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró a la derecha seguido de su escudero; porque aquella noche dormía en el campamento.

      -¡Y bien! - dijeron a una Porthos y Aramis cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la voz-. Y bien, ha firmado el papel que ella pedía.

      -Lo sé - dijo tranquilamente Athos-, porque es éste.

      Y los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su acuartelamiento, excepto para dar la contraseña a los centinelas.

      Sólo que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser relevado de trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los mosqueteros.

      Por otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los hombres que la esperaban, no puso ninguna dificultad en seguirlos; por un instante había tenido ganas de hacerse llevar ante el cardenal y contarle todo, pero una revelación por su parte llevaba a una revelación por parte de Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que ella estaba marcada; pensó que más valía guardar silencio, partir discretamente, cumplir con su habilidad ordinaria la difícil misión de que se había encargado y luego, una vez cumplido todo a satisfacción del cardenal, ir a reclamar su venganza.

      Por consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba en el fuerte de La Pointe, a las ocho había embarcado y a las nueve el navío, que con la patente de corso del cardenal se suponía en franquía para Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a Inglaterra.

      Capítulo 46 El bastión Saint Gervais

      Índice

      Al llegar donde sus tres amigos, D’Artagnan los encontró reunidos en la misma habitación: Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía sus oraciones en un encantador librito de horas encuadernado en terciopelo azul.

      -¡Diantre, señores! - dijo-. Espero que lo que tengáis que decirme valga la pena; en caso contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme descansar después de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión. ¡Ah, y que no estuvierais allí, señores! ¡Hizo buen calor! -¡Estábamos en otro lado donde tampoco hacía frío! - respondió Porthos haciendo adoptar a su mostacho un rizo que le era particular.

      -¡Chis! - dijo Athos.

      -¡Vaya! - dijo D’Artagnan comprendiendo el ligero fruncimiento de ceño del mosquetero-. Parece que hay novedades por aquí.

      -Aramis - dijo Athos-, creo que anteayer fuisteis a almorzar al albergue del Parpaillot.

      -Sí.

      -¿Qué tal está?

      -Por lo que a mí se refiere comí muy mal: anteayer era día de ayuno, y no tenían más que carne.

      -¿Cómo? - dijo Athos-. ¿En un puerto de mar no tienen pescado?

      -Dicen - replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura - que el dique que ha hecho construir el señor cardenal lo echa a alta mar.

      -Mas no es eso lo que yo os preguntaba, Aramis - prosiguió Athos ; yo os preguntaba si estuvisteis a gusto, y si nadie os había molestado.

      -Me parece que no tuvimos demasiados importunos; sí, de hecho, y para lo que queréis decir, Athos, estaremos bastante bien en el Parpaillot.

      -Vamos entonces al Parpaillot - dijo Athos-, porque aquí las paredes son corno hojas de papel.

      D’Artagnan, que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía inmediatamente en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las circunstancias eran graves, cogió

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