Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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tropa huyó.

      -Vamos, señores, una salida - dijo Athos.

      Y los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de batalla, recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier; y convencidos de que los huidos no se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los trofeos de la victoria.

      -Volved a cargar las armas, Grimaud - dijo Athos-, y nosotros, señores, volvamos a nuestro desayuno y sigamos. ¿Dónde estábamos?

      -Yo lo recuerdo - dijo D’Artagnan, que se preocupaba mucho del itinerario que debía seguir Milady.

      -Va a Inglaterra - respondió Athos.

      -¿Con qué fin?

      -Con el fin de asesinar o hacer asesinar a Buckingham.

      D’Artagnan lanzó una exclamación de sorpresa y de indignación.

      -¡Pero eso es infame! - exclamó.

      -¡Oh, en cuanto a eso - dijo Athos-, os ruego que creáis que me inquieto muy poco! Ahora que habéis terminado, Grimaud - continuó Athos-, tomad el espontón de nuestro brigadier, atadle una servilleta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebeldes de los rochelleses vean que tienen que vérselas con valientes y leales soldados del rey.

      Grimaud obedeció sin responder. Un instante después la bandera blanca flotaba por encima de los cuatro amigos; un trueno de aplausos saludó su aparición; la mitad del campamento estaba en las barreras.

      -¿Cómo? - replicó D’Artagnan-. ¿Te inquietas poco de que mate o haga matar a Buckingham? Pero el duque es nuestro amigo.

      -El duque es inglés, el duque combate contra nosotros; que haga del duque lo que quiera, me preocupo tanto por ello como por una botella vacía.

      Y Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la que acababa de trasvasar hasta la última gota a su vaso.

      -Un momento - dijo D’Artagnan-, yo no abandono a Buckingham así; nos dio caballos muy buenos.

      -Y sobre todo unas buenas sillas - añadió Porthos, que en aquel momento mismo llevaba en su capa el galón de la suya.

      -Además - observó Aramis-, Dios quiere la conversión y no la muerte del pecador.

      -Amén - dijo Athos-, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D’Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.

      -Pero esa criatura es un demonio - dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba un ave.

      -Y esa firma en blanco - dijo D’Artagnan-, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre sus manos? -No, ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque mentiría.

      -Querido Athos - dijo D’Artagnan-, ya no seguiré contando las veces que os debo la vida.

      -Entonces, ¿nos dejasteis para volver junto a ella? - preguntó Aramis.

      -Exacto.

      -¿Y tienes esa carta del cardenal? - dijo D’Artagnan.

      -Aquí está - dijo Athos.

      Y sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.

      D’Artagnan lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y leyó:

      «El portador de la presente ha “hecho lo que ha hecho” por orden mía y para bien del Estado.

      5 de diciembre de 1627.

      Richelieu»

      -En efecto - dijo Aramis-, es una absolución en toda regla.

      -Hay que romper ese papel - exclamó D’Artagnan, que parecía leer su sentencia de muerte.

      -Muy al contrario - dijo Athos-, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no daría este papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.

      -¿Y qué va a hacer ahora ella? - preguntó el joven.

      -Pues probablemente - dijo despreocupado Athos - va a escribir al cardenal que un maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto; en la misma carta le dará consejo de desembarazarse al mismo tiempo que de él de sus dos amigos, Porthos y Aramis; el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana hará detener a D’Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle compañía a la Bastilla.

      -¡Vaya! - dijo Porthos-. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto, querido.

      -No bromeo - respondió Athos.

      -¿Sabéis - dijo Porthos - que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más crímenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín? -¿Qué dice el abate a esto? - preguntó tranquilamente Athos.

      -Digo que soy de la opinión de Porthos - respondió Aramis.

      -¡Y yo también! - dijo D’Artagnan.

      -Suerte que ella está lejos - observó Porthos ; porque confieso que me molestaría mucho aquí.

      -Me molesta en Inglaterra tanto como en Francia - dijo Athos.

      -A mí me molesta en todas partes - continuó D’Artagnan.

      -Pero puesto que la teníais - dijo Porthos-, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado, colgado? Sólo los muertos no vuelven.

      -¿Eso creéis, Porthos? - respondió el mosquetero con una sonrisa sombría que sólo D’Artagnan comprendió.

      -Tengo una idea - dijo D’Artagnan.

      -Veamos - dijeron los mosqueteros.

      -¡A las armas! - gritó Grimaud.

      Los jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.

      Aquella vez avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero ya no eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.

      -¿Y si volviéramos al campamento? - dijo Porthos-. Me parece que la partida no es igual.

      -Imposible por tres razones - respondió Athos ; la primera es que no hemos terminado de almorzar; la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía faltan diez minutos para que pase la hora.

      -Bueno - dijo Aramis-, sin embargo hay que preparar un plan de batalla.

      -Es muy simple - respondió Athos :tan pronto como el enemigo esté al alcance del mosquete, nosotros hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a hacer

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