Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Ah, sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el diamante.
El almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encantadora. D’Artagnan tenía ya su uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema, había hecho el doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D’Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a Milady como una nube sombría en el horizonte.
Después de almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y allí terminarían el asunto.
D’Artagnan pasó el día enseñando su traje de mosquetero por todas las calles del campamento.
Por la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres cosas que decidir:
Lo que había que escribir al hermano de Milady.
Lo que había que escribir a la persona hábil de Tours.
Y qué lacayos serían los que llevarían las camas.
Cada cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo hablaba cuando su amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria; Aramis, confiando en la destreza de Bazin, hacía un elogio pomposo de su candidato; finalmente, D’Artagnan tenía fe completa en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el espinoso asunto de Boulogne.
Estas cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos discursos, que no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.
-Por desgracia - dijo Athos-, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí solo las cuatro cualidades juntas.
-Pero ¿dónde encontrar un lacayo semejante?
-¡Inencontrable! - dijo Athos-. Lo sé bien: tomad, pues, a Grimaud.
-Tomad a Mosquetón.
-Tomad a Bazin.
-Tomad a Planchet; Planchet es bravo y diestro; ahí tenéis ya dos de las cuatro cualidades.
-Señores - dijo Aramis-, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el más discreto, el más fuerte, el más diestro o el más bravo; lo principal es saber cuál ama más el dinero.
-Lo que Aramis dice está lleno de sensatez - prosiguió Athos ; hay que especular sobre los defectos de las personas y no sobre sus virtudes; señor abate, ¡sois un gran móralista!
-Indudablemente - replicó Aramis ; porque no sólo necesitamos estar bien servidos para triunfar, sino incluso para no fracasar; porque en caso de fracaso, está en juego la cabeza, no de los lacayos…
-¡Más bajo, Aramis! - dijo Athos.
-Exacto, no de los lacayos - prosiguió Aramis-, sino del amo, e incluso de los amos. ¿Nos son bastante adictos nuestros lacayos para arriesgar su vida por nosotros? No.
-¡A fe - dijo D’Artagnan - que respondería casi de Planchet!
-¡Pues bien, querido amigo! Añadid a su adhesión natural una buena suma que le proporcione algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis dos.
-¡Buen Dios! Os equivocaréis de todos modos - dijo Athos, que era optimista cuando se trataba de las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres-. Prometerán todo para tener el dinero, y en camino el miedo los impedirá actuar. Una vez cogidos, los encerrarán; y encerrados confesarán. ¡Qué diablo! ¡No somos niños! Para ir a Inglaterra - Athos bajó la voz-, hay que atravesar toda Francia, sembrada de espías y de criaturas del cardenal; se necesita un pase para embarcarse; hay que saber inglés para preguntar el camino a Londres. Ya véis que la cosa me parece muy difícil.
-Nada de eso - dijo D’Artagnan que estaba empeñado en que la cosa se realizase ; yo, por el contrario, la veo fácil. ¡No hay ni que decir, por supuesto, que si se escribe a lord de Winter los horrores del cardenal… !
-¡Más bajo! - dijo Athos.
-Las intrigas y los secretos de Estado - continuó D’Artagnan haciendo caso a la recomendación - no hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados vivos!; pero, por Dios, no olvidéis, como vos mismo habéis dicho, Athos, que le escribimos por un asunto de familia; que le escribimos con el único fin de que ponga a Milady, desde su llegada a Londres, en la imposibilidad de perjudicarnos. Le escribiré, por tanto, una carta poco más o menos en estos términos:
-Veamos - dijo Aramis, adoptando de antemano un semblante de crítico.
-«Señor y querido amigo…
-Vaya, pues sí; querido amigo a un inglés - interrumpió Athos ; buen comienzo, ¡bravo!, D’Artagnan. Sólo que con esa palabra seréis descuartizado en lugar de enrodado vivo.
-Bueno, de acuerdo, entonces diré señor a secas.
-Podéis decir incluso milord - prosiguió Athos, que se empeñaba en las conveniencias.
-«Milord, ¿os acordáis del pequeño cercado de cabras del Luxemburgo?»
-¡Vaya! ¡Ahora el Luxemburgo! Creerá que es una alusión a la reina madre. ¡Eso sí que es ingenioso! - dijo Athos.
-Pues entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el que se os salvó la vida?»
-Mi querido D’Artagnan - dijo Athos-, no seréis nunca otra cosa que un mal redactor: «¡En que se os salvó la vida! ¡Quita de ahí! Eso no es digno. A un hombre galante no se le recuerdan esos servicios. Beneficio reprochado, ofensa hecha.
-¡Ah amigo mío! - dijo D’Artagnan-. Sois insoportable, y si hay que escribir bajo vuestra censura, a fe que renuncio.
-Y hacéis bien. Manejad el mosquete y la espada, querido, practicáis hábilmente los dos ejercicios, pero pasad la pluma al señor abate, esto le concierne.
-¡Ah sí por cierto - dijo Porthos-, pasad la pluma a Aramis, que escribe tesis en latín!
-Pues bien, sea - dijo D’Artagnan-, redactadnos esa nota, Aramis, pero, ¡por San Pedro!, hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.
-No pido otra cosa - dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí mismo ; pero que me pongan al corriente; por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era una bribona, yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el cardenal.
-¡Más bajo, pardiez! - dijo Athos.
-Mas se me escapan los detalles - continuó Aramis.
-Y a mí también - dijo Porthos.
D’Artagnan y Athos se miraron algún tiempo en silencio. Por fin Athos, tras haberse recogido y poniéndose aún más pálido de lo que era por costumbre, hizo un signo de asentimiento;