Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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todo lo que se necesita - dijo Athos-, volvamos a mi idea. - Sin embargo, yo quisiera comprender - observó Porthos.

      -Es inútil.

      -Sí, sí, la idea de Athos - dijeron al mismo tiempo D’Artagnan y Aramis.

      -Esa Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuñado, según creo que me habéis dicho D’Artagnan.

      -Sí, yo lo conozco incluso mucho, y creo además que no tiene grandes simpatías por su cuñada.

      -No hay mal en ello - respondió Athos-, a incluso sería mejor que la detestara.

      -En tal caso estamos servidos a placer.

      -Sin embargo - dijo Potthos-, me gustaría comprender lo que Grimaud hace.

      -¡Silencio, Porthos! - dijo Aramis.

      -¿Cómo se llama ese cuñado?

      -Lord de Winter.

      -¿Dónde está ahora?

      -Volvió a Londres al primer rumor de guerra.

      -¡Pues bien ése es precisamente el hombre que necesitamos! - dijo Athos-. Ese es al que nos conviene avisar; le haremos saber que su cuñada está a punto de asesinar a alguien, y le rogaremos no perderla de vista. Espero que en Londres haya algún establecimiento del género de las Madelonetas, o Muchachas arrepentidas; hace meter allá a su cuñada, y nosotros tranquilos.

      -Sí - dijo D’Artagnan-, hasta que salga.

      -A fe - replicó Athos - que pedís demasiado, D’Artagnan, os he dado lo que tenía y os prevengo que es el fondo de mi bolso.

      -A mí me parece que es lo mejor - dijo Aramis ; prevenimos a la vez a la reina y a lord de Winter.

      -Sí, pero ¿a quién enviaremos con la carta a Tours y con la carta a Londres?

      -Yo respondo de Bazin - dijo Aramis.

      -Y yo de Planchet - continuó D’Artagnan.

      -En efecto - dijo Porthos-, si nosotros no podemos ausentarnos del campamento, nuestros lacayos pueden dejarlo.

      -Por supuesto - dijo Aramis-, y hoy mismo escribimos las cartas, les damos dinero y parten.

      -¿Les damos dinero? - replicó Athos-. ¿Tenéis, pues, dinero?

      Los cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes estaban despejadas.

      -¡Alerta! - gritó D’Artagnan-. Veo puntos negros y puntos rojos que se agitan allá. ¿Qué decíais de un regimiento, Athos? Es un verdadero ejército.

      -A fe que sí - dijo Athos-, ahí están. ¡Vaya con los hipócritas que venían sin tambor ni trompeta. ¡Ah, ah! ¿Has terminado Grimaud? Grimaud hizo seña de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las actitudes más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de echárselas a la cara, los otros con la espada en la mano.

      -¡Bravo! - repitió Athos-. Eso honra tu imaginación.

      -Es igual - dijo Porthos-. Me gustaría sin embargo comprender.

      -Levantemos el campo primero - lo interrumpió D’Artagnan-, luego comprenderás.

      -¡Un instante, señores, un instante! Demos a Grimaud tiempo de quitar la mesa.

      -¡Ah! - dijo Aramis-. Mirad cómo los puntos negros y los puntos rojos crecen visiblemente, y yo soy de la opinión de D’Artagnan: creo que no tenemos tiempo que perder para ganar nuestro campamento.

      -A fe - dijo Athos - que no tengo nada contra la retirada; habíamos apostado por una hora, y nos hemos quedado hora y media; no hay nada que decir; partamos, señores, partamos.

      Grimaud había tomado ya la delantera con la cesta y el servicio.

      Los cuatro amigos salieron tras él y dieron una decena de pasos.

      -¡Eh! - exclamó Athos-. ¿Qué diablos hacemos, señores?

      -¿Nos hemos olvidado algo? - preguntó Aramis.

      -La bandera, pardiez. ¡No hay que dejar una bandera en manos del enemigo, aunque esa bandera no sea más que una servilleta! Y Athos se precipitó al bastión, subió a la plataforma y quitó la bandera; sólo que como los rochellese habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego terrible sobre aquel hombre que, como por placer, iba a exponerse a los disparos.

      Pero se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su persona: las balas pasaron silbando a su alrededor y ninguna lo tocó.

      Athos agitó su estandarte volviéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y saludando a las del campamento. De las dos partes resonaron grandes gritos, de la una gritos de cólera, de la otra gritos de entusiasmo.

      Una segunda descarga hizo realmente de la servilleta una bandera. Se oyeron los clamores de todo el campamento que gritaba:

      -¡Bajad, bajad!

      Athos bajó; sus camaradas, que lo esperaban con ansiedad, lo vieron aparecer con alegría.

      -Vamos, Athos, vamos - dijo D’Artagnan-, larguémonos; ahora que hemos encontrado todo, menos el dinero, sería estúpido ser muertos.

      Pero Athos continuó caminando majestuosamente por más observaciones que le hicieran sus compañeros, los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos por el suyo.

      Grimaud y su cesta habían tomado la delantera y se hallaban los dos fuera de alcance.

      Al cabo de un instante se oyó el ruido de una descarga de fusilería colérica.

      -¿Qué es eso? - preguntó Porthos-. ¿Y sobre quién disparan? No oigo silbar las balas y no veo a nadie.

      -Disparan sobre nuestros muertos - respondió Athos.

      -Pero nuestros muertos no responderán.

      -Precisamente: entonces creerán en una emboscada, deliberarán; enviarán un parlamentario, y cuando se den cuenta de la burla, estaremos fuera del alcance de las balas. He ahí por qué es inútil coger una pleuresía dándonos prisa.

      -¡Oh, comprendo! - exclamó Porthos maravillado.

      -¡Es una suerte! - dijo Athos encogiéndose de hombros.

      Por su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanzaban gritos de entusiasmo.

      Finalmente una nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a estrellarse sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar lúgubremente en sus orejas. Los rochelleses acababan por fin de apoderarse del bastión.

      -¡Vaya gentes tan torpes! - dijo Athos-. ¿Cuántos hemos matado? ¿Doce?

      -O quince.

      -¿Cuántos

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