Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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Sólo que para suavizar el aburrimiento de la guardia, Athos le permitió llevar un pan, dos chuletas y una botella de vino.

      -Y ahora, a la mesa - dijo Athos.

      Los cuatro amigos se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, como los turcos o los canteros.

      -¡Ah! - dijo D’Artagnan-. Ahora que ya no tienes miedo de ser oído, espero que vayas a hacernos participe de tu secreto, Athos.

      -Espero que os procure a un tiempo agrado y gloria, señores - dijo Athos-. Os he hecho dar un paseo encantador; aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas personas allá abajo, como podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante.

      -Pero ¿y ese secreto? - preguntó D’Artagnan.

      -El secreto - dijo Athos - es que ayer por la noche vi a Milady. D’Artagnan llevaba su vaso a los labios; pero al nombre de Milady la mano le tembló tan fuerte que lo dejó en el suelo para no derramar el contenido…

      -¿Has visto a tu mu… ?

      -¡Chis! - interrumpió Athos-. Olvidáis, querido, que estos señores no están iniciados como vos en el secreto de mis asuntos domésticos; he visto a Milady.

      -¿Y dónde? - preguntó D’Artagnan.

      -A dos leguas más o menos de aquí, en el albergue del Colombier Rouge.

      -En tal caso estoy perdido - dijo D’Artagnan.

      -No, no del todo aún - prosiguió Athos-, porque a esta hora debe haber abandonado las costas de Francia.

      D’Artagnan respiró.

      -Pero, a fin de cuentas - prosiguió Porthos-, ¿quién es esa Milady?

      -Una mujer encantadora - dijo Athos degustando un vaso de vino espumoso-. ¡Canalla de hostelero - exclamó-, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos vamos a dejar coger! Sí - continuó-, una mujer encantadora que ha tenido bondades con nuestro amigo D’Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.

      -¿Cómo? ¿Pidiendo mi cabeza al cardenal? - exclamó D’Artagnan, pálido de terror.

      -Eso es tan cierto - dijo Porthos - como el Evangelio; lo he oído con mis dos orejas.

      -Y yo también - dijo Aramis.

      -Entonces - dijo D’Artagnan dejando caer su brazo con desaliento - es inútil seguir luchando más tiempo; da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está terminado.

      -Es la última tontería que hay que hacer - dijo Athos-, dado que es la única que no tiene remedio.

      -Pero no escaparé nunca - dijo D’Artagnan - con semejantes enemigos. Primero, mi desconocido de Meung; luego de Wardes, a quien he dado tres estocadas; luego Milady, cuyo secreto he sorprendido; por fin el cardenal, cuya venganza he hecho fracasar.

      -¡Pues bien! - dijo Athos-. Todo eso no hace más que cuatro, y nosotros somos cuatro, uno contra uno. Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener que vérnoslas con un número de personas mucho mayor. ¿Qué pasa, Grimaud? Considerando la gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por favor. ¿Qué veis?

      -Una tropa.

      -¿De cuántas personas? -De veinte hombres.

      -¿Qué hombres?

      -Dieciséis zapadores, cuatro soldados.

      -¿A cuántos pasos están?

      -A quinientos pasos.

      -Bueno, aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un vaso de vino a tu salud, D’Artagnan.

      -¡A tu salud! - repitieron Porthos y Aramis.

      -Pues bien, ¡a mi salud! Aunque no creo que vuestros deseos me sirvan de gran cosa.

      -¡Bah! - dijo Athos-. Dios es grande, como dicen los sectarios de Mahoma y el porvenir está en sus manos.

      Luego, tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente, cogió el primer fusil que había a mano y se acercó a una tronera.

      Porthos, Aramis y D’Artagnan hicieron otro tanto. En cuanto a Grimaud, recibió la orden de colocarse detrás de los cuatro a fin de volver a cargar las armas.

      Al cabo de un instante vieron aparecer la tropa; seguía una especie de ramal de trinchera que establecía comunicación entre el bastión y la ciudad.

      -¡Diantre! - dijo Athos-. ¿Merecía la pena molestarnos por una veintena de bribones armados de piquetas, de azadones y de palas? Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado tranquilos.

      -Lo dudo - observó D’Artagnan-, porque avanzan muy decididos por ese lado. Por otra parte, con los trabajadores hay cuatro soldados y un brigadier armados de mosquetes.

      -Eso es que no nos han visto - replicó Athos.

      -¡A fe - dijo Aramis - confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres diablos de burgueses!

      -¡Mal cura - respondió Porthos - el que tiene piedad de los heréticos!

      -Realmente - dijo Athos-, Aramis tiene razón, voy a avisarlos.

      -¿Qué diablos hacéis? - exclamó D’Artagnan-. Vais a haceros fusilar, querido.

      Pero Athos no hizo caso alguno del aviso, y subiéndose a la brecha con el fusil en una mano y el sombrero en la otra: -Señores - dijo dirigiéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su aparición se detenían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y saludándolos cortésmente-, señores, algunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión. Y ya sabéis que nada es tan desagradable como ser molestado cuando uno desayuna; por tanto, os rogamos que, si tenéis algo que hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado nuestra comida, o que volváis más tarde; a menos que tengáis el saludable deseo de dejar el partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de Francia.

      -¡Ten cuidado, Athos! - exclamó D’Artagnan-. ¿No ves que lo están apuntando?

      -Ya lo veo, lo veo - dijo Athos-, pero son burgueses que disparan muy mal, y que se libren de tocarme.

      En efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas vinieron a estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.

      Cuatro disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban mejor dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los trabajadores fue herido.

      -¡Grimaud, otro mosquete! - dijo Athos, que seguía en la brecha.

      Grimaud obedeció inmediatamente.

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