Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Ya lo veis - dijo Athos-, vamos al bastión.
-Sí, pero ¿qué vamos a hacer all?
-Ya lo sabéis, vamos a desayunar.
-Pero ¿por qué no hemos desayunado en el Parpaillot? -Porque tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco minutos en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que saludan, que se pegan a la mesa; ahí por lo menos - prosiguió Athos señalando el bastión - no vendrán a molestarnos.
-Me parece - dijo D’Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se aliaba en él a una bravura excesiva-, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar apartado en las dunas, a orillas del mar.
-Donde se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un cuarto de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos consejo.
-Sí - dijo Aramis-, Athos tiene razón: Animadvertuntur in desertis.
-Un desierto no habría estado mal - dijo Porthos-, pero se trataba de encontrarlo.
-No hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde un pez no pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir de su madriguera, y creo que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal. Más vale, pues, seguir nuestra empresa, ante la cual por otra parte ya no podemos retroceder sin vergüenza; hemos hecho una apuesta, una apuesta que no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión. Seremos atacados o no lo seremos. Si no lo somos, tendremos todo el tiempo para hablar, y nadie nos oirá, porque respondo de que los muros de este bastión no tienen orejas; si lo somos, hablaremos de nuestros asuntos al mismo tiempo, y además, al defendernos, nos cubrimos de gloria. Ya veis que todo es beneficio.
-Sí - dijo D’Artagnan-, pero indudablemente pescaremos alguna bala.
-Vaya, querido - dijo Athos-, ya sabéis vos que las balas más de temer no son las del enemigo.
-Pero me parece que para semejante expedición habríamos debido al menos traer nuestros mosquetes.
-Sois un necio, amigo Porthos; ¿para qué cargar con un peso inútil?
-No me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce cartuchos y un cebador.
-Pero bueno - dijo Athos-, ¿no habéis oído lo que ha dicho D’Artagnan?
-¿Qué ha dicho D’Artagnan? - preguntó Porthos.
-D’Artagnan ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y otros tantos rochelleses.
-¿Y qué?
-No ha habido tiempo de despojarlos, ¿no es así? Dado que, por el momento, había otras cosas más urgentes.
-Y ¿qué?
-¡Y qué! Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez de cuatro mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de disparos.
-¡Oh, Athos! - dijo Aramis-. Eres realmente un gran hombre.
Porthos inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Sólo D’Artagnan no parecía convencido.
Indudablemente Grimaud compartía las dudas del joven; porque al ver que se continuaba caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón de su traje.
-¿Dónde vamos? - preguntó por gestos.
Athos le sañaló el bastión.
-Pero - dijo en el mismo dialecto el silencioso Grimaud - dejaremos ahí nuestra piel.
Athos alzó los ojos y el dedo hacia el cielo.
Grimaud puso su cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.
Athos cogió de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la oreja de Grimaud.
Grimaud volvió a ponerse en pie como por un resorte.
Athos le hizo seña de coger la cesta y de caminar delante.
Grimaud obedeció.
Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es que había pasado de la retaguardia a la vanguardia.
Llegados al bastión, los cuatro se volvieron.
Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento, y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto apostante.
Athos se quitó el sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el aire.
Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra que llegó hasta ellos.
Tras lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido Grimaud.
Capítulo 47 El consejo de los mosqueteros
Como Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos tanto franceses como rochelleses.
-Señores - dijo Athos, que había tomado el mando de la expedición-, mientras Grimaud pone la mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos; además podemos hablar al cumplir esa tarea. Estos señores - añadió él señalando a los muertos - no nos oyen.
-Podríamos de todos modos echarlos en el foso - dijo Porthos-, después de habernos asegurado que no tienen nada en sus bolsillos.
-Sí - dijo Aramis-, eso es asunto de Grimaud.
-Bueno - dijo D’Artagnan-, entonces que Grimaud los registre y los arroje por encima de las murallas.
-Guardémonos de hacerlo - dijo Athos-, pueden servirnos.
-¿Esos muertos pueden servirnos? - dijo Porthos-. ¡Vaya, os estáis volviendo loco, amigo mío!
-¡«No juzguéis temerariamente», dice el Evangelio el señor cardenal! - respondió Athos-. ¿Cuántos fusiles, señores?
-Doce - respondió Aramis.
-¿Cuántos disparos?
-Un centenar.
-Es todo cuanto necesitamos; carguemos las armas.
Los cuatro mosqueteros se pusieron a la tarea. Cuando acababan de cargar el último fusil, Grimaud hizo señas de que el desayuno estaba servido.
Athos